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Una generación de niños venezolanos sólo conoce dificultades

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La madre de Valerie Torres ha tratado de protegerla de lo peor de la prolongada crisis de Venezuela: las protestas mortales, los enfermos que ruegan por ayuda, los niños desnutridos con costillas protuberantes. En la escuela, sus maestros ni siquiera abordan el tema.
Pero justo antes de cumplir 10 años este mes, la niña es perspicaz más allá de su edad. Sabe que su compañero de cuarto grado le mintió a su maestro al decirle que olvidó un libro en casa cuando en realidad todavía ahorraba para comprarlo; que vecinos, amigos y hasta su abuela han huido del país en busca de una vida mejor; que su madre trae a casa menos comestibles.

Por: Regina García Cano – Los Ángeles Times

“La inflación está horrible. Un caramelo está a 3 bolívares. ¡Un caramelo!”, manifestó Valerie con incredulidad, recordando cuando solía costar medio bolívar, la moneda oficial de Venezuela que carece de valor y ha sido reemplazada de facto por el dólar estadounidense. “Y antes un dólar estaba como a 5 o 7 bolívares. Ahora está a 23. Ya no puedo comprar nada”.

Valerie forma parte de una generación de niños venezolanos que sólo conocen un país en crisis, cuyas vidas hasta ahora han transcurrido en medio de penurias y bajo el gobierno de un solo presidente, Nicolás Maduro, quien tomó las riendas hace una década el domingo cuando su mentor, Hugo Chávez, murió de cáncer.

La sucesión coincidió con una fuerte caída en el precio del petróleo, el recurso que impulsaba la economía del país y financiaba los programas sociales bajo Chávez. Eso, sumado a la mala gestión del gobierno bajo ambos presidentes, hundió a la nación sudamericana en la crisis actual.

Muchos niños han crecido viéndose obligados a comer alimentos deficientes en nutrientes o saltarse comidas, despedirse de padres que emigran y sentarse en aulas en mal estado para clases que apenas los preparan para sumar y restar. Las consecuencias podrían ser duraderas.

Aproximadamente tres cuartas partes de los venezolanos viven con menos de 1,90 dólares al día, el punto de referencia internacional de la pobreza extrema. El salario mínimo pagado en bolívares es el equivalente a 5 dólares al mes, un descenso con respecto a los 30 dólares en abril.

Ninguno de esos salarios es suficiente para alimentar a una persona, mucho menos a una familia. Un grupo independiente de economistas que da seguimiento a los aumentos de precios y otros indicadores calculó que una canasta básica de bienes para una familia de cuatro costaba 372 dólares en diciembre.

Esa dura realidad se ha extendido al salón de clases, con maestros en paro por sus míseros salarios, que algunos complementan al trabajar también como tutores, vender productos horneados o desnudarse en clubes. Miles han renunciado por completo, y muchos de los que aún enseñan lo hacen en instalaciones infestadas de plagas, moho, suciedad y agua estancada que atrae mosquitos.

Kevin Paredes, un estudiante de quinto grado de 12 años, asiste a una de esas escuelas públicas al otro lado de la calle de la casa que comparte con sus padres y seis hermanos en Caracas. El año pasado, la escuela fue pintada de naranja y verde brillante, pero el trabajo para arreglar paredes debilitadas y otros problemas estructurales sigue sin concluirse.

Kevin comenzó a memorizar las tablas de multiplicar en tercer grado. Los maestros deberían haberlo introducido a la división ese mismo año, pero aún no se la enseñan.

Recientemente se quedó en casa durante varias semanas porque su familia no podía pagar los cuadernos, y apenas regresó a clases. Sentado en la acera frente a la escuela, describió con entusiasmo un proyecto escolar reciente que ha disfrutado: “Yo estoy sembrando pimentón”.

Los padres de Kevin, que cosen para ganarse la vida, sólo ganan lo suficiente para comprar tres o cuatro alimentos a la vez, en lugar de a granel como solían hacer hace unos años. Entra menos dinero porque los clientes se concentran en comprar artículos de primera necesidad, no ropa nueva.

Su padre, Henry Paredes, de 41 años, emigró a Ecuador en 2018 para trabajar en la cosecha de plátanos y ganó lo suficiente para ayudar a mantener a la familia en casa. Pero regresó a Venezuela después de sólo ocho meses al notar el creciente enojo y tristeza de Kevin por su partida. Sus hijas pequeñas no lo reconocían cuando volvió.

“Uno aguanta, pero los niños chiquitos no”, dijo sobre el hambre que siente cuando se salta comidas con tal de poder alimentar a sus hijos. “Ellos piden pan, cambur (plátano)”.

Lea la nota completa siguiendo este enlace a Los Ángeles Times

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