Publicado en 14ymedio, aclarando que el autor, que pide anonimato por seguridad, vivió en carne propia una detención violenta el 11J
El 11J fue tan espontáneo, popular y genuino que da risa, o lástima, ver cómo desde el oficialismo se intenta vender la idea de un grupúsculo pagado por agencias federales de Estados Unidos.
Ese día me encontraba muy cerca de la sede del Movimiento San Isidro, en La Habana Vieja. De pronto me llaman y me dicen que sobre las 2:30 se va a realizar una manifestación en el Malecón. Era difícil de creer. En Cuba esas cosas no pasaban, aunque ya había visto las imágenes de San Antonio de los Baños, en Artemisa, en estado de ingobernabilidad y dando muestras de una protesta masiva y auténtica.
Aun así, en la capital esas situaciones eran más difíciles. Todavía teníamos frescas las derrotas del 27 de noviembre de 2020 y del 27 de enero de 2021 frente al Ministerio de Cultura. Ambas pudieron ser oportunidades para haber puesto en jaque al sistema, pero no desembocaron más que en golpizas, discursos triunfalistas, justificaciones para el corte de internet y teléfonos destruidos.
Voy pensando en eso cuando llego a 23 y M, justo frente a la entrada del ICRT [Instituto Cubano de Radio y Televisión]. Un grupo de jóvenes se encuentra protestando y pidiendo un tiempo frente a los micrófonos o las cámaras de la televisión nacional. Frente a ellos, una pequeña representación de trabajadores corea consignas progubernamentales.
A medida que pasan los minutos, este grupo va aumentando con individuos que llegan con banderas cubanas en varios ómnibus, hasta convertirse en una turba que, enardecida y ya con la confianza de ser mayoría, cerca a los jóvenes protestantes y no les permite marcharse hasta que, de una manera fantasmal, aparece un camión y, con una violencia injustificada, comienzan a empujar a los muchachos hacia él.
Fue la primera escena de disturbios que vi en la tarde del 11 de julio en La Habana. Los muchachos gritaban «Cuba es de todos» desde lo alto del camión y los acompañaba una curiosa manifestación de personas por toda la avenida 23, de M a I. Yo, en estado de shock, planeaba dirigirme al Malecón, donde me decían que estaba concentrada la mayor cantidad de personas.
De camino hacia ese lugar, coincido con una amiga que me cuenta que a las 4:00 pm el Presidente va a hablar en Televisión Nacional. Es el tristemente célebre discurso donde llama a los revolucionarios a tomar las calles y a no entregar la Revolución. En esa intervención, Díaz-Canel dio, con sus palabras finales, la orden de combate, que hacía temer una eventual guerra civil.
El ómnibus que nos lleva hacia La Habana Vieja está cargado de un aura de excitación nunca antes vista. En ese ambiente, de pronto se levanta una muchacha y comienza a gritar consignas antigubernamentales, a aplaudir, a exigir libertad y a recitar los versos de Bonifacio Byrne en Mi Bandera. La guagua se convierte, por segundos, en el lugar más libre de Cuba, donde todos y cada uno sonríen felices al poder decir lo que hace tantos años tenían atragantado.
Bajamos muy cerca del hotel Deauville, epicentro de las protestas de 1994, caminamos gritando consignas y diciendo a los vecinos que salgan de sus casas, hasta que llegamos al Parque de La Fraternidad, a un costado del Capitolio.
En ese tramo muchas personas se nos van uniendo, jóvenes, ancianos y niños. En chancletas, sin camisas, acabados de despertar o salidos de trabajar esa tarde. Todos, ansiosos de libertad. Frente al teatro América, una manifestación organizada por el Gobierno, bien escoltada por carros policías, jeeps militares y agentes apostados en las esquinas de Neptuno y Galiano, se pasea sin generar otra cosa más que curiosidad y risa. Fue una muestra más de que tenemos un sistema lastimosamente ridículo y pantomímico.
La vista que ofrecía la explanada frente al Capitolio era indescriptible: alrededor de 1.500 personas, tal vez 2.000, coreaban la palabra libertad. El título de la canción Patria y Vida, convertido en lema, era un rugido abrumador. «Que se vaya Canel», «renuncia» y «Díaz-Canel, singao» se escuchaban por todo el lugar.
Ya había tenido noticias de que Camagüey, Ciego de Ávila, Palma Soriano, Santiago de Cuba, Matanzas y otros municipios de Cuba estaban en pie, enfrentados a la Policía y demostrando que la libertad, por mucho que un sistema lo ignore, es lo más grande que existe. Estaba frente a un escenario inenarrable, increíble: miles de personas en Cuba se habían lanzado a las calles a exigir al Gobierno lo que hace tiempo eran insatisfacciones.
No por gusto desde hacía dos días la campaña #SOSCuba había logrado ser tendencia en Twitter, y no solo por el llamado de la influyente Mia Khalifa.
Corriendo hacia un camión policial estoy cuando, de pronto, me siento apretado como por mil manos que me paralizan. Me gritan, me tiran al piso y me golpean en la rodilla. La gente a mi alrededor intenta separarlos de mí, pero les es imposible y sólo filman, documentan semejante atrocidad y los improperan.
