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Las políticas intermedias conducen al socialismo

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Vía FEE

Discurso pronunciado por Ludwig von Mises ante el University Club de Nueva York el 18 de abril de 1950.

El dogma fundamental de todas las marcas de socialismo y comunismo es que la economía de mercado o capitalismo es un sistema que perjudica los intereses vitales de la inmensa mayoría de la gente en beneficio exclusivo de una pequeña minoría de individualistas rudos. Condena a las masas a un empobrecimiento progresivo. Produce miseria, esclavitud, opresión, degradación y explotación de los trabajadores, mientras enriquece a una clase de parásitos ociosos e inútiles.

Esta doctrina no fue obra de Karl Marx. Se había desarrollado mucho antes de que Marx entrara en escena. Sus propagadores más exitosos no fueron los autores marxianos, sino hombres como Carlyle y Ruskin, los fabianos británicos, los profesores alemanes y los institucionalistas estadounidenses. Y es un hecho muy significativo que la corrección de este dogma sólo fuera impugnada por unos pocos economistas que muy pronto fueron silenciados y se les prohibió el acceso a las universidades, a la prensa, a la dirección de los partidos políticos y, en primer lugar, a los cargos públicos. En general, la opinión pública aceptó sin reservas la condena del capitalismo.

1. Socialismo

Pero, por supuesto, las conclusiones políticas prácticas que la gente extrajo de este dogma no fueron uniformes. Un grupo declaró que sólo hay una manera de acabar con estos males, a saber, abolir el capitalismo por completo. Defienden la sustitución del control privado por el control público de los medios de producción. Pretenden establecer lo que se denomina socialismo, comunismo, planificación o capitalismo de Estado. Todos estos términos significan lo mismo. Los consumidores ya no deben determinar, con sus compras y sus abstenciones, lo que debe producirse, en qué cantidad y de qué calidad. En lo sucesivo, sólo una autoridad central debe dirigir todas las actividades de producción.

2. El intervencionismo, supuesta política intermedia

Un segundo grupo parece menos radical. Rechazan tanto el socialismo como el capitalismo. Recomiendan un tercer sistema, que, según dicen, está tan lejos del capitalismo como del socialismo, que como tercer sistema de organización económica de la sociedad, se sitúa a medio camino entre los otros dos sistemas, y aunque conserva las ventajas de ambos, evita los inconvenientes inherentes a cada uno. Este tercer sistema se conoce como el sistema del intervencionismo. En la terminología de la política estadounidense suele denominarse política intermedia.

Lo que hace que este tercer sistema sea popular entre mucha gente es la forma particular que eligen de ver los problemas implicados. Tal y como ellos lo ven, dos clases, los capitalistas y empresarios por un lado y los asalariados por otro, están discutiendo sobre la distribución del rendimiento del capital y de las actividades empresariales. Ambas partes reclaman para sí todo el pastel. Ahora, sugieren estos mediadores, hagamos las paces repartiendo el valor en disputa a partes iguales entre las dos clases. El Estado, como árbitro imparcial, debe intervenir y frenar la codicia de los capitalistas y asignar una parte de los beneficios a las clases trabajadoras. Así será posible destronar al moloch capitalismo sin entronizar al moloch socialismo totalitario.

Sin embargo, este modo de juzgar la cuestión es totalmente falaz. El antagonismo entre capitalismo y socialismo no es una disputa sobre el reparto del botín. Es una controversia sobre cuál de los dos esquemas de organización económica de la sociedad, el capitalismo o el socialismo, conduce a la mejor consecución de los fines que todos consideran el objetivo último de las actividades comúnmente llamadas económicas, es decir, el mejor suministro posible de bienes y servicios útiles. El capitalismo quiere alcanzar estos fines mediante la empresa y la iniciativa privadas, supeditadas a la supremacía de la compra y abstención del público en el mercado. Los socialistas quieren sustituir los planes de los diversos individuos por el plan único de una autoridad central. Quieren poner en lugar de lo que Marx llamaba la «anarquía de la producción» el monopolio exclusivo del gobierno. El antagonismo no se refiere al modo de distribuir una cantidad fija de comodidades. Se refiere al modo de producir todos aquellos bienes de los que la gente quiere disfrutar.

