Tras la victoria electoral en julio de Edmundo González, presidente electo de Venezuela, la caída del régimen chavista era inminente según varios expertos. Ahora, con el fraude consumado, el panorama cambió.
Por: Daniel Raisbeck – El Cato
Maduro y sus secuaces se aferran al poder, y la oposición que lidera María Corina Machado debe esforzarse por demostrar que mantiene su ímpetu. ¿Cómo llegó Venezuela a este punto? El régimen implementó una serie de medidas que ha usado antes con frecuencia. Tan a menudo, de hecho, que podrían enumerarse en un manual de bolsillo para los tiranos contemporáneos.
1. Represión
Antes de las elecciones, Nicolás Maduro advirtió que una victoria de la oposición desataría “un baño de sangre”. Cumplió su promesa. Las fuerzas oficiales del régimen y sus “colectivos” han matado al menos a 24 personas. Han detenido a más de 2.000 manifestantes según Maduro, quien también anunció la creación de dos “cárceles de máxima seguridad” para “reeducar” a los opositores. Con plena arbitrariedad, el régimen detiene a testigos electorales y periodistas. Sus fuerzas de seguridad les han cancelado los pasaportes a sus críticos y confiscado sus teléfonos móviles.
Se arriesga el internauta al transmitir cualquier mensaje o “meme” que cuestione al régimen; puede terminar en un calabozo. Maduro atacó a WhatsApp y bloqueó Twitter / X, acusando a su propietario, Elon Musk, de violar la ley venezolana por incitar al odio. La Venezuela de Maduro ya era una autocracia; hoy es un estado policial.
Pero la brutalidad no debe sorprender a nadie. De manera sistemática, el régimen ha utilizado los mismos métodos para socavar las protestas y neutralizar el clamor masivo a favor de la libertad. En 2017, por ejemplo, estalló una revuelta cuando Maduro anuló el poder de la Asamblea Nacional, la cual controlaba la oposición desde 2015. Sin escrúpulo alguno, las fuerzas chavistas usaron a los manifestantes como carne de cañón. Asesinaron a 163 opositores en pocas semanas. También detuvieron a más de 5.000 ciudadanos según observadores independientes. Las protestas se desvanecieron en poco tiempo.
De igual manera, entre más pasa el tiempo y más se intensifica la represión tras las elecciones del 28 de julio, las protestas que estallaron en contra del fraude han ido menguando. Los métodos del Estado chavista son despiadados. Pero son eficaces a la hora de amedrentar al manifestante indefenso.
2. Secuestrar a los líderes de la oposición, manipular a rehenes
Dentro del repertorio chavista, otra táctica de intimidación habitual es la detención arbitraria de activistas y líderes de la oposición, entre los cuales estuvieron Leopoldo López y Antonio Ledezma antes de lograr huir de Venezuela. Según Foro Penal, un centro de investigación independiente, había 1.793 presos políticos en Venezuela el pasado 2 de septiembre.
Tras las elecciones del 28 de julio, el régimen detuvo a Freddy Superlano, figura destacada del partido político Voluntad Popular, así como a los ex diputados de la Asamblea Nacional Williams Dávila y Américo De Grazia. El 7 de agosto, los agentes del régimen chavista detuvieron a María Oropeza, coordinadora local del partido Vente Venezuela de Machado en el estado de Portuguesa. Oropeza transmitió en directo su detención arbitraria a miles de sus seguidores en Instagram.
El acoso del régimen no se limita a los líderes de la oposición. También se dirige a sus familias. En el caso de Edmundo González, las autoridades chavistas no le permitieron a una de sus hijas abandonar el país para acompañar a su padre a España. Al usarla como rehén, Maduro y sus compinches esperan que el presidente electo titubee a la hora de defender su legitimidad desde el exilio.
3. Apoyarse en Cuba
Seis gobiernos democráticos de América Latina reconocen a González como presidente electo, mientras que Estados Unidos reconoce su triunfo electoral. Pero el régimen aún cuenta con el pleno apoyo de las tiranías plenas de la región: Nicaragua y Cuba.
