En la tranquila ciudad de Ámsterdam, el 25 de junio de 1947, un libro sencillo llegó a las librerías con una tirada modesta de 3000 ejemplares. Su título, Het Achterhuis (El Anexo), no anticipaba el impacto que tendría en el mundo. Escrito por una adolescente judía llamada Ana Frank, el diario relataba los dos años que pasó escondida de los nazis junto a su familia y otros cuatro compañeros en un anexo secreto. Este testimonio, publicado tres años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, no solo abrió una ventana al horror del Holocausto, sino que se convirtió en un símbolo universal de resistencia, esperanza y humanidad. A más de 75 años de su publicación, El Diario de Ana Frank sigue siendo un faro que ilumina las sombras de la historia y nos invita a no olvidar.
Ana Frank nació el 12 de junio de 1929 en Fráncfort, Alemania, en una familia judía de clase media. Con el ascenso del nazismo, los Frank huyeron a los Países Bajos en 1933, buscando refugio de la persecución. Pero la seguridad fue efímera. En 1940, los nazis invadieron Holanda, y las leyes antisemitas comenzaron a apretar su cerco. En julio de 1942, cuando la hermana mayor de Ana, Margot, recibió una orden de deportación, la familia tomó una decisión desesperada: esconderse. Otto Frank, el padre, había preparado un espacio oculto detrás de su oficina en el número 263 de la calle Prinsengracht. Allí, detrás de una estantería móvil, Ana, sus padres, su hermana y cuatro personas más –Hermann y Auguste van Pels, su hijo Peter, y Fritz Pfeffer– comenzaron una vida clandestina que duraría dos años.
El diario de Ana, iniciado en su decimotercer cumpleaños, no era solo un registro de la vida en el anexo. Era el reflejo de una mente brillante y sensible, atrapada en un mundo que se desmoronaba. “Espero poder confiártelo todo como no lo he hecho con nadie”, escribió Ana a su diario, al que llamó “Kitty”. En sus páginas, plasmó sus sueños de ser escritora, sus conflictos adolescentes, sus primeros amores y sus reflexiones sobre la guerra. Pero también describió el miedo constante: el sonido de las sirenas, las noticias de deportaciones, la tensión de vivir en silencio para no ser descubiertos. Sus palabras, escritas con una madurez asombrosa, revelaban una verdad cruda: incluso en la oscuridad, la humanidad persiste.
El 4 de agosto de 1944, la Gestapo irrumpió en el anexo tras una denuncia anónima. Ana, su familia y los demás fueron deportados a campos de concentración. Ana y Margot murieron de tifus en Bergen-Belsen en 1945, semanas antes de la liberación del campo. Otto Frank, el único sobreviviente, regresó a Ámsterdam devastado. Allí, Miep Gies, una de las empleadas que ayudó a los escondidos, le entregó el diario que había rescatado tras la redada. Leer las palabras de su hija fue un golpe emocional para Otto, pero también una revelación: Ana había dejado un legado que debía compartirse.
La publicación del diario no fue sencilla. En un mundo que aún procesaba los horrores de la guerra, muchos editores dudaban de su potencial. Finalmente, la editorial Contact aceptó el manuscrito, y el 25 de junio de 1947, El Diario de Ana Frank llegó a las librerías. La recepción inicial fue modesta, pero el boca a boca lo convirtió en un fenómeno. En 1952, su edición en inglés, The Diary of a Young Girl, conquistó Estados Unidos, y pronto el libro se tradujo a decenas de idiomas. Las palabras de Ana tocaron corazones en todo el mundo, ofreciendo una perspectiva íntima del Holocausto que contrastaba con los fríos informes históricos. No era solo una víctima; era una voz que humanizaba a millones de víctimas.
El impacto del diario trascendió la literatura. En 1955, se estrenó una obra de teatro basada en el libro, que ganó el Premio Pulitzer. En 1959, la película homónima llevó la historia a la gran pantalla. Sin embargo, no estuvo exenta de controversias. Algunos cuestionaron la autenticidad del diario, alegando que un texto tan elocuente no podía ser obra de una adolescente. Estudios posteriores, como los realizados por el Instituto Holandés para la Documentación de la Guerra, confirmaron su autenticidad, y las ediciones completas, incluyendo pasajes censurados por Otto (como reflexiones de Ana sobre su sexualidad), revelaron aún más la profundidad de su escritura.
Hoy, la Casa de Ana Frank en Ámsterdam es un museo que recibe a más de un millón de visitantes al año. El diario, traducido a más de 70 idiomas, es lectura obligatoria en escuelas de todo el mundo. Pero su relevancia va más allá de la historia. En un mundo donde el antisemitismo, el racismo y la intolerancia persisten, las palabras de Ana –“A pesar de todo, sigo creyendo en la bondad humana”– son un recordatorio de la resiliencia del espíritu. Su diario no solo documenta un pasado trágico, sino que desafía al presente a construir un futuro más justo. Ana soñaba con vivir después de su muerte, y lo logró: su voz sigue resonando, inmortal, contra el olvido.