Crece el temor entre las principales narcodictaduras de que se dé un cambio de régimen en Venezuela. Según El País, cada vez son más los miembros del Ejército que están desertando y hay conversaciones secretas con la Casa Blanca para entregar a Maduro e iniciar un proceso de transición. Aunque buena parte de estas informaciones no puede comprobarse, el clima de sospecha y rumores en torno al Palacio de Miraflores es asfixiante.
El despliegue militar estadounidense en el Caribe es una realidad difícil de ignorar. Submarinos nucleares, barcos de asalto y aeronaves de quinta generación vigilan las rutas de salida de Venezuela, bajo el argumento de frenar el narcotráfico. Sin embargo, expertos señalan que esa zona no es la principal vía de la droga hacia EEUU, lo que refuerza la idea de que el verdadero objetivo es Maduro. Washington lo considera algo más que un mandatario ilegítimo: en la práctica, lo acusan de dirigir un cartel.
En Caracas, la cúpula chavista se siente acorralada. «Nunca habíamos vivido algo así», confiesa alguien próximo al entorno de Maduro. La desconfianza interna ha llevado a intensificar la vigilancia de posibles traidores y a proclamar que millones de milicianos están listos para defender la patria, aunque no existen pruebas de semejante número. En barrios populares, hasta hace poco bastiones del chavismo, se han impartido entrenamientos militares básicos, una muestra de que se teme lo peor.
Los mensajes de advertencia también llegan de forma insólita. Marshall Billingslea, ex alto cargo del Tesoro de EEUU, felicitó públicamente en redes sociales al piloto personal de Maduro, Bitner Javier Villegas, insinuando que este podría haber pactado con Washington. El mensaje iba acompañado de fotos en uniforme militar. Una señal inequívoca de que la presión psicológica también forma parte del juego.
El propio Maduro trató de frenar la escalada con una carta enviada a Donald Trump tras el primer hundimiento de un barco venezolano. En ella apelaba a mantener un diálogo «franco y directo» a través de Richard Grenell, el emisario que meses antes había negociado un canje de prisioneros y la renovación de licencias petroleras para Chevron. Con ello, el régimen intenta apartar de la ecuación al secretario de Estado, Marco Rubio, uno de los críticos más duros de Caracas y aliado personal de la líder opositora María Corina Machado.
Pero, a diferencia de etapas anteriores, hoy no existe un canal estable de comunicación con Washington. Esa ausencia inquieta a Miraflores más que la flota norteamericana. Diosdado Cabello, Delcy y Jorge Rodríguez, e incluso el propio Maduro, temen que el péndulo entre hostilidad y negociación haya dejado de funcionar. La sombra de una invasión, real o ficticia, recorre los pasillos del palacio presidencial.
Mientras tanto, las redes sociales se llenan de supuestas filtraciones: conspiraciones internas, pactos con el enemigo y un inminente desenlace. Aunque nadie puede certificarlo, la pérdida de apoyo popular es un hecho. Los resultados de las elecciones de julio y la masiva diáspora de siete millones de venezolanos —la mayoría procedentes de los barrios que antes respaldaban a Chávez— muestran que el relato revolucionario se ha resquebrajado.
Con maniobras militares en el Caribe, exhibiciones de poder en redes e incluso demostraciones teatrales de artes marciales a cargo de Adán Chávez, el régimen intenta proyectar fortaleza. Pero detrás de la propaganda, lo que domina es la confusión y el miedo a que, esta vez, la presión externa e interna consiga lo que durante más de dos décadas parecía imposible: poner fin al chavismo.