En el caso del régimen comunista de La Habana, muchos comentaristas asumen erróneamente que la autocracia de Díaz Canel y Raúl Castro no es más que uno de los muchos aliados repugnantes de Maduro. Entre ellos se encuentran Rusia, China, Corea del Norte, Irán y el resto de regímenes parias del mundo. En realidad, el aparato estatal de La Habana absorbió al de Venezuela hace mucho tiempo. Como proclamó el propio Chávez en 2007, Cuba y Venezuela “operan como una sola nación”. Por ende, mantener a Maduro en el poder es una cuestión de vida o muerte para la tiranía cubana.
No se debe olvidar que, como político, Maduro mismo es una creación cubana. Como destaca la autora María Werlau en su riguroso libro, Cuba´s Intervention in Venezuela: A Strategic Invasion with Global Implications, Maduro, tras pertenecer a grupos violentos de izquierda como adolescente, recibió una amplia formación política en La Habana cuando tenía 24 años, todo bajo el auspicio de los partidos comunistas de Venezuela y de Cuba. Tras el fallido golpe de Estado de Chávez y su posterior detención en 1992, Maduro actuó como enlace entre Chávez el presidiario y el régimen cubano. Dos décadas después, cuando Chávez nombró a Maduro su vicepresidente y sucesor, fue bajo presión cubana. Incluso hay informes, escribe Werlau, de que los cubanos preferían tener a Maduro en el poder, considerándolo un súbdito más fiable y maleable que Chávez.
Esto es revelador, pues Chávez era tan leal a Fidel Castro que, en 2011, Venezuela cubría más del 60 por ciento de las necesidades energéticas de Cuba, exportando más de 100.000 barriles diarios de petróleo a la isla a precios subsidiados.
Venezuela aún subsidia la energía cubana, aunque a un ritmo mucho menor que antes, dado que el socialismo causó el colapso de la industria petrolera nacional. A cambio, Cuba ha exportado a Venezuela su propia ventaja comparativa: la represión política despiadada, perfeccionada desde 1959 bajo la incomparable destreza de los Castro.
Los supervivientes de las cámaras de tortura del régimen en Caracas han relatado la participación de agentes cubanos. Pocos días antes de las elecciones de 2024, escribe el diario londinense Financial Times, “los medios de comunicación locales informaron de la llegada de cuatro aviones cargados de fuerzas especiales cubanas… una clara señal de que el gobierno estaba preparado para protestas masivas”. Una señal clarísima.
A lo largo de los años, ha surgido un cierto patrón en Venezuela. La oposición ejerce presión contra Maduro, el régimen parece estar en apuros, e inmediatamente los académicos occidentales comienzan a evocar los regímenes militares caídos de América Latina en la década de 1980, o las naciones de Europa del Este que se sacudieron el yugo soviético a principios de 1990, como claros precursores de lo que está a punto de suceder en Venezuela. Pero el aparato de seguridad cubano siempre tiene en mente un resultado diferente, y prevalece gracias a sus métodos y experiencia.
No en vano, Cuba fue uno de los pocos regímenes comunistas que sobrevivió tras la desaparición de la Unión Soviética. Hace pocos años, en el 2021, el régimen cubano demostró su salvajismo al liquidar con la violencia estatal un rarísimo brote de disidencia masiva en su propio territorio. Su compromiso de mantener el poder a toda costa –-tanto en la propia Cuba como en Venezuela— es incuestionable.
El régimen cubano también dejó atrás a todas las dictaduras latinoamericanas “de derechas” de finales del siglo XX, en gran parte porque Fidel Castro fue mucho más sanguinario que los generales de Brasil y del Cono Sur, quienes no eran comprometidos revolucionarios marxistas. Es bien sabido que más de 3.000 chilenos murieron o desaparecieron bajo el régimen de Augusto Pinochet; sin embargo, 7.062 cubanos murieron o desaparecieron a manos del régimen de Fidel Castro, según el centro de investigación Archivo Cuba. La cifra incluye más de 3.000 ejecuciones, pero no las decenas de miles de cubanos que murieron en el mar al huir del régimen.