El conflicto entre ambos principios es irreconciliable y no admite compromiso alguno. El control es indivisible. O bien la demanda de los consumidores manifestada en el mercado decide con qué fines y cómo deben emplearse los factores de producción, o bien el gobierno se ocupa de estas cuestiones. No hay nada que pueda mitigar la oposición entre estos dos principios contradictorios. Se excluyen mutuamente.

El intervencionismo no es un término medio entre el capitalismo y el socialismo. Es el diseño de un tercer sistema de organización económica de la sociedad y debe ser apreciado como tal.

3. Cómo funciona el intervencionismo

No es tarea del debate de hoy plantear ninguna cuestión sobre los méritos del capitalismo o del socialismo. Hoy me ocuparé únicamente del intervencionismo. Y no pretendo entrar en una evaluación arbitraria del intervencionismo desde ningún punto de vista preconcebido. Mi única preocupación es mostrar cómo funciona el intervencionismo y si puede o no considerarse como patrón de un sistema permanente de organización económica de la sociedad.

Los intervencionistas subrayan que piensan mantener la propiedad privada de los medios de producción, la iniciativa empresarial y el intercambio de mercado. Pero, prosiguen, es perentorio impedir que estas instituciones capitalistas siembren el caos y exploten injustamente a la mayoría de la población. Es deber del gobierno frenar, mediante órdenes y prohibiciones, la codicia de las clases adineradas para que su afán adquisitivo no perjudique a las clases más pobres. El capitalismo sin trabas o laissez-faire es un mal. Pero para eliminar sus males, no es necesario abolir el capitalismo por completo. Es posible mejorar el sistema capitalista mediante la interferencia del gobierno en las acciones de los capitalistas y empresarios. Esta regulación y regimentación gubernamental de los negocios es el único método para mantener alejado el socialismo totalitario y salvar aquellos rasgos del capitalismo que merece la pena preservar.

Basándose en esta filosofía, los intervencionistas abogan por una galaxia de medidas diversas. Seleccionemos una de ellas, el muy popular esquema de control de precios.

4. Cómo el control de precios conduce al socialismo

El gobierno cree que el precio de un determinado producto, por ejemplo la leche, es demasiado alto. Quiere que los pobres puedan dar más leche a sus hijos. Para ello, recurre a un precio máximo y fija el precio de la leche a un nivel inferior al del mercado libre. El resultado es que los productores marginales de leche, los que producen a mayor coste, sufren pérdidas. Como ningún agricultor o empresario puede seguir produciendo con pérdidas, estos productores marginales dejan de producir y vender leche en el mercado. Utilizarán sus vacas y su habilidad para otros fines más rentables. Por ejemplo, producirán mantequilla, queso o carne. Habrá menos leche disponible para los consumidores, no más. Esto, por supuesto, es contrario a las intenciones del gobierno. Quería facilitar a algunos la compra de más leche. Pero, como resultado de su interferencia, la oferta disponible disminuye. La medida resulta abortiva desde el punto de vista del gobierno y de los grupos a los que quería favorecer. Provoca una situación que, también desde el punto de vista del gobierno, es aún menos deseable que la situación anterior que se pretendía mejorar.

