Hemos visto al joven Willy Wonka, con su chistera, su maleta y una fe ingenua que solo un verdadero genio puede permitirse, llegar a un mundo que promete dulzura. Rápidamente, descubre que la ciudad está en manos de un «Cartel del Chocolate»—unos villanos tan predecibles como la trama de una telenovela barata—que han convertido la excelencia en un monopolio asfixiante. Su pecado: vender una alegría superior.
Esta historia no es solo cine; es un espejo cóncavo y convexo donde se refleja, con un toque de amargo humor, la épica de nuestra nación.
Los magnates, bautizados con nombres tan elocuentes como Luis de Rapiña, Tuto Milo Robo y Pepe Hurto, no venden chocolate; venden restricción. Su propósito no es innovar, sino garantizar que nadie más pueda soñar con un sabor mejor. Utilizan el dinero para comprar a la policía, al clero y a cualquier otra institución que pueda ser tan fácilmente sobornada como un político hambriento. Y aquí es donde el humor muerde: ¿Qué tan patético debe ser tu producto para que necesites encarcelar a la competencia solo para seguir vendiendo? Es la sátira perfecta del poder que teme a una sola idea fresca.
En nuestra realidad, las fuerzas que han sofocado la nación actúan con la misma lógica. No es la escasez lo que buscan, sino la servidumbre a través de la dependencia. Han intentado secuestrar el espíritu, confiscar la iniciativa y obligar a una población que es dueña del cacao más fino del planeta, a conformarse con migajas de mediocridad.
Pero el corazón de nuestra gente, como el arte de Wonka, es insobornable. Por más que intenten imponernos su «chocolate de dieta» (a base de promesas vacías), siempre buscaremos la Nuez del Paraíso, ese sabor único a libertad que se niega a marchitarse.
El drama se intensifica cuando Wonka es engañado y forzado a la «Lavandería», un lugar donde la deuda es una cadena perpetua y la esperanza se lava hasta volverse blanca. Este lugar representa la alienación económica y la diáspora que ha fragmentado a nuestra gente.
Nuestros jóvenes y talentos, la savia de la nación, han sido obligados a cargar con una deuda que no eligieron. Están «lavando ropa» en el extranjero o aquí, trabajando el triple solo para mantener el statu quo de un sistema caduco. Es una injusticia que te arranca una lágrima de rabia.
Y es en este encierro donde emerge la filosofía que necesitamos. Wonka, mirando a la sabia Noodle, no solo sueña con escapar. Él dice, con la voz templada por la convicción:
«Si quieres cambiar el mundo, debes empezar con un chocolate. Tienes que pensar más grande de lo que es esto. ¡Tenemos que inventar algo mejor!»
La solución no es la venganza ni la mera supervivencia, sino la invención. Es la obligación moral de ser más astutos, más creativos y más alegres que la fuerza que intenta aplastarnos. La verdadera liberación será crear un país que sea, objetivamente, mejor que la distopía que se nos intentó imponer.
El clímax llega cuando Wonka y sus amigos triunfan, no con violencia, sino con la exposición teatral y la verdad mágica. Desvelan las cloacas de la corrupción y el Cartel, tan ridículo como malvado, cae por su propio peso. El mensaje es claro: la tiranía y la mentira no resisten un buen foco de luz y la mofa pública.
La Libertad será ese momento de dulce catarsis, una fábrica que construiremos sobre los cimientos del perdón, la justicia y, sobre todo, la conciencia inquebrantable de nuestro propio valor.
Finalmente, cuando la paz y la armonía se instalen, no será un silencio solemne. Será el bullicio de la creatividad que regresa, el cacao de Paria fluyendo sin restricciones y la certeza de que nunca más seremos esclavos de la mediocridad.
Y entonces, en ese nuevo amanecer, la diáspora comenzará su dulce retorno. El reencuentro no será solo de personas, sino de abrazos que saben a mar y a tierra mojada, de hermanos que vuelven con maletas llenas de conocimiento y el corazón lleno de ansias de construir. Miraremos hacia atrás, hacia la «Lavandería» y la opresión, y sentiremos un nudo en la garganta, pero serán las lágrimas puras y cálidas de quien ha superado lo imposible.
Alzaremos la taza de chocolate, espeso y aromático, y en ese sabor a tierra, a lucha y a victoria, comprenderemos el mensaje de Wonka. El sueño que se aferró a nosotros, el país que nunca dejamos de amar, ha vuelto. Hemos abierto las puertas de nuestra propia fábrica: un lugar donde la imaginación es ley, la justicia es el ingrediente principal, y cada amanecer es una invitación a la invención.
Hemos llegado al sitio más dulce del universo, nuestro hogar, y es, por fin, un mundo de pura imaginación, de pura libertad.
Vamos por más…
@jgerbasi