Mientras que Chile volvió a la democracia y se convirtió en el país más rico de América Latina, Cuba sigue sumida en la tiranía y en la miseria socialista. Además, Pinochet, a diferencia de los Castro o de Maduro, participó en unas elecciones libres –el referéndum de 1988—, aceptó el resultado adverso y dimitió en 1990, poniendo fin así a 16 años de gobierno militar. En cambio, los cubanos se lamentan tras seis décadas y media bajo el comunismo.
Los venezolanos ya han sufrido bajo el régimen de Chávez y Maduro durante más de un cuarto de siglo. Se sabe con certeza que alrededor del 70 por ciento de los que están dentro del país rechazan al chavismo. Si los aproximadamente 8 millones de personas que abandonaron el país en los últimos años hubieran podido votar, el bloque anti-régimen hubiera sido aún mayor. Pero el aparato de seguridad cubano hará todo lo que sea necesario para mantener sometida a Venezuela.
4. Contar con izquierdistas “democráticos” en el exterior
También es perjudicial la tolerancia de los aliados de izquierda de Maduro en Brasil, México y Colombia, países influyentes en la geopolítica regional por ser los más grandes en términos de población. Estos países también son vistos como democracias liberales que, al parecer, habían dejado atrás la era de la autocracia latinoamericana. Pero sus líderes actuales–el brasilero Lula Da Silva, el mexicano Andrés Manuel López Obrador y el colombiano Gustavo Petro— han ayudado a Maduro en su actual papel de supuestos intermediarios entre la oposición y el autócrata.
El 15 de agosto, Da Silva sugirió que Maduro debía formar un gobierno de coalición con figuras de la oposición o celebrar nuevas elecciones, una propuesta absurda bajo cualquier punto de vista. Con sus inocuas expresiones de “preocupación” por la democracia venezolana, y al insistir en que espera las “actas” que, según el régimen, comprueban su supuesta victoria, Lula –al igual que López Obrador y Petro— le brindó un tiempo valiosísimo a Maduro mientras la atención del mundo se alejaba de Venezuela.
Con respecto a la persecución del régimen contra González, los gobiernos de Brasil y Colombia se limitaron a publicar un comunicado en el que expresaban su “profunda preocupación” por la sentencia. México se abstuvo de hacer comentarios.
Más allá de las formalidades diplomáticas, el hecho alarmante es que cada uno de estos países sigue una senda autoritaria propia. En México, López Obrador, que se encuentra en su último mes completo en el cargo, utiliza una mayoría calificada en el Congreso para tomarse el poder judicial y el sistema electoral independiente, amenazando así la separación de poderes y el tejido mismo del tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá. Como ha advertido el economista Isaac Katz, entre otros, las enmiendas constitucionales de López, de tener éxito, crearían un sistema autocrático, con el ejecutivo a cargo de todas las ramas del gobierno.
En Brasil, el aparato estatal ha prohibido X (antes Twitter), el único país de la región que lo ha hecho aparte de la Venezuela de Maduro. La prohibición, que incluye fuertes multas para los brasileros que accedan a X a través de redes privadas virtuales, se produjo después de que Alexandre de Moraes, un juez de la Corte Suprema, presionara a X y a otras plataformas de sociales paara que “desactivaran” a ciertos políticos de oposición y a periodistas críticos frente al actual gobierno. Da Silva es el principal beneficiario de este ataque frontal a la libertad de expresión, en especial tras el escándalo de corrupción Lava Jato, en el que el Partido de los Trabajadores de Da Silva jugó un papel central. Por ende, merece un escrutinio constante.
En Colombia, Petro, un aliado de vieja data tanto de Chávez como de Maduro, libra una peligrosa campaña retórica contra la actual Constitución, argumentando que es irremediablemente corrupta e ilegítima. El verdadero poder, dice Petro, reside en “el pueblo”, al que dice representar a pesar de que sus niveles de aprobación son del 30% o menos. De ahí su temeraria sugerencia de que convocará una asamblea constituyente extralegal, pasando por encima del Congreso, los tribunales e incluso el electorado, para introducir una nueva constitución totalmente estatista, con un espíritu de ambientalismo radical y del todo contrario al libre mercado.
