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Trópico Absoluto: Las FAES, un caso de vigilantismo venezolano

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El 14 de julio de 2017, después de casi cuatro meses ininterrumpidos de protestas en todo el país, y 20 días antes de la imposición de la Asamblea Nacional Constituyente, las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) de la Policía Nacional Bolivariana (PNB) fueron activadas públicamente por el propio Presidente de la República:

Por: Keymer Ávila – Trópico Absoluto

“Vamos a proceder a la activación de la Fuerza de Acciones Especiales de la Policía Nacional Bolivariana, una fuerza que viene a sumarse al combate por la seguridad, contra el crimen y contra el terrorismo (…) desde aquí les damos un aplauso a las Fuerzas de Acciones Especiales de la Policía Nacional Bolivariana (…) que tienen el entrenamiento para defender y proteger al pueblo frente al crimen, las bandas criminales y frente a las bandas terroristas alentadas por la derecha criminal, por la derecha terrorista. (…) ¡Activada las Fuerzas de Acciones Especiales de la Policía Nacional Bolivariana!” (Maduro, 2017)

Desde esa fecha las FAES han sido señaladas por diversas organizaciones y actores institucionales de cometer graves violaciones a los derechos humanos (DDHH) en el país. ¿Cómo abordar la complejidad de este fenómeno más allá de una caracterización detallada de los miles de casos fatales en los que se ha visto involucrada esta división? ¿Cuál es el marco de referencia para este análisis?

Marco general y antecedentes

El análisis sobre las FAES se enmarca dentro en los estudios sobre el vigilantismo, los escuadrones de la muerte o grupos de exterminio, fenómenos que no son una novedad en el país y que fueron especialmente notorios entre la década de los 80 y 90 del siglo pasado. En 1986, el caso de Los Pozos de la Muerte estuvo dentro de la agenda mediática luego de la aparición de cinco cadáveres enterrados en una fosa descubierta en las adyacencias de la ciudad de Maracaibo, que, de acuerdo con la investigación -no realizada en primera instancia por los órganos competentes del Estado- involucraba a los funcionarios de la PTJ (Policía Técnica Judicial) local. Nunca se llegó a saber la conclusión de las investigaciones policiales porque la decisión del gobierno nacional y regional de entonces fue mantenerlas en secreto. Pero sin duda, el caso más emblemático de este período fue la masacre de El Amparo en 1988, que había sido precedida por otras masacres, algunas de ellas fueron también responsabilidad del Comando Especial José Antonio Páez (CEJAP), constituido por efectivos del ejército, la DISIP (hoy en día SEBIN) y la PTJ (hoy CICPC) (Ávila, 2019a:35-36).

Asimismo, en los años 90 fueron muy conocidos en el Área Metropolitana de Caracas (AMC) los grupos especiales de la Policía Metropolitana (PM) como el CETA (Comando Especial Táctico de Apoyo), Fénix y los Pantaneros, estos últimos señalados como responsables de las muertes -no esclarecidas- en la parroquia La Vega del año 1993. En esa misma década (entre 1995 y 1996) los Escuadrones de la muerte y El Vengador Anónimo operaban en el estado Zulia. Así se llega al siglo XXI, cuando aparecería el GRIS (Grupo de Respuesta Silenciosa) de Policaracas -que tiene algunos nexos con los grupos de la PM y con las FAES-. En Guárico la BIA (Brigada de Intervención y Apoyo) de la policía estadal también fue denunciada por este tipo prácticas. Durante los primeros lustros del nuevo siglo también se registraron casos de grupos exterminio dentro de las policías en –al menos- ocho estados del país: Portuguesa, Bolívar, Yaracuy, Aragua, Falcón, Miranda y Distrito Capital (CIDH, 2003; COFAVIC, 2005).

Experiencias con las que se podrían hacer líneas de continuidades con casos como el de la Masacre de Cariaco de 2016, donde efectivos de la GNB (Guardia Nacional Bolivariana), adscritos al CONAS (Comando Nacional Antiextorsión y Secuestro), asesinaron a nueve pescadores. Sus familiares denunciaron que empresas areneras les habían solicitado a las autoridades municipales la conformación de grupos de exterminio para liquidar a delincuentes en esa zona (Ávila, 2019a:45).

