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Élites fugitivas en un país hecho escombros: Venezuela

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La Revolución Bolivariana ha dado lugar a una reconfiguración de las elites en el país y a la emergencia de una nueva «burguesía bolivariana». Como en la novela de Francisco Herrera Luque, Los amos del valle, el país se parece más a una nación de feudos, hoy asociados a oscuros negocios bajo el ala del Estado, que en Venezuela rima con petróleo.

Por: Florantonia Singer – Nueva Sociedad

¿Quién manda hoy en Venezuela? La pregunta puede tornarse en un chiste cruel. La respuesta es una madeja de la que todavía no se ha encontrado punta. Venezuela, ese país al norte de Sudamérica, de clima formidable y grandes riquezas que describían en las clases de geografía de la escuela, atraviesa la que podría ser su mayor crisis contemporánea. Con los harapos de la democracia, en las últimas dos décadas se consolidó en el país un modelo autoritario, que ha desterrado la propiedad básica de la vida en democracia que es la alternabilidad del poder, esa que también hace pendular a las elites. Hoy varios grupos se enfrentan, hacen movimientos en el tablero, pero se unen en la repartición de privilegios y cuotas para mantener el modelo, incluso con elecciones fabricadas a la medida. La Revolución Bolivariana, a la vuelta de 20 años, logró arrinconar a algunas elites y sustituirlas por otras. Los enroques de todo truco de refundación que, en el caso venezolano, han significado la quiebra del país con las más grandes reservas probadas de petróleo, justamente en la antesala del fin de la era de los combustibles fósiles. En ese terreno emergió una clase que concentra riqueza y poder fáctico, pero para la que aún el apelativo de elite se hace difuso.

Durante los primeros años de la década de los 2000, Venezuela registró su pico histórico en ingresos por venta de petróleo. Hugo Chávez comenzó su gobierno en 1999 con la buena estrella del mercado energético internacional. La cesta petrolera, que se promediaba en 16 dólares por barril, se duplicó en un lustro y no paró allí. En unos 88 dólares rondaba el barril a comienzos de 2008 y dio un salto a 146 dólares. Vivió una fugaz caída en 2009 por la crisis financiera mundial, para luego repuntar a partir de 2010 y llegar hasta los 103 dólares por barril que pudo acariciar el comandante en sus últimos años de vida –y gobierno–, antes de fallecer de cáncer en 2013, sin imaginar –o quizás sí– que la gasolina que regaló por años y los barriles con los que levantó su fortaleza geopolítica en la región iban a hacer falta luego.

Pero con ese caudal de ingresos y todavía algo de arrastre popular, el líder populista logró algo más importante para su consolidación. Chávez torció la Constitución que promovió en 1999 para asegurar su permanencia. La enmienda constitucional de 2009, que permitió la reelección indefinida en todos los cargos de elección popular, aniquiló la alternabilidad. Este zarpazo, que se concretó meses después de que el país rechazara en un referéndum la reforma de la Carta Magna que contenía esta y otras ambiciones, con aplausos de las izquierdas de la región y sin levantar ninguna sospecha en las democracias vecinas, es el alimento de la actual debacle institucional.

Venezuela es un país en bancarrota con una producción petrolera similar a la de principios del siglo xx, cuando comenzó a salir por borbotones la brea en Mene Grande, en la costa oriental del Lago de Maracaibo, en el estado de Zulia. Es también un país que ha perdido su democracia. Dos resultados de una ecuación que explica a las elites que ahora traccionan el poder.

Cerca de un billón de dólares ingresó a Venezuela entre 1999 y 2014, el año en que el país comenzó su caída libre y el desaguadero de migrantes. Ya son seis millones de venezolanos los que se han ido porque no hay cómo sobrevivir en un territorio donde comenzaron a instalarse agencias humanitarias, esa agria señal de que ha ocurrido un desastre. ¿Cómo se repartió ese enorme botín? Otra respuesta con varios caminos. El chavismo se divide en dos vertientes para explicar el rol de las clases dirigentes y la conducción económica del país. La dura, la más radical, la cubana, es en la que creía Chávez, que dio lugar a la expropiación de tierras, edificios, supermercados, joyerías, empresas de todo tipo con la bandera de la propiedad pública y social.—¿Qué es eso que está ahí? —preguntó Chávez una vez mientras caminaba por el centro de Caracas con sus cámaras de televisión. Tras una respuesta tímida dio la orden. —¡Exprópiese!