El tufillo a autoritarismo de México, Brasil y Colombia debería despertar sospechas sobre la supuesta preocupación de sus gobiernos por las instituciones republicanas en Venezuela y otros países. La oposición venezolana haría bien en darse cuenta de que Da Silva, Petro y López Obrador no actúan a favor de los intereses de la democracia venezolana. Tampoco son intermediarios honestos frente a Maduro.
5. Culpar al enemigo externo
Hugo Chávez decía con frecuencia a sus partidarios que Estados Unidos estaba a punto de invadir Venezuela; incluso obligó a la población civil de ciertas zonas a realizar ejercicios militares para prepararse contra la inminente llegada de los Marines. Sus diatribas contra George W. Bush, a quien llamaba “Mr. Danger”, le generaron la admiración de académicos izquierdistas y celebridades occidentales. Su retórica antiyanqui también sirvió para presentar a los líderes de la oposición como lacayos del imperio e irredimibles traidores a la patria o, en la jerga de Chávez, “pitiyanquis”.
Maduro ha aplicado la misma táctica, aunque el último blanco de sus ataques no es el presidente estadounidense de turno, sino Elon Musk. Según Maduro, el empresario planeó un ciberataque contra el Consejo Nacional Electoral que le permitió a la oposición sabotear el proceso de recuento de votos y proclamarse vencedora en las elecciones. Maduro incluso publicó un vídeo de dibujos animados en el que aparece como un superhéroe llamado “Súper Bigote”, quien, con una Biblia en la mano, derrota a un diabólico Musk mientras éste trama –con acento gringo en español— robarse la riqueza mineral de Venezuela.
La propaganda antiimperialista de Maduro y Chávez es burda. Si tiene alguna resonancia, es porque revive la vieja mentalidad latinoamericana expresada con mayor eficacia por el escritor uruguayo José Enrique Rodó. En “Ariel”, un ensayo publicado en 1900, Rodó sostenía que América Latina, aunque pobre y militarmente débil, era sin embargo superior en términos espirituales y estéticos a los Estados Unidos, un país puramente materialista, utilitario y obsesionado por el dinero, cuyo filisteísmo irredimible derivaba de la falta de una aristocracia hereditaria. De ahí la dicotomía shakesperiana entre un prístino Ariel latinoamericano y el monstruoso Calibán anglo-protestante del norte.
En última instancia, Rodó glorificaba la pobreza y denunciaba los valores burgueses que, a partir del siglo XVIII, condujeron al “Gran Enriquecimiento” del mundo, término de la economista Deirdre McCloskey. La tensión de Ariel vs. Calibán resonó a lo largo del último siglo de la historia latinoamericana, sobre todo en el ascenso de las figuras revolucionarias “románticas” y anticapitalistas del Che Guevara y Fidel Castro, los predecesores ideológicos de Chávez. No en vano, desde 1959 la Revolución Cubana ha pregonado la “dignidad” que Castro supuestamente le devolvió a Cuba al antagonizar a Estados Unidos, pero sólo a costa de negarles a los cubanos el derecho a la vida, la libertad y la propiedad. “Dignidad” es un término que el propio Maduro utiliza con frecuencia, incluso después de lograr que Venezuela, otrora un país riquísimo, fuera más pobre que Haití.
6. “Negociar”, retrasar, demorar
En 2014, estallaron protestas por el acelerado colapso económico de Venezuela y la violencia del régimen contra los estudiantes. La oposición, liderada entonces por el exgobernador de Miranda Henrique Capriles (quien afirmaba que Chávez era un “falso socialista”), aceptó la oferta de negociaciones del régimen. En esa ocasión mediaron tanto el Vaticano como UNASUR, una creación de Chávez para agrupar a gobiernos mayoritariamente izquierdistas. Aunque descritas como “históricas”, las negociaciones no lograron que el régimen fuera menos sádico, su socialismo menos dañino o el sistema electoral más transparente. Sí lograron que Maduro se perfilara como un gobernante conciliador, y que el “acuerdo negociado” surgiera como una opción plausible para lograr una eventual transición de poder. Creyendo esta ficción, figuras de la oposición han iniciado conversaciones inútiles con el régimen una y otra vez.
