James Holloway
En Washington aún se repite con solemnidad el mantra que marcó dos décadas de política exterior: “no boots on the ground”. Es la fórmula que justifica la cautela militar de Estados Unidos frente a conflictos extranjeros. Pero esa prudencia estratégica se ha convertido en una negación peligrosa: mientras el gobierno evita “poner botas en tierra”, los enemigos del orden occidental ya han sembrado “drugs in the ground”, y con ellas más de 200.000 muertes al año dentro del territorio estadounidense.
El narcotráfico no es hoy un fenómeno criminal, sino una guerra irregular que ya se libra dentro de Estados Unidos. Los cárteles de la droga y los regímenes que los protegen actúan como ejércitos no convencionales: controlan rutas, territorios, financiamiento y armas; corrompen instituciones; infiltran comunidades; y destruyen a generaciones enteras con el fentanilo y la cocaína.
Donald Trump fue el primer presidente estadounidense en reconocer esta realidad. Durante su primera administración, declaró formalmente a los carteles como organizaciones narcoterroristas y ahora determinó que Estados Unidos se encuentra en un “conflicto armado no internacional” (NIAC) contra ellas. Es una definición jurídica con implicaciones profundas: reconoce que la nación está siendo atacada por fuerzas organizadas no estatales con capacidad militar y efecto transfronterizo.
La doctrina Trump implica tres rupturas históricas:
1- El narcotráfico deja de ser delito transnacional para convertirse en acto de guerra híbrida.
2- La soberanía deja de ser refugio para el crimen.
3- Estados Unidos asume su derecho de legítima defensa extraterritorial frente a amenazas que destruyen su sociedad desde dentro.
Venezuela: epicentro del conflicto
En el corazón de esa guerra se encuentra el régimen ilegítimo de Nicolás Maduro, quien usurpa el poder desde el 28 de julio de 2024, tras robarse las elecciones en las que el pueblo venezolano eligió de manera abrumadora a Edmundo González Urrutia como presidente constitucional.
La Constitución venezolana es clara: la soberanía reside en el pueblo, y este ya se expresó —pacíficamente y por mayoría— para poner fin a la dictadura.
Maduro gobierna sin legitimidad de origen ni de ejercicio. Ejerce terrorismo de estado y lo sostiene un aparato represivo y una red de crimen organizado transnacional conocida como el Cartel de los Soles, integrada por altos mandos militares, estructuras del ELN, disidencias de las FARC, operadores de Hezbolá y mafias rusas. Desde el territorio venezolano se coordinan rutas aéreas y marítimas de cocaína y fentanilo hacia Estados Unidos, con participación directa de la Fuerza Armada y del Servicio Bolivariano de Inteligencia.
No se trata de un Estado soberano legítimo, sino de un narco-régimen en guerra contra Occidente. Maduro le declaró la guerra a Estados Unidos, no por ideología, sino por un interés deliberado en lucrarse a través del narcoterrorismo mientras causaba daño directo a la sociedad estadounidense, promoviendo la violencia, el tráfico de drogas y la exportación de criminales hacia EEUU.
La amenaza no se limita a las drogas. El régimen también facilita la exportación de criminales organizados, incluyendo miembros del Tren de Aragua, hacia ciudades estadounidenses, donde operan en redes de extorsión, tráfico y violencia, expandiendo así el alcance del narcoterrorismo directamente dentro del territorio de EE.UU.
La única guerra directa de Estados Unidos
Hoy, de los nueve escenarios de conflicto global en los que la administración Trump participa o media —Gaza, Ucrania, el Mar Rojo, el Indo-Pacífico, el Sahel, el Cáucaso, Europa y Venezuela—, solo uno constituye una participación directa y jurídicamente reconocida: el conflicto armado no internacional contra el narcoterrorismo.
En los otros casos, Trump ha sido actor indirecto o mediador decisivo. En Gaza, impulsó el histórico acuerdo por la paz entre Israel y los estados árabes moderados. En Ucrania, propicia un alto el fuego con Moscú. En Asia, contuvo la expansión china mediante disuasión naval y alianzas tecnológicas.
Pero en el hemisferio occidental, el enemigo ya no está lejos: opera dentro de las fronteras de América. En el interior de EEUU
Venezuela es el teatro central de la única guerra que Estados Unidos libra directamente, aunque sin despliegue masivo de tropas. Es una guerra de inteligencia, interdicción, sanciones financieras, cooperación hemisférica y operaciones de precisión. Su objetivo no es invadir ni ocupar, sino desarticular el corazón logístico del narcoterrorismo continental.
La falacia del “nuevo Irak”
Quienes critican una posible acción militar o de fuerza contra el régimen de Maduro argumentan que Venezuela podría convertirse en un “nuevo Irak” o un “nuevo Afganistán”.
Pero esa comparación es una falacia de contexto. Venezuela no es una sociedad tribal, ni multiétnica, ni religiosa. Es un país homogéneo, urbano y con una identidad nacional cohesionada, con infraestructura moderna, población educada y recursos naturales extraordinarios.
No hay fracturas sectarias que impidan su reconstrucción. Lo que destruyó a Venezuela no fue su gente, sino la captura criminal del Estado por una élite corrupta.
Una vez neutralizado el aparato represivo y criminal, la gobernabilidad se restauraría con rapidez, apoyada en una población deseosa de libertad y en instituciones civiles que, aunque golpeadas, aún existen.
La legitimidad de la acción
El argumento de soberanía no aplica. Un régimen ilegítimo que usurpa el poder y utiliza el territorio nacional para amenazar a otros Estados pierde su derecho a invocar la soberanía. En cambio, la intervención —sea militar o multidimensional— recupera legitimidad democrática, porque busca restaurar el orden constitucional y la voluntad del pueblo venezolano, violada el 28 de julio de 2024.
Encuestas recientes lo confirman: más del 86% de los venezolanos apoya las acciones del presidente Trump para presionar y aislar al régimen de Maduro. El pueblo no teme una intervención; teme la continuidad de una tiranía que lo condena al hambre, al exilio y a la criminalidad.
Una guerra moral
Trump lo ha dejado claro: esta no es una guerra contra el pueblo venezolano, sino contra los carteles y los regímenes que los amparan. Es una guerra moral, porque defiende la vida humana y el principio de justicia.
El dilema no es entre intervención o prudencia, sino entre acción y complicidad.
Maduro empezó la guerra. Trump debe terminarla.
No con invasiones ni ocupaciones, sino con inteligencia, alianzas hemisféricas y operaciones militares precisas que neutralicen las estructuras del narcoterrorismo, seguidas de reconstrucción institucional y restauración democrática.
Porque la paz verdadera —en América y en el mundo— no se alcanza ignorando los conflictos que ya existen, sino enfrentándolos y venciendo a quienes amenazan la civilización.
James Holloway — Analista independiente en seguridad hemisférica


