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La vigencia de los felicitadores, por Ricardo Ciliberto Bustillos

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Desde siempre, la política ha sido un asunto complejo y difícil. De todas las actividades humanas es la más atrayente, imprescindible, inescapable, capaz de los más nobles principios y conductas, pero también de las más abyectas e infames acciones.

Nuestro país no ha estado exento de semejante realidad. Desde los lejanos tiempos de la colonia, hombres y mujeres entregaron sus vidas por nobles causas e ideales. La independencia y, posteriormente, las andanzas como república, son testigos de excepción de cientos de casos y situaciones dignas del aplauso y reconocimiento. No obstante, y en contraposición a ello, hubo también innumerables incidentes en que la vileza, lo reptil y el perjurio hizo de las suyas, ocasionando severos daños a la comunidad, a la familia y a particulares.

Y es que pareciera que no terminamos de entender que mientras haya más autoritarismo, personalismo y retención del poder, más proclive o propenso es que se desaten -tarde o temprano – las tempestades de las infidelidades y traiciones.

La obra de Pío Gil (Pedro María Morantes) “Los Felicitadores” tiene una vigencia asombrosa. Desde que fue escrita por allá en 1911 hasta nuestros días, sus personajes aparecen en escena en todos los gobiernos. En las administraciones de Antonio Guzmán Blanco (1870- 1888), Joaquín Crespo (1892-1898), Cipriano Castro (1899-1908) y Juan Vicente Gómez (1908-1935) se llegó al máximo de la adulancia y el servilismo, dando a estos dictadores una característica o perfil muy singular.

En efecto, los autócratas siempre se han rodeado de individuos rastreros, incapaces de hacer una crítica o de advertir algún error, desvarío o insensatez. Los aplauden y elogian, como bien lo plasmó Pío Gil, hasta rabiar, sin motivo ni razón.

Sin embargo, estos son los primeros en abandonar el barco. Cuando se acercan tiempos o episodios de dificultades; cuando los alejan del séquito oficial; cuando los sustituyen en los cargos o los botan de la plana íntima, siempre salen hablando mal del régimen y, especialmente, del jefe mayor.
Los aplausos, la aprobación instantánea, el “sí” para todo, los desmanes consentidos, siempre han estado presente en la actividad política. En todos los tiempos, los mandamases se hacen de estas figuras que – de paso – les vienen como anillo al dedo en cuanto a solidaridades o lealtades se requiere, aunque a la postre, resulten momentáneas y fingidas. Es, lamentablemente, el circo que acompaña a los mandones de turno, cuyos trapecistas cumplen a cabalidad un deplorable papel y los payasos creen convencer y hacer reír a la audiencia.

“Los Felicitadores” de Pío Gil son tal cual como los describió. Quizás se hayan modernizado en algunos aspectos y hasta cambiado de ropaje. Sobre todo, los que pululan y viven más allá del ámbito gubernamental. En todas las épocas, obviamente, en unos más que otros, los empresarios del respaldo sumiso, los que andan por allí con las palmas enrojecidas o con dolor en la nunca de tanto alzar y bajar la cabeza en señal de entusiasta aprobación, pareciera que constituyen una especie inextinguible, sobre todo en nuestra sufrida Venezuela. Quienes creemos en la decencia y civilidad de la política, debemos continuar con el esfuerzo para extirpar esta infortunada costumbre y realidad. Será difícil, pero hay que insistir.

Ricardo Ciliberto Bustillos

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