Ahora, el gobierno se enfrenta a una alternativa. Puede derogar su decreto y abstenerse de cualquier otro intento de controlar el precio de la leche. Pero si insiste en su intención de mantener el precio de la leche por debajo del que habría determinado un mercado sin trabas y quiere, no obstante, evitar una caída de la oferta de leche, debe tratar de eliminar las causas que hacen que el negocio de los productores marginales no sea remunerador. Debe añadir al primer decreto relativo únicamente al precio de la leche un segundo decreto que fije los precios de los factores de producción necesarios para la producción de leche a un nivel tan bajo que los productores marginales de leche ya no sufran pérdidas y se abstengan, por tanto, de restringir la producción. Pero entonces la misma historia se repite en un plano más lejano. La oferta de los factores de producción necesarios para la producción de leche disminuye, y de nuevo el gobierno se encuentra en el punto de partida. Si no quiere admitir la derrota y abstenerse de cualquier intromisión en los precios, debe ir más allá y fijar los precios de los factores de producción necesarios para la producción de los factores necesarios para la producción de leche. Así, el gobierno se ve obligado a ir cada vez más lejos, fijando paso a paso los precios de todos los bienes de consumo y de todos los factores de producción -tanto humanos, es decir, mano de obra, como materiales- y a ordenar a cada empresario y a cada obrero que continúe trabajando a estos precios y salarios. Ninguna rama de la industria puede quedar al margen de esta fijación general de precios y salarios y de esta obligación de producir las cantidades que el gobierno quiere que se produzcan. Si algunas ramas quedaran libres por el hecho de que sólo producen bienes calificados de no vitales o incluso de lujo, el capital y el trabajo tenderían a afluir a ellas y el resultado sería una disminución de la oferta de esos bienes, cuyos precios ha fijado el gobierno precisamente porque los considera indispensables para la satisfacción de las necesidades de las masas.

Pero cuando se alcanza este estado de control total de las empresas, ya no puede hablarse de economía de mercado. Los ciudadanos ya no determinan, mediante sus compras o su abstención de comprar, qué debe producirse y cómo. El poder de decidir estas cuestiones ha recaído en el gobierno. Esto ya no es capitalismo; es planificación integral por parte del gobierno, es socialismo.

5. El tipo de socialismo Zwangswirtschaft

Por supuesto, es cierto que este tipo de socialismo conserva algunas de las etiquetas y la apariencia externa del capitalismo. Mantiene, aparente y nominalmente, la propiedad privada de los medios de producción, los precios, los salarios, los tipos de interés y los beneficios. De hecho, sin embargo, nada cuenta salvo la autocracia sin restricciones del gobierno. El gobierno dice a los empresarios y capitalistas qué producir y en qué cantidad y calidad, a qué precios comprar y a quién, a qué precios vender y a quién. Decreta con qué salarios y dónde deben trabajar los trabajadores. El intercambio de mercado no es más que una farsa. Todos los precios, salarios y tipos de interés están determinados por la autoridad. Son precios, salarios y tipos de interés sólo en apariencia; de hecho, no son más que relaciones de cantidad a las órdenes del gobierno. El gobierno, y no los consumidores, dirige la producción. El gobierno determina los ingresos de cada ciudadano, asigna a cada uno el puesto en el que tiene que trabajar. Esto es socialismo disfrazado de capitalismo. Es la Zwangswirtschaft del Reich alemán de Hitler y la economía planificada de Gran Bretaña.

6. La experiencia alemana y británica

El esquema de transformación social que he descrito no es una mera construcción teórica. Es un retrato realista de la sucesión de acontecimientos que dieron lugar al socialismo en Alemania, en Gran Bretaña y en algunos otros países.

Los alemanes, en la primera guerra mundial, empezaron por limitar los precios de un pequeño grupo de bienes de consumo considerados de primera necesidad. Fue el inevitable fracaso de estas medidas lo que les impulsó a ir cada vez más lejos hasta que, en el segundo periodo de la guerra, diseñaron el plan Hindenburg. En el contexto del plan Hindenburg no quedaba espacio alguno para la libre elección por parte de los consumidores y para la acción de iniciativa por parte de las empresas. Todas las actividades económicas quedaron subordinadas incondicionalmente a la jurisdicción exclusiva de las autoridades. La derrota total del Káiser barrió todo el aparato administrativo imperial y con él se fue también el grandioso plan. Pero cuando en 1931 el canciller Brüning se embarcó de nuevo en una política de control de precios y sus sucesores, en primer lugar Hitler, se aferraron obstinadamente a ella, se repitió la misma historia.