Estos grupos tampoco son una particularidad nacional, se trata de manifestaciones mucho más extendidas. Para Rosenbaum y Sederberg (1974) el vigilantismo como fenómeno general es aquel que ocurre “cuando los individuos o grupos que se identifican con el orden establecido, defienden ese orden recurriendo a medios que violan los límites formales (…) el vigilantismo es simplemente violencia del establishment. Consiste en actos o amenazas de coacción, de violación de los límites formales de un orden sociopolítico establecido que, sin embargo, los violadores tienen la intención de defender de alguna forma de subversión” (p. 542). Los vigilantes surgen para la preservación del status quo, en momentos de crisis en el que el sistema formal de aplicación de reglas se considera ineficaz o irrelevante (p.556). Están conformados por sectores deseosos de mantener sus posiciones en momentos en los que ven que sus capacidades disminuyen (p. 570). De allí, que uno de los factores que usualmente destaca, cuando surgen estos grupos, es el de la precariedad institucional del Estado (Waldmann, 1995; Cano, 2001)(1), cuya dirigencia se siente amenazada por crisis sociales, políticas, de legitimidad o económicas, en las que la oposición se acrecienta (Huggins, 1991; Campbell, 2002).

El vigilantismo es, esencialmente, un fenómeno conservador. Es básicamente “negativo”, es decir, su objeto esencial es suprimir o incluso erradicar, cualquier amenaza al status quo. A su vez, es desordenado, dificulta tener sobre él expectativas de comportamiento precisas y estables. Tiende a ser disfuncional a largo plazo. En muchos casos buscan instaurar un régimen de terror (Rosenbaum y Sederberg, ibíd.; Huggins, 1991; Cano, 2001).

Rosenbaum y Sederberg distinguen tres grandes propósitos de control en estos grupos: control del crimen, control de grupos sociales y control del régimen político. Estos grupos pueden ser públicos o privados. En todos los casos y variantes, la relación con el Estado y la colaboración de sus fuerzas de seguridad es fundamental, ya sea con su promoción, apoyo y participación activa, o con su aquiescencia y tolerancia (Huggins, 1991; 2010; Waldmann, 1995; Campbell, 2002). La mayoría de los casos son híbridos entre lo oficial y lo no oficial, lo estatal y lo privado, lo público y lo clandestino, lo controlado y lo descontrolado (Waldmann, 1995; Campbell, 2002), “una situación esquizofrénica de afirmación y negación a la vez” (Cano, ibíd.:227).

En ocasiones, se manifiesta como un “vigilantismo oficial”, donde claramente hay una política de acción por parte del Estado y sus prácticas son llevadas a cabo por sus fuerzas regulares: policías o el ejército. En otras, el vigilantismo es practicado por grupos privados, fuerzas irregulares clandestinas (grupos exterminio, escuadrones de la muerte, parapoliciales o paramilitares), que pueden actuar en conjunto, imbricándose, mezclándose, o no, con las fuerzas de seguridad del Estado. Usualmente por las implicaciones en materia de DDHH los Estados suelen optar por la segunda vía, que le presenta mayores ventajas (Rosenbaum y Sederberg, ibíd.; Huggins, 1991; Cano, ibíd.), y subcontratan estos servicios (Campbell y Brenner, 2002; Ratton y Alencar, 2009).

El vigilantismo oficial es el menos común, se da en casos de regímenes más autoritarios, militaristas, aislados de la comunidad internacional o que sienten que tienen una misión ideológica especial (Wolpin, 1994; Rosenbaum y Sederberg, ibíd.), que operan contra presuntos criminales o subversivos (Huggins, 1991).

En el contexto latinoamericano hay que considerar si estos grupos operan bajo conflictos políticos abiertos o en situaciones de relativa normalización política (Cano, ibíd.). Las experiencias del Cono Sur son ejemplos del primer caso, procesos dirigidos y controlados por los militares, cuyos objetivos eran principalmente disidentes políticos. En El Salvador tenía los mismos objetivos, pero en esta experiencia, las labores se llevaron a cabo través de grupos irregulares (Cano, ibíd.; Waldmann, ibíd.). En contraste, en situaciones de relativa normalización política, o en procesos de democratización, los objetivos se dirigen contra los parias sociales, las “clases peligrosas”: los pobres, indigentes, niños de la calle o delincuentes de poca monta. El objetivo no sería ya la disidencia política, sino el común, todo con la excusa de la “lucha contra la delincuencia”. Un ejemplo, es Brasil, aunque en este caso los grupos siempre tienen una mixtura entre grupos policiales oficiales y grupos informales, compuestos por policías fuera de servicio, ex policías y ex militares. Es decir, no son grupos monopolizados, ni reconocidos públicamente por el Estado, que actúan siempre de manera encubierta (Cano, ibíd.; Huggins, 1991, 2010). Tal vez el caso de Uganda sea uno de los pocos en los que el Estado monopoliza estos grupos dentro de la estructura regular de la policía (Campell y Brenner, 2002; Kannyo, 2002), y por eso sea uno de los que más se asemejen al caso venezolano que es objeto del presente estudio.

una especial particularidad, este grupo no es negado por el Estado ni por el gobierno. Por el contrario, el gobierno revindica su existencia y actuaciones, ofreciéndoles promoción, apoyo y protección pública e institucionalmente

