En la historia de la seguridad estadounidense, las amenazas no siempre llegan en forma de ejércitos uniformados cruzando fronteras. Algunas se incuban en la penumbra: en redes criminales que se mimetizan como gobiernos, en alianzas encubiertas que unen a dictaduras aisladas, carteles transnacionales y regímenes revisionistas que ven en Estados Unidos no solo un rival, sino un enemigo civilizatorio.
Hoy, esa amenaza tiene un epicentro en el Caribe sur. Caracas ya no es simplemente la capital de un Estado fallido: se ha convertido en la terminal occidental de un eje híbrido que combina crimen organizado, inteligencia proxy y alianzas con potencias hostiles. Como advirtió el director de contraterrorismo de la Administración Trump, Sebastián Gorka, dice que Nicolás Maduro ha conspirado con otros actores para asesinar al presidente Donald Trump. Los tentáculos de Teherán en el hemisferio no pasan por La Habana ni Managua como antaño: pasan por el Cártel de los Soles en Venezuela.
No se trata solo de narcotráfico. Se trata de conspiraciones para atacar a altos funcionarios estadounidenses, de redes clandestinas que operan con lógica terrorista, y de la ambición de actores externos de convertir a América Latina en un tablero donde Estados Unidos sea obligado a actuar en terreno desfavorable. Los adversarios entienden que no pueden derrotar a Estados Unidos en un campo abierto —pero sí pueden intentar desgastarlo por la periferia, en la sombra, en la ambigüedad.
El desafío, entonces, no es únicamente militar. Es estratégico, moral y diplomático. Y exige claridad: la seguridad hemisférica es indivisible. La indiferencia, como la historia ha demostrado una y otra vez, invita a la audacia de aquellos que probarán cada límite hasta encontrar el que no se hace cumplir.
La administración estadounidense enfrenta hoy un dilema: actuar pronto para evitar un conflicto mayor o actuar tarde y pagar el precio de la complacencia. Este es el momento para aplicar la lógica de la coerción responsable: una mezcla calibrada de presión, fuerza creíble y una salida diplomática condicionada —pero verificable— que obligue a quienes eligieron la ruta criminal terrorista a reconsiderar su destino.
La teoría estratégica indica que los adversarios no ceden frente a declaraciones; lo hacen frente a compromisos creíbles, demostraciones de capacidad y marcos de consecuencias claras. Y, al mismo tiempo, frente a un camino alterno que preserve dignidad mínima y estabilidad regional. Esta dualidad —firmeza y puerta abierta— no es debilidad. Es liderazgo. Es la diferencia entre una potencia hegemónica temerosa y una que define el orden.
Venezuela ofrece precisamente ese punto de inflexión. El Cártel sirve como plataforma para fuerzas hostiles a la democracia occidental. En consecuencia, la respuesta debe ser firme, proporcionada y sostenida. No se trata de imponer gobiernos, sino de proteger principios: soberanía hemisférica, integridad territorial, integridad institucional y la regla básica de convivencia internacional: ningún Estado puede convertirse en refugio impune para redes terroristas y mafiosas.
Algunos argumentarán que el aislamiento empuja a estos actores hacia alianzas más peligrosas: Rusia y China. Pero la historia enseña que la tolerancia los envalentona aún más. La disuasión eficaz requiere claridad moral: hay líneas rojas, y cruzarlas implica costos tangibles.
Estados Unidos debe liderar con aliados. Debe articular una coalición hemisférica, reforzar capacidades regionales y mantener, siempre, la puerta abierta a la transición pacífica en Venezuela. Pero también debe comprender que la pasividad estratégica no es una opción. La fuerza, cuando se combina con visión y legitimidad, no solo disuade; previene guerras mayores.
La democracia venezolana debe resurgir. Pero la seguridad hemisférica exige algo aún más urgente: impedir que una nación capturada se convierta en plataforma del terrorismo y la subversión global. No es solo un desafío a la ley internacional; es un desafío a la civilización Occidental.
Estados Unidos ya ha enfrentado amenazas similares: primero del extremismo islamista y antes del expansionismo comunista soviético. Las superó no por inercia, sino por decisión. Hoy, la responsabilidad vuelve a tocar a la puerta. Y la historia juzgará no solo nuestras intenciones, sino nuestro coraje para defender la libertad donde otros la han enterrado bajo el miedo y la fuerza clandestina.
La paz del hemisferio —y la promesa de un continente libre— dependen de lo que hagamos ahora contra las organizaciones terrorista globales.
Antonio de la Cruz