Gran Bretaña y todos los demás países que en la primera guerra mundial adoptaron medidas de control de precios, tuvieron que experimentar el mismo fracaso. También ellos se vieron empujados cada vez más lejos en sus intentos de hacer funcionar los decretos iniciales. Pero aún se encontraban en una fase rudimentaria de este desarrollo cuando la victoria y la oposición de la opinión pública echaron por tierra todos los planes de control de precios.

En la segunda guerra mundial fue diferente. Entonces Gran Bretaña volvió a recurrir a los precios máximos para unos pocos productos vitales y tuvo que recorrer toda la gama procediendo cada vez más lejos hasta haber sustituido la libertad económica por una planificación global de toda la economía del país. Cuando la guerra llegó a su fin, Gran Bretaña era una mancomunidad socialista.

Cabe recordar que el socialismo británico no fue un logro del gobierno laborista del Sr. Attlee, sino del gabinete de guerra del Sr. Winston Churchill. Lo que hizo el Partido Laborista no fue establecer el socialismo en un país libre, sino conservar en la posguerra el socialismo tal como se había desarrollado durante la guerra. Este hecho ha sido oscurecido por la gran sensación causada por la nacionalización del Banco de Inglaterra, las minas de carbón y otras ramas del comercio. Sin embargo, Gran Bretaña debe llamarse un país socialista no porque ciertas empresas hayan sido formalmente expropiadas y nacionalizadas, sino porque todas las actividades económicas de todos los ciudadanos están sujetas al control total del gobierno y sus organismos. Las autoridades dirigen la asignación de capital y de mano de obra a las distintas ramas de la actividad empresarial. Determinan lo que debe producirse. La supremacía en todas las actividades empresariales recae exclusivamente en el gobierno. El pueblo queda reducido a la condición de pupilo, obligado incondicionalmente a obedecer órdenes. A los hombres de negocios, los antiguos empresarios, se les dejan funciones meramente auxiliares. Todo lo que son libres de hacer es llevar a efecto, dentro de un estrecho campo claramente circunscrito, las decisiones de los departamentos gubernamentales.

Lo que tenemos que comprender es que los precios máximos que sólo afectan a unos pocos productos básicos no alcanzan los fines perseguidos. Al contrario. Producen efectos que, desde el punto de vista del gobierno, son incluso peores que la situación anterior que el gobierno quería alterar. Si el gobierno, con el fin de eliminar estas consecuencias inevitables pero no deseadas, sigue su curso cada vez más lejos, finalmente transforma el sistema de capitalismo y libre empresa en el socialismo del modelo Hindenburg.

7. Crisis y desempleo

Lo mismo ocurre con todos los demás tipos de intromisión en los fenómenos del mercado. Las tasas salariales mínimas, ya sean decretadas y aplicadas por el gobierno o por la presión y la violencia de los sindicatos, provocan un desempleo masivo prolongado año tras año en cuanto intentan elevar las tasas salariales por encima de la altura del mercado sin trabas. Los intentos de bajar los tipos de interés mediante la expansión del crédito generan, es cierto, un período de auge de los negocios. Pero la prosperidad así creada es sólo un producto artificial de calentón y debe conducir inexorablemente a la depresión. La gente debe pagar muy cara la orgía de dinero fácil de unos pocos años de expansión crediticia e inflación.

La repetición de períodos de depresión y desempleo masivo ha desacreditado al capitalismo en opinión de la gente imprudente. Sin embargo, estos acontecimientos no son el resultado del funcionamiento del libre mercado. Son, por el contrario, el resultado de la interferencia bienintencionada pero mal aconsejada del gobierno en el mercado. No hay otro medio de elevar los salarios y el nivel de vida general que acelerar el aumento del capital en relación con la población. El único medio de elevar permanentemente las tasas salariales para todos los que buscan trabajo y están deseosos de ganar un salario es elevar la productividad del esfuerzo industrial aumentando la cuota per cápita de capital invertido. Lo que hace que los salarios estadounidenses superen con creces a los de Europa y Asia es el hecho de que el esfuerzo y los problemas del trabajador estadounidense se ven favorecidos por más y mejores herramientas. Todo lo que un buen gobierno puede hacer para mejorar el bienestar material del pueblo es establecer y preservar un orden institucional en el que no haya obstáculos para la acumulación progresiva de nuevo capital, necesario para la mejora de los métodos tecnológicos de producción. Esto es lo que el capitalismo logró en el pasado y logrará también en el futuro si no es saboteado por una mala política.