En lo que se me está deteniendo, una mano me aprieta la garganta y me dice «negro de mierda, vuelves a gritar y te zafo el guargüero». La mano es de un muchacho de no más de 20 años, tal vez menos, que destila un odio indescriptible por sus ojos. No es un odio legítimo ni personal contra mí: es el odio inoculado por un sistema hacia toda persona que piense de manera diferente. Así, en semiinconsciencia, le deseo la paz y me resigno al arresto.
La patrulla en la que me montan va a unos 120 kilómetros por hora y me deja en la puerta de la estación de Zanja, donde accedo por la entrada de la calle Escobar. Fuera del edificio hay un grupo de personas prestando apoyo moral a todos los que poco a poco vamos entrando sin saber cuándo saldremos.
Le pido al oficial que me diga bajo qué delito me detiene, que si puedo apelar al recurso de habeas corpus o llamar a un abogado. Todo esto es parte del protocolo de detención explicado en la Constitución y por el locutor y miembro del Comité Central del PCC (Partido Comunista de Cuba) Humberto López en el programa Hacemos Cuba. Sabiendo de antemano que es imposible acceder a todo esto, lo hago para en el futuro poder afirmar con toda convicción que mi detención es arbitraria y viola lo estipulado en las leyes vigentes.
Soy despojado de mis pertenencias y arrojado a una celda de unos ocho por seis metros donde hay unas 150 personas. Son las 5:35 pm.
Lo vivido en ese lugar hasta el momento de mi liberación es señal inequívoca de que vivimos en un Estado que no solo viola algunos principios de los derechos humanos, de carácter universal, sino que viola su propio sistema jurídico, y que la intolerancia hacia quien disiente es mayor que a cualquier otro delito.
En aquella celda infecta, el aire es irrespirable y el calor asfixiante. En un intento por sobrevivir me acerco a los barrotes y allí me quedo, implorando un poco de agua a todos los oficiales que pasan por allí. Recibo el primer vaso tres horas después.
Es curioso cómo en esa celda jamás se tomó en cuenta la situación epidemiológica que atravesaba el país. Al contrario, parecía que nos instaran a contraer el covid-19 y morir. Mientras cada mañana el doctor Francisco Durán recomendaba una serie de medidas, entre las que estaban evitar el hacinamiento y mantener el distanciamiento social, el Gobierno encerraba a cientos de personas en celdas sin condiciones con el simple objetivo de demostrar poder.
Allí todos estábamos por la misma razón. No había una sola persona que hubiese entrado por otro motivo. Algunos por estar directamente en la protesta, otros por apoyarla con aplausos desde afuera y los menos por curiosear. Incluso había un hombre retenido por darle un pomo de agua a un grupo de manifestantes. Tal vez ignorando eso, la Policía de la estación se estrelló ante la integridad y la hermandad que se formó en segundos en ese espacio lleno de hombres deseosos de libertad. La entrada de un nuevo detenido (cosa que sucedía a cada rato) era un momento donde se aplaudía y se gritaba libertad, tal vez con mayor sentido que fuera, en la calle.
Había personas de todas las edades, incluso tres menores, y también una pareja de italianos y un belga. Todos contaban cómo llegaron allí, y en todas las historias había una palabra en común: violencia.
Recuerdo la entrada de varios detenidos asidos por el cuello por oficiales, estrellados contra el piso, pateados, abofeteados y humillados. Dos casos me impactaron especialmente. El primero, un chico delgado, barbudo, que llegó arrastrado por un teniente del doble de su ancho que, justo antes de meterlo a la celda, lo abofeteó hasta sacarle sangre de la nariz. Ese chico se encontraba en tal estado de alienación, que solo miraba hacia los lados y se reía. Me pregunto qué habrá sido de él. El otro fue un muchacho negro, tirado al piso y arrastrado hacia la celda que, en el recorrido, gritaba que él era de la UJC [Unión de Jóvenes Comunistas] y que por favor llamaran al político de la unidad. Lo callaron a piñazo puro.
Sobre las 6:40 me sacan de la celda y me llevan a una oficina rotulada con el cartel «Carpeta 2». Allí me toman los datos, me retiran el carné de identidad y me preguntan las razones de mi detención, razones que ni yo mismo conocía. La entrevista me la hace un oficial del Departamento de la Seguridad del Estado. Este es, igual, un chico joven, de no más de 25 años, con unos penetrantes ojos verdes que, por encima de la mascarilla, no paran de juzgarme.
Tras unos 15 minutos me dice que van a chequear todos los datos y si no tengo problemas anteriores, o sea antecedentes penales, se me dará la libertad en unas horas. Es la primera vez que escucho esa palabra en boca de uno de ellos.