El vigilantismo que busca el control del crimen a menudo esconde una forma más sutil de control de grupos sociales (Huggins, 1991). Rosenbaum y Sederberg explican que en los casos de vigilantismo que busca el control del crimen, los costos sociales e institucionales terminan siendo más altos que los beneficios, porque: su violencia puede volverse rápidamente peor que el crimen que pretende controlar; sus castigos tienden a ser desproporcionados; los inocentes tienen poca protección; los elementos cuasi-criminales se sienten atraídos por el movimiento como una vía semilegítima para la expresión de sus tendencias antisociales. Y, finalmente, cuando los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley participan en actos de violencia, cualquier validez moral que conserve el sistema formal de leyes puede verse socavada (p.560).

Waldmann (1995), por su parte, señala que estos grupos lejos de garantizar la protección de la vida y los bienes de las personas, se convierten en un peligro para ellos; no vigilan el mantenimiento de las normas legales, las infringen sistemáticamente o dan pie para que otros las quebranten; no están sujetos a ningún reglamento general –configuran la competencia penal clandestina del Estado-, sino que prefieren perseguir y eliminar a delincuentes y políticos rebeldes de manera más o menos encubierta; sus prácticas incontrolables están menos dirigidas a prestar un servicio público que a conseguir beneficios personales.

Sobre este último punto, otros autores resaltan cómo, en estos casos, los cuerpos oficiales de seguridad privatizan esta forma de actuación, en favor de los objetivos de una parte de la sociedad. De esta manera derivan en muchas ocasiones en la consecución de otros fines particulares, diferentes al objetivo inicial de “limpieza social”: juegos de azar, tráfico de drogas, extorsiones, protección privada, ventas de carros robados, prostitución, amenazas a enemigos políticos, asesinatos de rivales, muertes por encargo, etc. (Ratton y Alencar; 2009; Cano, ibíd.; Waldmann, ibíd.). No obstante, las conexiones con varios niveles de gobierno permanecen incluso a medida que la policía se privatiza aún más, conformando un sistema de violencia letal donde confluyen actores internacionales, políticos, legisladores, nacionales y regionales, jueces y otros actores del sistema (Huggins, 2010).

En América Latina los factores más importantes en la proliferación de estos grupos parecen ser el propio Estado nacional y sus partidarios internacionales. El vigilantismo latinoamericano refleja y reproduce la estructura y dinámica de sus Estados, se relaciona con la falta de controles y ausencia de estructuras efectivas de protección de los derechos de la ciudadanía. Por otra parte, son también una manifestación de la relación de los Estados nacionales latinoamericanos con el capital internacional y su dependencia del mismo (Huggins, 1991). Estas condiciones político-institucionales junto a la desigualdad, la violencia social y la fusión de lo público con lo privado son también fuentes de la violencia letal de la policía en la región (Huggins, 2010).

Si bien muchas de estas definiciones y categorías tienden a difuminarse cuando se aplican al mundo real y a las prácticas de estos grupos, desafiando su realidad a los conceptos abstractos que se puedan elaborar respecto a ellos (Rosenbaum y Sederberg, ibíd.; Campbell y Brenner, ibíd.), en términos analíticos y reflexivos pueden resultar de alguna utilidad.

En este marco, las FAES serían una expresión de “vigilantismo oficial” que presenta las características de los conocidos “grupos de exterminio” o “escuadrones de la muerte”, pero con una especial particularidad, este grupo no es negado por el Estado ni por el gobierno. Por el contrario, el gobierno revindica su existencia y actuaciones, ofreciéndoles promoción, apoyo y protección pública e institucionalmente. No se trata de grupos irregulares ni paralelos a la estructura del Estado, las FAES en lo institucional es una fuerza regular, son parte formal del aparato estatal y así son reconocidas por el Ejecutivo Nacional. Más allá que su comportamiento extralegal se corresponde con el de los grupos irregulares ya señalados, este reconocimiento oficial los diferencia de la mayoría de los escuadrones de la muerte comúnmente estudiados en la región, cuyos gobiernos no los reconocen públicamente.

Consideraciones finales

Las FAES tienen una triple expresión: son una muestra de la racionalidad bélica que opera tanto en la política general del país como en las supuestas políticas de seguridad ciudadana. A su vez, son un claro ejemplo del proceso de contrarreforma e hipertrofia policial que se ha activado de manera paralela a los publicitados procesos de reforma policial iniciados en 2006. Y, finalmente, son un ejemplo del largo proceso de precarización institucional, del ejercicio ilimitado del poder, del estado de excepción permanente y de la necropolítica que se encuentra en marcha en la Venezuela actual (Ávila, 2019b; 2018; 2017; 2015).

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