8. Dos caminos hacia el socialismo

El intervencionismo no puede considerarse como un sistema económico destinado a permanecer. Es un método para la transformación del capitalismo en socialismo mediante una serie de pasos sucesivos. Como tal, es diferente de los esfuerzos de los comunistas por instaurar el socialismo de un plumazo. La diferencia no se refiere al fin último del movimiento político; se refiere principalmente a las tácticas a las que se debe recurrir para la consecución de un fin que ambos grupos persiguen.

Carlos Marx y Federico Engels recomendaron sucesivamente cada una de estas dos vías para la realización del socialismo. En 1848, en el Manifiesto Comunista, esbozaron un plan para la transformación paso a paso del capitalismo en socialismo. El proletariado debe ser elevado a la posición de clase dominante y utilizar su supremacía política «para arrebatar, por grados, todo el capital a la burguesía». Esto, declaran, «no puede llevarse a cabo sino por medio de incursiones despóticas en los derechos de propiedad y en las condiciones de la producción burguesa; por medio de medidas, por tanto, que parecen económicamente insuficientes e insostenibles, pero que en el curso del movimiento se superan a sí mismas, necesitan nuevas incursiones en el viejo orden social y son inevitables como medio de revolucionar por completo el modo de producción». En esta línea enumeran a modo de ejemplo diez medidas.

En años posteriores, Marx y Engels cambiaron de opinión. En su principal tratado, El Capital, publicado por primera vez en 1867, Marx veía las cosas de otra manera. El socialismo está destinado a llegar «con la inexorabilidad de una ley de la naturaleza». Pero no puede aparecer antes de que el capitalismo haya alcanzado su plena madurez. Sólo hay un camino hacia el colapso del capitalismo, a saber, la evolución progresiva del propio capitalismo. Sólo entonces la gran revuelta final de la clase obrera le dará el golpe de gracia e inaugurará la eterna era de la abundancia.

Desde el punto de vista de esta última doctrina, Marx y la escuela del marxismo ortodoxo rechazan todas las políticas que pretenden frenar, regular y mejorar el capitalismo. Tales políticas, declaran, no sólo son inútiles, sino directamente perjudiciales. Porque más bien retrasan la mayoría de edad del capitalismo, su madurez, y con ello también su colapso. Por tanto, no son progresistas, sino reaccionarias. Fue esta idea la que llevó al partido socialdemócrata alemán a votar en contra de la legislación de Bismarck sobre seguridad social y a frustrar el plan de Bismarck de nacionalizar la industria tabacalera alemana. Desde el punto de vista de la misma doctrina, los comunistas tacharon el New Deal estadounidense de complot reaccionario extremadamente perjudicial para los verdaderos intereses del pueblo trabajador.

Lo que debemos comprender es que el antagonismo entre los intervencionistas y los comunistas es una manifestación del conflicto entre las dos doctrinas del marxismo primitivo y del marxismo tardío. Es el conflicto entre el Marx de 1848, el autor del Manifiesto Comunista, y el Marx de 1867, el autor de El Capital. Y resulta paradójico que el documento en el que Marx respaldó la política de los actuales autodenominados anticomunistas se llame Manifiesto Comunista.