En 2016, el Vaticano medió en una serie de conversaciones una vez más, y los líderes de la oposición abandonaron una tercera ronda de negociaciones al percibir correctamente una absoluta falta de progreso. Como escribió Bloomberg en aquel momento:
“Las anteriores rondas de negociaciones resultaron prometedoras, ya que la oposición accedió a suspender las protestas y el gobierno liberó a un puñado de activistas encarcelados. Desde entonces, las conversaciones se han estancado a medida que el tiempo pasa sin que la oposición logre forzar un referendo para destituir a Maduro antes de fin de año”.
En efecto, el tiempo pasó y el referendo contra Maduro nunca se llevó a cabo. Pero “negociar” le permitió al régimen disipar el apasionado descontento en las calles, reforzando así su poder sobre las instituciones.
Desde entonces, la oposición a menudo ha caído en una trampa similar, si no idéntica. En 2017 fracasaron las conversaciones establecidas en la República Dominicana a instancias de José Luis Rodríguez Zapatero, expresidente socialista de España, quien suele actuar en nombre del régimen de Maduro. Por su parte, Noruega organizó conversaciones en 2019 entre el régimen y el “gobierno interino” de Juan Guaidó, a quien Estados Unidos y varias otras democracias reconocieron como presidente legítimo de Venezuela ya que encabezaba la Asamblea Nacional elegida en 2015. Una vez más, negociar no le sirvió en nada a la oposición. Como escribió The Economist recientemente, Guaidó “se exilió en 2023 y ahora vive en relativa anonimidad en la Florida”.
En 2021, Noruega continuó “asistiendo a las partes en Venezuela en la búsqueda de una solución al conflicto del país”, como afirma la página web del Ministerio de Asuntos Exteriores. Un “Memorando de Entendimiento” declaró a Noruega como facilitador de las nuevas negociaciones, con los Países Bajos y Rusia como países acompañantes y México como nación anfitriona. Tras un lanzamiento muy publicitado, numerosas rondas, cuantiosos foros, una suspensión de las negociaciones, una reanudación de las charlas en Barbados en lugar de México, y otros “hitos importantes”, se alcanzó un acuerdo en octubre de 2023. En aquel momento, un observador escribió:
“El gobierno de Venezuela y la oposición han alcanzado un acuerdo que sienta las bases para unas elecciones presidenciales competitivas en 2024 (….). (Las partes) acordaron el 17 de octubre nivelar el campo de juego a través de reformas electorales de cara a los comicios de 2024. El acuerdo marca la vuelta a la senda de las negociaciones formales entre las partes y crea la esperanza de que las próximas elecciones puedan ser realmente competitivas…”
Estados Unidos no participó en el acuerdo, pero el Departamento de Estado celebró su anuncio, asegurando que era un “paso concreto hacia la resolución de la crisis política, económica y humanitaria de Venezuela”. Al mismo tiempo, la Oficina de Control de Activos Extranjeros del Departamento del Tesoro relajó una serie de sanciones contra el régimen de Maduro efectuadas durante la era de Trump.
Hoy sabemos, por supuesto, lo nivelado que resultó ser el campo de juego en las elecciones del 28 de julio, pues el régimen no sólo prohibió la candidatura de Machado, sino también la de su candidata de reemplazo inicial, Corina Yoris, una académica octogenaria. Pese a ello, semanas atrás, cuando el presidente electo Edmundo González aún se escondía de las fuerzas del régimen en Caracas, María Angela Holguín, ex canciller de Colombia, pedía, como otros expertos, “un proceso de negociación creíble y realista con el acompañamiento de países garantes”.
En la práctica, negociar con Maduro trastoca la máxima de Otto von Bismarck, quien decía que a un caballero hay que tratarlo con especial cortesía, y al pirata con el doble de beligerancia. Más bien es como encontrarse con un corsario asesino en alta mar, con un puñal entre los dientes y decidido a degollar a quien pase por delante, sólo para invitarle amablemente a bordo y ofrecerle un cálido brindis.
