La libertad no es un privilegio otorgado ni una concesión negociable: es un derecho originario e inalienable de los pueblos. Ejercerla, incluso en contextos de adversidad extrema, constituye la forma más legítima de dignidad colectiva. En nuestro caso, como venezolanos, dicho derecho ha sido vulnerado sistemáticamente mediante mecanismos institucionales que simulan legalidad, pero consagran la usurpación del poder. La jornada del 28 de julio constituye un nuevo episodio —flagrantemente documentado— de esta deriva autoritaria. No se trata ya de conjeturas ni de denuncias sin fundamento: existen actas, cifras, testimonios y anomalías verificables que revelan una estructura de fraude electoral meticulosamente organizada. Frente a esta evidencia, los silencios diplomáticos y los tecnicismos jurídicos devienen en cómplices funcionales de una tragedia nacional.
Por: Luis Manuel Marcano / Universidad SEK / El Nacional
La presentación de estas pruebas ante instancias multilaterales como la Organización de Estados Americanos (OEA) demuestra que los instrumentos formales de verificación han sido activados. Allí constan actas electorales adulteradas, informes sobre censura sistemática, inhabilitaciones arbitrarias, represión política y restricciones al sufragio. Sin embargo, el organismo no ha logrado emitir una condena unánime. Este estancamiento no responde a la falta de pruebas, sino a la persistencia de alianzas geopolíticas construidas al margen de los principios democráticos. El respaldo de ciertos Estados al régimen venezolano, especialmente del Caribe, se explica menos por convicciones ideológicas que por una red de intereses tejidos a través de favores energéticos, lealtades diplomáticas y mecanismos de presión económica.
A pesar de este apoyo residual, el régimen de Nicolás Maduro se encuentra en una situación de aislamiento creciente. Su legitimidad ha sido erosionada tanto por la evidencia empírica de su carácter autoritario como por el rechazo explícito de la mayoría de los sistemas democráticos del hemisferio. La represión documentada por organismos internacionales, como el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, no deja lugar a dudas: torturas, desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias y ejecuciones extrajudiciales forman parte de una política sistemática de represión. No se trata de excesos aislados, sino de una arquitectura de poder fundada en la anulación de libertades fundamentales.
El derecho internacional no carece de herramientas para actuar ante estos escenarios. El principio de la responsabilidad de proteger —adoptado por consenso en el seno de Naciones Unidas— obliga a la comunidad internacional a intervenir cuando un Estado no garantiza la seguridad y dignidad de su población. Existen precedentes de acciones multilaterales en defensa de los derechos humanos cuando estos han sido violados de forma sistemática. La soberanía, en este marco, no puede invocarse como excusa para blindar crímenes de Estado. La protección de los derechos fundamentales no constituye una cuestión doméstica, sino un imperativo ético y jurídico de alcance universal.
Nuestra nación posee el derecho —jurídico, histórico y moral— de recuperar su libertad. La prolongada ausencia de garantías constitucionales, el colapso institucional del sistema de justicia y la captura total del aparato electoral por parte del Ejecutivo, constituyen causas suficientes para exigir la activación de mecanismos internacionales de presión y respuesta. No se trata de invocar la violación de las normas internacionales, sino de promover acciones legítimas, coordinadas y proporcionales en defensa de la democracia, que en última instancia se expresa en los hogares y en la vida de la gente decente.
La experiencia histórica ofrece precedentes que no deben ser ignorados. El desembarco en Normandía, el 6 de junio de 1944, no fue solamente un acto militar: fue una afirmación civilizatoria de que la libertad no puede ceder ante la tiranía. Aquel sacrificio colectivo se convirtió en un símbolo perdurable de resistencia ante el totalitarismo. Hoy, con la misma claridad moral de entonces, y por los medios que la justicia y la conciencia reclamen, corresponde a los venezolanos —y a los actores internacionales con responsabilidad histórica— sostener y defender los valores allí consagrados: la dignidad humana, el Estado de derecho y el rechazo firme al autoritarismo.
Aceptar elecciones fraudulentas bajo censura, represión y miedo es aceptar que la voluntad popular puede ser sustituida por la violencia institucional. Es legitimar un régimen que ha demostrado ser incompatible con los principios mínimos de democracia. No es esto un problema exclusivo de Venezuela; es una advertencia para todos los pueblos que aún creen en la legalidad como salvaguarda frente al poder arbitrario. Si no hay consecuencias para quien destruye el orden constitucional, se envía un mensaje devastador: que la fuerza puede sustituir al derecho, que el crimen puede vestirse de legalidad y que la impunidad es posible cuando se cuenta con los aliados adecuados.
En este contexto, la comunidad internacional está llamada no solo a pronunciarse, sino a actuar. No se trata de caridad ni de paternalismo. Se trata de defender los fundamentos de un orden internacional que se pretende civilizado. Venezuela no requiere discursos vacíos ni promesas abstractas; necesita acciones concretas. Y si estas no llegan, corresponderá a los ciudadanos —dentro y fuera del país— asumir la responsabilidad histórica de sostener la lucha democrática, por difícil que sea, por aislada que parezca.
Venezuela no está sola mientras su pueblo mantenga la memoria, el sentido de justicia y el anhelo de libertad. Es a esa conciencia histórica a la que debemos fidelidad. A los que nos precedieron en la lucha, a nuestros hijos que merecen otra patria, y a todos los que han pagado con su vida el precio de un país secuestrado. La causa venezolana no exige compasión, exige coherencia y firmeza. No estamos ante una anomalía electoral: estamos ante la negación misma del contrato social. Y en ese escenario, la pasividad se transforma en complicidad.
El ejemplo de Normandía no fue la excepción: fue la regla de lo que debe hacerse cuando el mal se institucionaliza. Hoy, nuestra batalla no transcurre en playas extranjeras, sino en trincheras ciudadanas, en la firmeza de la denuncia, en la defensa jurídica, en la verdad que gritan las actas. Esa es nuestra lucha. Esa es nuestra responsabilidad. Y aunque el mundo no lo comprenda aún, Venezuela volverá a ser libre. No por azar ni por milagro, sino por la convicción imbatible de un pueblo que se niega a rendirse.
Luis Manuel Marcano Salazar es Director de Investigación y postgrado de la Universidad SEK-Chile. Doctor en Historia (UCAB) licenciado en historia, abogado, periodista CNP: 23.731