Una virtud antigua que, en la modernidad y recintos de complacencia, susurra consignas de paz sin comprender su verdadero coste. La civilización no es el estado natural de la humanidad, sino el logro frágil, construido con sangre, esfuerzo y visión. Y en el corazón de la conquista, como palpitación ancestral, yace la astucia del cazador.
No se refiere, al deporte ocioso, sino a la metáfora para la conducción de los asuntos humanos en un mundo complejo. No es solo un hombre con un arma; es el estratega en estado puro. Conoce su terreno, analiza el murmullo de las hojas, el rastro casi invisible y la historia de lo que pasó, presagio de lo que vendrá. Tiene la paciencia de los siglos, aguarda en el frío y el silencio, no por indecisión, sino porque comprende que el momento preciso es un regalo que reciben quienes saben esperar.
En la política y la guerra —que a veces convergen en el mismo campo de batalla— no puede despreciarse. La diplomacia ha evitado conflictos, las instituciones internacionales han salvado vidas, y la cooperación multilateral ha construido prosperidad compartida. Pero es ingenuo ignorar que estas conquistas civilizatorias requieren vigilancia. El cazador sabe que la paz no se sostiene con buenos deseos; es necesaria la combinación de principios firmes y capacidad demostrable para defenderlos. Está al corriente de que algunos actores —no todos, pero algunos cruciales— responden mejor a la certeza de consecuencias que a la persuasión moral.
La astucia es lo que separa al estadista del administrador. El gestor maneja lo inmediato; el estadista anticipa lo que se oculta tras la siguiente colina. El viejo león, no ganó la guerra solo con discursos, sino con la astucia de quien había estudiado los movimientos del tablero internacional. Supo leer la sombra del nazismo cuando otros veían solo un desagradable movimiento político. Comprendió que con un tirano no se negocia desde la debilidad, sino desde una posición de fuerza inquebrantable. Fue la paciencia, resistiendo, para dar el bastonazo certero en el momento justo, aliándose con fuerzas tan formidables como el oso y el águila.
Pero no es el único modelo. La astucia puede ejercerse desde la magnanimidad calculada, comprendiendo cuándo la reconciliación es más poderosa que la venganza. Los arquitectos de la Unión Europea supieron que la interdependencia económica es una forma suprema de estrategia: hacer que la guerra sea no solo inmoral, sino irracional. La astucia reconoce que la fuerza tiene múltiples formas, y que a veces la más efectiva es aquella que transforma enemigos en socios.
Hoy, los líderes efectivos no son ni lobos voraces ni corderos ingenuos, sino que saben cuándo rugir y cuándo tender la mano. Se confunden quienes equiparan la transparencia democrática con la candidez, pero yerran quienes revelan prematuros cada carta. El cazador sabio guarda silencio sobre sus métodos, pero es claro sobre sus principios. Su fuerza no reside solo en lo que calla, sino en la coherencia entre lo que dice y lo que hace.
La astucia no es sinónimo de crueldad ni de engaño perpetuo. El cazador respeta a su presa, conoce su valor y poder. No derrocha energía ni se complace en la matanza innecesaria. Su objetivo es la seguridad y prosperidad de los suyos, no la aniquilación. Del mismo modo, el estadista ilustrado no busca la humillación de su rival, sino el equilibrio que garantice los intereses de su pueblo. Es una virtud que combina frialdad con racionalidad, fuerza con mesura.
En este nuevo siglo, mientras los desafíos emergen —dictaduras se perpetúan mediante fraudes electorales elaborados, regímenes que convierten la abundancia en miseria planificada, éxodos masivos que desangran naciones enteras y estados en mafias criminales— necesitamos recuperar el equilibrio. Precisamos líderes que tengan la paciencia, la sagacidad para interpretar signos ocultos, valor para actuar en el momento decisivo, prudencia para distinguir batallas necesarias de aventuras costosas, y astucia para ganar confrontaciones antes de que escalen a violencia innecesaria.
Al final, la historia no juzga a los pueblos solo por la pureza de sus intenciones, sino por su capacidad para construir sociedades justas y prósperas que perduren. Y en esa tarea eterna, como bien saben las naciones que han navegado entre utopías peligrosas y cinismos paralizantes, se requiere algo más complejo que inocencia o ferocidad. Se demanda la astucia del cazador norteño, templada por la sabiduría del estadista que sabe la mejor victoria es aquella que hace innecesarias las siguientes guerras.