7. Dividir a la oposición
Al hacer que sus rivales inicien negociaciones larguísimas e inútiles, Maduro obtiene la ventaja adicional de dividir a la oposición. Los medios de comunicación globales destacan entonces la división entre los moderados –es decir, los que muerden el anzuelo de Maduro— y los llamados radicales de línea dura.
La división le permite al régimen cubrir su usurpación con un delgadísimo velo de legitimidad. Por ejemplo, en 2017, cuando Maduro creó una Asamblea Nacional Constituyente para dejar obsoleta a la legítima Asamblea Nacional, controlada por la oposición, cuatro gobernadores opositores procedieron a reconocer el nuevo órgano fraudulento. Otros líderes opositores se negaron a hacerlo, pero aun así negociaron con el régimen en República Dominicana, brindándole también credibilidad.
Por el contrario, la mayor virtud política de Machado –y la razón por la cual se convirtió en la líder indiscutible de la oposición hace algunos años— ha sido su postura de “línea dura” (o, más bien, realista) frente a las negociaciones con Maduro. Correctamente, ella considera cualquier “conversación” con el régimen como una mera táctica dilatoria, mediante la cual Maduro causa demoras y retrasos mientras engaña a la oposición, ganando así tiempo para perpetuar su tiranía.
En las últimas semanas, el régimen ha actuado según el guion, asegurando que el exilio español de González demuestra que la oposición está dividida de nuevo. Diosdado Cabello, el principal secuaz de Maduro, afirmó que González no le dijo a nadie de la oposición que su partida era inminente, como si hubiera sido una traición al liderazgo de Machado. González luego aclaró que había sido forzado a marcharse repentinamente. Pero la oposición debe esperar nuevos intentos del régimen de Maduro para desacreditar y dividir a su actual liderazgo.
¿Qué opciones quedan?
Es evidente que el modelo cubano no permitirá que el régimen de Maduro caiga a través de protestas pacíficas o de rebeliones internas. La oposición política seria está prohibida, y negociar con el régimen es un callejón sin salida. Maduro cuenta con suficiente apoyo en el exterior –incluso de democracias nominales de la región— para resistir la presión diplomática de las repúblicas liberales, la cual es simbólica en el mejor de los casos. La conclusión debe ser que sólo la fuerza de las armas puede derrocar al régimen. Pero la esperanza de un deus ex machina en forma de una intervención militar estadounidense –como la Operación Causa Justa contra el dictador panameño Manuel Noriega en 1989-1990— no es remota, si no fantasiosa.
Durante su mandato, la política exterior de Donald Trump fue no-intervencionista, una reacción a las debacles de Irak y Afganistán. También es dudoso que Trump vaya a comenzar una potencial segunda presidencia enviando a los Marines a Caracas. Tampoco es probable que Joe Biden o Kamala Harris lo hagan. No hay apoyo popular para una intervención militar en Venezuela. La idea es inviable políticamente.
Más allá de la política, no hay razón alguna para que los militares estadounidenses arriesguen sus vidas por el bien de la democracia venezolana. Tampoco debe el contribuyente estadounidense pagar la factura. Venezuela no representa una amenaza militar inminente para Estados Unidos. Tampoco hay que darle credibilidad a la descabellada teoría de Maduro acerca de un supuesto complot estadounidense en su contra, un intento desesperado de generar simpatías nacionalistas.
¿Qué opciones le quedan entonces a la oposición venezolana?
En un reciente editorial sobre Venezuela, The Washington Post mencionó “la imperiosa necesidad de un nuevo pensamiento sobre cómo luchar contra la dictadura en el mundo, la cual está haciendo metástasis y expandiéndose en todas las formas”. Dado que las cumbres, los comunicados de prensa y las sanciones han demostrado ser ineficaces, el diario añadía que “es hora de empezar a buscar respuestas mejores –y más eficaces— : un nuevo manual para la democracia”.
Esto es correcto. En Venezuela, un nuevo manual debe empezar por mirar a la historia –en especial la historia de la propia independencia del país— para encontrar una forma comprobada de restaurar una república democrática.