Me llevan a otra celda, de cuatro por un metro y medio. Ahí es donde pienso por primera vez en mi familia. Sé que estarán preocupados porque, conociéndome, deben de haber inferido que iba a integrarme a las protestas. Confío en salir antes de las 9:00 pm, la hora del toque de queda por covid-19 que había impuesto el gobierno provincial. Es donde fumo por primera vez desde que estoy detenido. Silenciosamente, un recién llegado me pasa un cigarrillo que aspiro con ansiedad, preguntándome qué tan intolerante y orgulloso podía ser un Gobierno incapaz de entender una protesta pacífica y en su lugar llenar las unidades policiales de gente (ya éramos unos 250 entre las dos celdas, y unos 60 en el pasillo, fuertemente custodiado por oficiales armados). Muchos recién llegados comentaban que habían oído que las estaciones de Zapata y C y Cuba y Chacón estaban también desbordadas. Los cubanos seguían protestando en las calles.
Las horas que quedaron las utilicé para memorizar cada momento, cada acción y cada persona que podía figurar en este texto. El protagonismo se lo llevó, sin dudas, el oficial que dirigía ese día la guardia de las celdas. Era lo que en Cuba llamamos jabao, de un metro cincuenta, quemado por el sol y fortalecido por sesiones constantes de entrenamiento. Un hombre brutalizado, semiprimitivo, cegado por el poder momentáneo que le da el uniforme azul y la pistola que cuelga en su zambrán (cartuchera). Con una risa torcida, se acercaba y nos decía que no íbamos a salir de ahí para contarlo. Fue quien, cuando en la celda vecina comenzaron a cantar el himno nacional y exigir la renuncia del presidente, retiró el agua y sacó a unos cuantos, los golpeó frente a todos y los mandó al calabozo.
El calabozo, un lugar que no tuve el placer de conocer, por ventura, estaba después de la celda de las mujeres. Éstas, aunque en mucho menor número que los hombres, tal vez unas quince, llegaban detenidas tanto por oficiales femeninas como masculinos. Con las ventajas que su sexo ofrecía en ese momento, ofendían directamente a los que las llevaban lo mismo hacia el final de un pasillo lateral del que nunca pude descifrar su fin o que las dejaban, separadas de sus compañeros, en el espacio exterior de las celdas, al final de mi estancia, lo ocupaban casi 70 personas.
Luego de horas escuchando gritos, quejas, aplausos, ofensas, consignas (sobre todo «patria y vida») y la letra del himno nacional (que habrá sido cantado unas 11 veces), abren mi celda y dicen mi nombre. Son las 11:20 pm.
El oficial, este señor con salvajes movimientos y actitud ciclópea, me entrega el carné de identidad y mis pertenencias y pronuncia las únicas palabras que sonaron extrañamente amables en su boca: «pírate, chama». No me hicieron firmar papel alguno, ni las famosas multas por propagación de epidemia y desorden público que deducíamos en las celdas que nos iban a poner. Supongo que, cuantos menos registros de detenidos, mucho más fácil demostrar que en las protestas había «cuatro gatos».
En la calle me percaté de que el cinto lo tenía roto, igual que la camiseta. Que me habían desaparecido la mascarilla (utilicé la que me regaló un compañero de celda) y que el sudor y el mal olor me inundaban. Me percaté de la suciedad de mis zapatos y de mi bolso, del dolor de mi rodilla (que resultó ser un esguince provocado por la golpiza de mi detención) y de los casi siete kilómetros que tenía que caminar hasta la casa.
El último recuerdo que me llevaba era el sonido de los teléfonos sonando en el cuarto de retén de las pertenencias, frente a la celda. Nunca dejaron de sonar en todo el tiempo que estuve allí y creo que será un recuerdo que tendré en el cerebro toda la vida. Sonaban a desesperación. Desesperación de amigos y familiares.
El trayecto lo hice en aproximadamente una hora y quince minutos. A lo largo del camino sólo vi patrullas policiales. Sin embargo, el escenario que me tenía preparado la calzada de 10 de Octubre, de Cristina a Jesús del Monte, fue algo increíble. Piedras, cristales y botellas rotas, tiendas desbaratadas y saqueadas. La esquina de Toyo fue, evidentemente, el centro de la lucha aquel domingo de San Abundio.
Al llegar a mi casa mis padres me esperaban con la expresión de aquellas familias que en el batistato buscaban a sus hijos entre los muertos de una refriega policial. No hubo palabras, ni lágrimas ni abrazos. Fui, cojeando e imposibilitado prácticamente de hablar, directo al baño, procesando todo lo que había vivido en las últimas horas.
Este era el principio del fin. Todos lo sabían. Dijera lo que dijera el presidente en televisión, ya el pueblo había hablado. Las miles de personas que yo había visto gritar «no tenemos miedo», «libertad» y «el pueblo unido jamás será vencido» me lo confirmaban. Las burdas y tramposas estrategias gubernamentales de policías vestidos de civil, ómnibus cargados de trabajadores enviados a los focos insurrectos para ser presentados como el pueblo espontáneo y la absurda responsabilidad echada sobre el Gobierno estadounidense demostraban una desconexión tan grande entre Estado y pueblo que les costará más tarde o más temprano o la Revolución o una guerra civil.