La misma semana en que Rafael Nadal decidió poner fin a su carrera deportiva, otro atleta, leyenda de lo suyo, anunció que no volvería a competir. Se trataba del culturista canadiense Chris Bumstead, una especie de Arnold Schwarzenegger contemporáneo, pero sin las ínfulas. Ganador durante seis años consecutivos del título Mister Olympia en la categoría Classic, Bumstead, gigachad sin photoshop e inspiración para centenares de gym bros, es otro de los que ha logrado extender la cultura física más allá de ese ecosistema donde conviven porteros de discoteca, chaperos brasileños, concursantes de telerrealidad, munipas y nacionalistas revolucionarios.
Por: Esperanza Ruiz – La Gaceta de la Iberosfera
El canadiense ha sido fiel al único principio de sabiduría bro que trasciende la sala de musculación: «Si quieres volumen tienes que ir a tope». Su físico, hecho de hierro, aminoácidos y derivados sintéticos de la testosterona, es visto por los sementalillos de Twitter* (*conspiración del triunviro Orban-Musk-Putin para acabar con la democracia liberal, el capitalismo, el «AbecéMundo», Kelsen y el PP) como un ideal de masculinidad. Aunque ello venga de una red social donde el exceso y la confusión campan por sus respetos, no les culpo. Bumstead tiene sus virtudes, como la bonhomía y el sentido de la familia. Sin embargo, sospecho que la admiración por ciertos cuerpos masculinos, más allá del narcisismo de la sociedad espectacular, se puede leer como una pequeña revuelta contra la celebración del hipogonadismo propia de la época.
De esto no es exclusivamente responsable «lo woke», también lo que hay enfrente o al lado. Hace pocos días, El Mundo señalaba la testosterona como vector de una posible victoria electoral de Donald Trump. La hipófisis, glándula populista donde las haya, envía una señal a los testículos, siempre culpables, para que produzcan testosterona, hormona problemática e iliberal. El resultado de dicho proceso bioquímico tiene consecuencias trágicas porque no inclina el voto hacia productos políticos tan representativos de nuestras democracias como el hombre-niño (Macron, Trudeau, Conte…) o el dinámico feminismo kamaliano. Todo ello forma parte de «la mamarrachada del orden natural» (leído en ABC) que nos conduce hacia tiempos sombríos en los que «el padre era el padre, la ley era la ley y el extranjero era el extranjero» (Maurice Bardèche). Ya nos ha dicho la prensa seria que de ahí a Hitler, o al Luis XVI de 1778, la distancia se mide en milímetros.
No corren buenos tiempos para la hormona masculina, que nada a contracorriente en la sociedad del Ozempic. Si éste reblandece, la testosterona endurece, mantiene a raya la adiposidad, fomenta la confianza en uno mismo y despierta el instinto de reproducción. La alopecia y el ímpetu son, en no pocos casos, el peaje a pagar por sentirse como una cabra de Gredos bajo el sol de diciembre. Para muestra, Robert Kennedy Jr., que ha reconocido seguir un tratamiento de reemplazo hormonal a sus setenta tacos. Visto sin camisa, parece que su negociado como secretario de Salud le pilla en plena forma.
No deberíamos subestimar la contribución del futuro gobierno Trump a la selección natural. A partir de la victoria en las urnas del magnate han proliferado los movimientos femeninos que, cual Lisístratas posmodernas, abogan por el castigo al hombre blanco; ese que «ha reído el último» al ejercer su derecho al voto. Para ello, están resueltas a no casarse y a no tener hijos. Tampoco citas ni sexo con varones. Dicho plan deja en evidencia que el odio, y la estupidez, son un veneno que ingiere uno mismo pretendiendo que le haga daño a otro.
Ojalá el declive de las ideas feministas venidas de la Ivy League fuera imparable y el hombre, con o sin ayuda de la terapia sustitutiva, resurja con fuerza de sus cenizas. Make testosterona great again.