Con su uniforme militar, Chávez decía en tono de predicador que ser rico era malo. Con esa idea hizo que el Estado se hiciera cargo de todo, o más bien que se apropiara de todo. Es lo que sociólogos como Luis Pedro España llaman el «socialismo petrolero» –con su alias de «socialismo del siglo xxi»–, en el que los grupos económicos podían ser suplantables porque el Estado-gobierno-partido era, o pretendía ser, la única cadena de transmisión entre el ingreso y los ciudadanos. Es el modelo que hoy ha hecho aguas.

La segunda vertiente que también soporta al chavismo dibuja a la llamada «boliburguesía», que apostaba por controles moderados que permitieran a una clase vinculada a los contratos estatales acumular capitales, a la usanza de los anteriores gobiernos, pero con niveles de descontrol que le han labrado un hito en la historia de la corrupción venezolana. Esta burguesía estuvo a la sombra durante los años de economía centralizada, control de precios y prohibición del uso libre de divisas. Estuvo engordando en ese engranaje de restricciones y ahora muestra sus carnes.

Lo que nació del colapso

Numerosos relatos visten a la nueva clase venezolana que ha crecido bajo el chavismo en varias etapas. Una propina de 100.000 euros empeñada en 2009 a un trabajador de un hotel de París por un familiar de quien por una década fue presidente de Petróleos de Venezuela (pdvsa), Rafael Ramírez, ha sido el hilo que han jalado la justicia de Andorra, Estados Unidos, Suiza y Lichtenstein para hacer acusaciones contra funcionarios venezolanos. El tamaño de la «propina», sin duda, es directamente proporcional al desfalco. Este se ha convertido en uno de los mayores escándalos de corrupción que el periodismo de investigación en todo el mundo se ha dedicado a desollar. Un hallazgo de esta trama también encandila: dos ex-ministros y el primo de Ramírez lavaron cinco millones de dólares a través de una joyería de lujo en Caracas mediante la compra de 250 relojes de las marcas Rolex (de oro y acero), Cartier, Chopard y Breguet1. Unos pocos de los involucrados están siendo juzgados en Madrid. Pero Ramírez, el gran patriarca de la petrolera, que salió en la purga que vivió el chavismo luego de la muerte de Chávez, ahora es opositor a Nicolás Maduro, vive en Italia y se esconde de la justicia. Otra postal de las formas de esta nueva clase está en el alquiler de un piso en la calle Lagasta 99, de Madrid, por 16.000 euros al mes, con vecinos multimillonarios de Latinoamérica. Es propiedad de una pareja de venezolanos vinculada a contratos de construcción con el gobierno que hoy vive en Miami.

«Hay nuevos empresarios y hombres de negocios que gravitan en torno del chavismo que están pasando a ser dueños de lo que queda en Venezuela. Está muy claro que están reconfigurándose unas nuevas elites y definiendo patrones de consumo», dice el historiador Tomás Straka, para quien los tiempos de hoy figuran como una especie de neogomecismo. A principios del siglo xx, el general Juan Vicente Gómez gobernó por casi 30 años, el tiempo en que se inauguró el festín de la era petrolera venezolana. «El chavismo vivió un boom petrolero como el del gomecismo. Cuando los gomecistas tenían 10 años en el poder todos compraban caballos de paso y pianolas y mandaban a sus hijos a estudiar francés», dice comparando con las camionetas, apartamentos de lujo y otras extravagancias que pueden costearse algunas elites.

Caracas, donde se concentra la mayor riqueza y la precariedad de los servicios es más llevadera, parece hoy un parque temático de la abundancia. A mediados de agosto, las redes sociales se encendieron con la foto de una Ferrari roja con un lazo de regalo estacionada frente a una clínica privada. Se trataba de un push gift, lo que –según Google– refiere a esa tradición estadounidense de premiar a las madres por pujar un bebé. Nadie supo la identidad de los padres ni del recién nacido. Pero la escena, que no es casual sino que forma parte de los nuevos excesos cotidianos, sirvió para alimentar las ilusiones ópticas sobre que el país dejó atrás los años más duros de su crisis económica. «Venezuela se arregló» es una frase que se repite ahora con frecuencia, pero que rápidamente se ha vuelto un meme.La selva de torres empresariales de espejos y luces en que se ha convertido Las Mercedes también podría engañar a quienes se quedaron atrapados en los tiempos de hacer filas en los automercados y morir por no tener un medicamento, el momento del colapso del socialismo bolivariano. La vieja urbanización, con su pasado de hacienda, vive un arrase constructivo. Aunque la zona conserva su vocación de vida nocturna, enclave de restaurantes, discotecas y ahora casinos, los ejecutivos que deberían salir de esas torres para una cerveza después de la jornada no existen. En una decena de manzanas solo hay demoliciones o torres vacías. Un cascarón. Después de años de subsidios a la gasolina y los servicios públicos, de importaciones financiadas con petrodólares en operaciones ficticias o sobrefacturadas, Maduro se quedó sin dinero para soportar el gasto público, incluso luego de rebañar las reservas internacionales, reducidas al mínimo histórico en 2020. Las sanciones sectoriales de eeuu contra el mandatario venezolano, señalado por Washington por actos de corrupción y violaciones de derechos humanos, acusaciones sostenidas por una torre de informes de organismos internacionales, complicaron su liquidez y lo han empujado a hacer reformas. Contrario a lo que la narrativa oficial considera un bloqueo comparable al de Cuba, el acicate de las sanciones, por vía indirecta, favoreció la liberalización de la economía y sirvió de paño caliente para calmar la escasez de alimentos y medicinas entre quienes pueden pagarlos.