Existen dos métodos para transformar el capitalismo en socialismo. Uno es expropiar todas las granjas, plantas y tiendas y hacerlas funcionar por un aparato burocrático como departamentos del gobierno. Toda la sociedad, dice Lenin, se convierte en «una oficina y una fábrica, con igual trabajo e igual salario»[2], toda la economía se organizará «como el sistema postal»[3] El segundo método es el método del plan Hindenburg, el modelo originalmente alemán del estado del bienestar y de la planificación. Obliga a cada empresa y a cada individuo a cumplir estrictamente las órdenes emitidas por la junta central de gestión de la producción del gobierno. Tal era la intención de la Ley de Recuperación Industrial Nacional de 1933, que la resistencia de las empresas frustró y el Tribunal Supremo declaró inconstitucional. Tal es la idea implícita en los intentos de sustituir la empresa privada por la planificación.

9. Control de cambios

El vehículo principal para la realización de este segundo tipo de socialismo es el control de divisas en países industriales como Alemania y Gran Bretaña. Estos países no pueden alimentar y vestir a su población con sus propios recursos. Deben importar grandes cantidades de alimentos y materias primas. Para pagar estas importaciones tan necesarias, deben exportar manufacturas, la mayoría de ellas producidas a partir de materias primas importadas. En estos países, casi todas las transacciones comerciales están condicionadas directa o indirectamente por la exportación o la importación, o por ambas. Por lo tanto, el monopolio gubernamental de la compra y venta de divisas hace que todo tipo de actividad empresarial dependa de la discreción de la agencia encargada del control de divisas. En este país las cosas son diferentes. El volumen del comercio exterior es bastante pequeño en comparación con el volumen total del comercio de la nación. El control de cambios sólo afectaría ligeramente a la mayor parte del comercio estadounidense. Esta es la razón por la que en los planes de nuestros planificadores apenas se plantea la cuestión del control de cambios. Sus afanes se dirigen hacia el control de precios, salarios y tipos de interés, hacia el control de la inversión y la limitación de beneficios e ingresos.

10. Fiscalidad progresiva

Mirando hacia atrás en la evolución de los tipos del impuesto sobre la renta desde el comienzo del impuesto federal sobre la renta en 1913 hasta el día de hoy, difícilmente se puede esperar que el impuesto no absorba un día el 100% de todo el excedente por encima de la renta del votante medio. Esto es lo que Marx y Engels tenían en mente cuando en el Manifiesto Comunista recomendaban «un impuesto sobre la renta fuertemente progresivo o graduado».

Otra de las sugerencias del Manifiesto Comunista era la «abolición de todo derecho de herencia». Ahora bien, ni en Gran Bretaña ni en este país las leyes han llegado hasta este punto. Pero de nuevo, mirando hacia atrás en la historia pasada de los impuestos sobre el patrimonio, tenemos que darnos cuenta de que cada vez más se han acercado a la meta fijada por Marx. Impuestos sobre el patrimonio de la altura que ya han alcanzado para los tramos superiores ya no deben ser calificados como impuestos. Son medidas de expropiación.

La filosofía subyacente al sistema de impuestos progresivos es que los ingresos y la riqueza de las clases acomodadas pueden ser explotados libremente. Lo que los defensores de estos tipos impositivos no tienen en cuenta es que la mayor parte de los ingresos gravados no se habrían consumido, sino ahorrado e invertido. De hecho, esta política fiscal no sólo impide que se siga acumulando nuevo capital. Provoca la desacumulación de capital. Esta es ciertamente la situación actual en Gran Bretaña.

11. La tendencia al socialismo

El curso de los acontecimientos en los últimos treinta años muestra un progreso continuo, aunque a veces interrumpido, hacia el establecimiento en este país del socialismo según el modelo británico y alemán. Los EE.UU. se embarcaron más tarde que estos otros dos países en este declive y hoy están aún más lejos de su fin. Pero si la tendencia de esta política no cambia, el resultado final sólo diferirá en puntos accidentales e insignificantes de lo que ocurrió en la Inglaterra de Attlee y en la Alemania de Hitler. La política intermedia no es un sistema económico que pueda durar. Es un método para la realización del socialismo a plazos.

