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La renuncia como cambio: cuando el adiós se convierte en poder, por Rafael Egáñez Anderson

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Hagamos catarsis!

Renunciar es más que cerrar una puerta. Es más que un correo formal, una conversación incómoda o un gesto de cansancio. Es un acto de transformación. Pero últimamente, para muchos, no ha sido solo una decisión profesional, sino un golpe final: la renuncia por venganza.

Es el movimiento de aquellos que sintieron que su trabajo fue invisibilizado, que su talento fue tomado por sentado, que sus ideas fueron ignoradas hasta el punto de que su única opción fue irse… pero irse dejando un vacío que duela. Es una declaración de guerra silenciosa. Un mensaje no dicho que suena más fuerte que cualquier grito: “Ya no estaré aquí para sostener lo que ustedes daban por hecho.”

El problema es que el fuego de la venganza calienta rápido, pero quema con la misma velocidad. Y cuando el polvo se asienta, cuando el caos se normaliza, cuando el puesto es llenado por otro nombre en una firma de recursos humanos, la pregunta que queda es otra: ¿De qué sirvió?

Según datos recientes, hasta septiembre de 2024, el número de dimisiones en España alcanzó los 2.162.361, un 36,89% más que en 2021. La renuncia ya no es solo un fenómeno laboral, sino un síntoma de algo más profundo. 

Estadisticas de Deloitte indican que el 86% de los jóvenes de esta generación considera que el propósito es clave para su bienestar laboral, y un estudio de BBVA revela que el 78% valora el reconocimiento de sus superiores. Se trata solo de buscar mejores oportunidades o de un grito desesperado por reconocimiento?

El ego exige ser visto. Si no puede ser admirado, prefiere ser temido. Y en el mundo laboral, donde el esfuerzo suele ser invisible y la lealtad se paga con más trabajo, la necesidad de hacer ruido al salir es comprensible.

El Harvard Business Review ha señalado que muchas renuncias impulsadas por la indignación rara vez traen satisfacción duradera. El golpe de adrenalina de dejar un equipo en crisis, de ver a un jefe lidiar con las consecuencias, de salir sintiéndose ganador… dura poco. Porque lo que se deja atrás es solo un campo de batalla, pero el verdadero enemigo no estaba ahí afuera.

La alquimia nos enseña que el fuego puede consumir o refinar. Que lo que importa no es el incendio que provocas, sino lo que eres después de haber pasado por él, en que te has convertido despues de haberte diluido y formado un nuevo tu. Si renunciar es inevitable, será un acto de rabia o el inicio de una transmutación?

En The Man of Understanding, Adida Samraj nos recuerda que la verdadera transformación ocurre cuando dejamos de ser víctimas de nuestras circunstancias y tomamos posesión de nuestra propia existencia. La pregunta no es “cómo me trataron?”, sino “cómo quiero que esta historia termine?”.

Si la renuncia es una huida, el ciclo de frustración seguirá repitiéndose. A medida que avanzan los días, más y más aumenta esa capacidad frustrada de ver al mundo circundante. Si es un acto de liderazgo, se convierte en un portal hacia algo más grande. No se trata de irse de un sitio, sino de llevarse lo aprendido y usarlo como combustible para lo que viene.

No basta con irse y dejar un vacío. Hay que llevarse consigo el oro de la experiencia, no el plomo de la rabia ni del estado denso separado que te llevo a ese proceso desgastante.

La renuncia no debería ser un escape, sino una jugada maestra. No se trata de desaparecer y dejar caos, sino de avanzar con visión. Un reset estratégico no es un portazo ni una respuesta impulsiva. Es la afirmación de que se ha entendido el juego y se ha decidido jugarlo en otro nivel.

No se deja un trabajo. Se deja una versión limitada de uno mismo.

El que renuncia por venganza busca que otros sufran su ausencia.

El que renuncia con propósito construye algo tan grande que el pasado se vuelve irrelevante.

La renuncia es una herramienta. Puede ser un arma o una llave. La diferencia está en quién la empuña. Tómalo en cuenta.

Rafael Egáñez Anderson

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