Hagamos Catarsis.
Las empresas no fracasan por cometer errores. Fracasan porque insisten en ellos. El problema no es una mala decisión aislada, sino la negativa a reconocer que se tomó. En el mundo empresarial de hoy en día y en cualquier parte del mundo, donde la velocidad y la adaptabilidad definen la ventaja competitiva, donde también la IA está a pasos galopantes tomando espacios ya ocupados, no hay mayor riesgo que sostener estrategias obsoletas bajo la ilusión de que, con el tiempo, terminarán funcionando. Persistir en un modelo que ya ha demostrado sus fallas no es resiliencia; es una forma de desgaste financiero y estratégico que, con cada día que pasa, erosiona la rentabilidad, el posicionamiento y la confianza de los inversionistas.
La gerencia se hace obsoleta, pero a la final, esta capacidad de obsolescencia viene más bien por la manera miope del recurso humano en enfrascarse en lo viejo, caduco y en la novela constante en defensa diaria del sufrimiento empresarial. Ellos creen que mantener la novela, les permite mantener un punto valido a favor que les da una “fortaleza e integridad” necesaria para obtener retornos en cualquier aspecto que se aplique.
El mercado no premia la terquedad, sino la capacidad de ajuste. Clientes y proveedores se desgastan con esta terquedad y por ende, el producto o el servicio ofrecido es paupérrimo, de bajo estándar y vacío en sí mismo por definición.
Empresas enteras han desaparecido no porque carecieran de recursos o talento, sino porque se aferraron a estructuras que dejaron de ser viables. La negación del error crea un espejismo de control que impide a las organizaciones ver la realidad con claridad. Se generan discursos internos que justifican la inacción, se buscan factores externos para desviar la responsabilidad y se construye una narrativa en la que la falta de resultados se convierte en una anomalía temporal en lugar de una alerta crítica.
El problema es que el mercado no espera. Mientras más tiempo se tarde en aceptar que una estrategia es incorrecta, más costosa será la corrección y menor será la capacidad de reacción. Esta “acción” genera una “reacción” y por ende se deja colar el principio hermético de “como es adentro es afuera” y se devela ante el usuario, lo inefable, la verdad que entre otras cosas denotan falta de visión y profesionalismo.
Lo que realmente paraliza a las organizaciones no es la falta de información, sino el ego corporativo. Muchas empresas caen en la trampa de asumir que su éxito pasado es garantía de estabilidad futura, que su modelo es infalible y que cualquier ajuste representa una traición a su identidad. Pero el mercado no tiene memoria, solo responde a la eficiencia del presente. Empresas que fueron referentes en su industria han visto desaparecer su relevancia porque confundieron tradición con ventaja competitiva, porque convirtieron su modelo en un dogma y porque insistieron en estrategias que el entorno ya no validaba.
“Como es arriba es abajo” otro principio hermético que demuestra que la falta de visión de los patrocinadores de cambio en la empresa son los que orquestan y permean hacia los empleados, este camino empedrado de malas decisiones y acciones en la defensa de lo que no existe.
La clave no es evitar errores, sino construir un sistema en el que se detecten con rapidez y se corrijan con precisión. La flexibilidad estratégica no es un lujo, sino un requisito para la supervivencia. Las compañías más exitosas no son las que nunca se equivocan, sino las que han diseñado procesos para identificar con agilidad lo que no está funcionando y cambiar de rumbo antes de que el costo del error se vuelva insostenible. Para lograrlo, las empresas deben eliminar las barreras que impiden el ajuste. La primera es la cultura del ego, esa tendencia a interpretar cualquier cambio como una señal de debilidad en lugar de como una muestra de inteligencia. La segunda es la rigidez estructural, que convierte las decisiones estratégicas en procesos burocráticos incapaces de responder a tiempo. Y la tercera es la narrativa de justificación, que transforma los fracasos en historias convincentes que explican por qué la empresa no necesita cambiar.
La adaptabilidad no es una cuestión de estrategia, sino de mentalidad. El liderazgo efectivo no se mide por la cantidad de decisiones correctas, sino por la capacidad de reconocer las incorrectas y corregirlas sin demora. No hay mérito en sostener una visión que los hechos han invalidado. El verdadero liderazgo es el que sabe desaprender con la misma rapidez con la que aprende, el que entiende que la lealtad a una estrategia debe estar siempre supeditada a su efectividad y el que no confunde convicción con terquedad. En un entorno donde la innovación redefine mercados en cuestión de meses y donde la disrupción es la norma, la rigidez es una sentencia de obsolescencia.
La pregunta no es cuántos errores ha cometido una empresa, sino cuánto tiempo ha tardado en corregirlos.
La diferencia entre las compañías que prosperan y las que desaparecen no está en su capacidad de prever el futuro, sino en su habilidad para ajustar su presente, en vivir realmente lo absoluto del hoy para poder construir un mañana mejor.
En los negocios, el costo del error no está en cometerlo, sino en negarlo. Y mientras más alto sea el costo de esa negación, más corto será el tiempo que le queda a la empresa antes de que su relevancia se convierta en parte del pasado.
Rafael Egáñez Anderson