12. Capitalismo de lagunas

Mucha gente se opone. Subrayan el hecho de que la mayoría de las leyes que apuntan a la planificación o a la expropiación por medio de impuestos progresivos han dejado algunas lagunas que ofrecen a la empresa privada un margen dentro del cual puede seguir adelante. Que esas lagunas siguen existiendo y que gracias a ellas este país sigue siendo un país libre es ciertamente cierto. Pero este capitalismo de lagunas no es un sistema duradero. Es un respiro. Fuerzas poderosas están trabajando para cerrar estas lagunas. De día en día se estrecha el campo en el que la empresa privada es libre de operar.

13. La llegada del socialismo no es inevitable

Por supuesto, este resultado no es inevitable. La tendencia puede invertirse, como ocurrió con muchas otras tendencias en la historia. El dogma marxiano según el cual el socialismo está destinado a llegar «con la inexorabilidad de una ley natural» no es más que una conjetura arbitraria desprovista de toda prueba. Pero el prestigio de que goza este vano pronóstico no sólo entre los marxianos, sino entre muchos autodenominados no marxianos, es el principal instrumento del progreso del socialismo. Propaga el derrotismo entre aquellos que, de otro modo, lucharían gallardamente contra la amenaza socialista. El aliado más poderoso de la Rusia soviética es la doctrina de que la «ola del futuro» nos lleva hacia el socialismo y que, por lo tanto, es «progresista» simpatizar con todas las medidas que restringen cada vez más el funcionamiento de la economía de mercado.

Incluso en este país, que debe a un siglo de «rudo individualismo» el más alto nivel de vida jamás alcanzado por nación alguna, la opinión pública condena el laissez-faire. En los últimos cincuenta años se han publicado miles de libros para acusar al capitalismo y abogar por el intervencionismo radical, el Estado del bienestar y el socialismo. Los pocos libros que han intentado explicar adecuadamente el funcionamiento de la economía de libre mercado apenas han llamado la atención del público. Sus autores permanecieron en la oscuridad, mientras que autores como Veblen, Commons, John Dewey y Laski fueron exuberantemente elogiados. Es un hecho bien conocido que el escenario legítimo, así como la industria de Hollywood, no son menos radicalmente críticos con la libre empresa que muchas novelas. Hay en este país muchas publicaciones periódicas que en cada número atacan furiosamente la libertad económica. Apenas hay una revista de opinión que abogue por el sistema que abastece a la inmensa mayoría del pueblo con buena comida y techo, con coches, frigoríficos, aparatos de radio y otras cosas que los súbditos de otros países llaman lujos.

El impacto de este estado de cosas es que prácticamente se hace muy poco para preservar el sistema de empresa privada. Sólo hay personas de medio pelo que piensan que han tenido éxito cuando han retrasado durante algún tiempo una medida especialmente ruinosa. Siempre están en retirada. Hoy soportan medidas que hace sólo diez o veinte años habrían considerado indiscutibles. Dentro de unos años consentirán otras medidas que hoy consideran sencillamente impensables.

Lo único que puede impedir la llegada del socialismo totalitario es un cambio profundo de las ideologías. Lo que necesitamos no es ni antisocialismo ni anticomunismo, sino un apoyo abierto y positivo a ese sistema al que debemos toda la riqueza que distingue a nuestra época de las condiciones comparativamente estrechas de épocas pasadas.

[1] Discurso pronunciado ante el University Club de Nueva York el 18 de abril de 1950. Publicado por primera vez en el Commercial and Financial Chronicle, 4 de mayo de 1950. Traducción al francés por Editions SEDIF, París. Disponible en inglés como folleto separado en enero de 1951.

[2] Cf. Lenin, Estado y revolución (Pequeña Biblioteca Lenin nº 14, Nueva York, 1932) p. 84.

[3] Ibidem p. 44.

Este artículo está tomado del capítulo 2 del libro electrónico Planning for Freedom.


Ludwig von Mises (1881-1973) enseñó en Viena y Nueva York y fue un asesor cercano de la Fundación para la Educación Económica. Se le considera el principal teórico de la Escuela Austriaca del siglo XX.

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