La dolarización de facto, empujada por la hiperinflación, y la obligada liberalización de los controles han tenido su efecto. Un sector privado contra las cuerdas, sobreviviente del desastre, está dando señales de vida. Pero también se le ha abierto cancha a una economía sumergida que aporta 20% del pib –según firmas como Econanalítica– y reduce de alguna manera la tensión social, luego de los peores años de la crisis. Las sanciones internacionales contra Maduro han potenciado esta zona gris que opera en distintos ámbitos: desde valerse de barcos fantasma para vender petróleo fuera del radar de eeuu hasta abrir en tiempo récord decenas de supermercados o concesionarios con coches de lujo. En esas transacciones, una parte de los dólares permea aguas abajo de quienes controlan los hilos, aunque aumentando las desigualdades. Con un Estado colapsado por la estatización, el chavismo también empezó recientemente a privatizar todo lo que acaparó con apoyo de esos empresarios que le orbitan, que se saben mover en el terreno de la opacidad y la fragilidad institucional y jurídica. «Ha sido una apertura hecha a los trancazos, que es el verdadero capitalismo salvaje», dice el sociólogo España. Pero esta nueva economía surgida del fin del socialismo del siglo xxi, advierte el investigador, tiene techo bajo. «Estas nuevas elites solo consumen, no generan empleo ni conocimiento, y poco permean al resto del país. Estamos hablando de bodegueros».

La ola de recuperación económica de la que el gobierno se apropia es precisamente esa, la de los llamados bodegones, una versión de restaurantes con tiendas de ultramarinos que trajo la conquista de las importaciones libres de aranceles para una elite que ha acumulado suficiente dinero como para invertirlo en la subterránea economía venezolana, incluso sacando provecho de la moneda nacional, evaporada tras cuatro años en hiperinflación. Es la «Venezuela emprendedora y productiva» que se replica como un virus y de la que Nicolás Maduro se ufanaba a principios de octubre mientras recorría una feria de food trucks y recomendaba freír las papas con aceite de trufa. Lo que también algunos analistas llaman con sorna la «pax bodegónica», que ha llevado a muchos venezolanos, como indican sondeos de opinión recientes, a desprenderse del dilema sobre el cambio político, la salida de Maduro o el regreso a la democracia que daba contenido a la narrativa de la oposición hace unos años, y a preferir, quizás, el surgimiento de una Singapur en el Caribe. Luis Pedro España tiene años estudiando la pobreza en Venezuela. Es parte del grupo de investigación que hace cinco años comenzó la Encuesta de Condiciones de Vida, el único diagnóstico estadístico consecuente sobre cómo se vive en un país cuyo gobierno oculta sus cifras. Sobre la base de esos datos, España dice que la desigualdad al año 2021 no tiene precedentes en la historia moderna del país. «El expediente de este nuevo modelo económico es una desigualdad como nunca habíamos tenido», añade. Al dividir el país en deciles de ingresos, el decil más rico puede ser 15 veces más rico que el que le sigue. En ese decil más rico a la cabeza de la cadena trófica, señala España, están 1,7 millones de los 28 millones de venezolanos. Unos 600.000 estarían en Caracas, alimentando la reducida economía de importación de productos de automercado, electrodomésticos y artículos de lujo, con poca capacidad de generar ingresos reales y valor al país. Con respecto al más pobre, donde se agrupa una espesa masa en la que viven personas con menos de dos dólares al día, hay un abismo. España matiza el cálculo con maña estadística, para subrayar que, pese a las evidentes contradicciones sociales, el problema venezolano actual no es la desigualdad sino la contracción. «Si dividimos el ingreso de todo el país entre los habitantes, todos somos pobres extremos».

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