Esta semana, tres de los principales bancos centrales del planeta, la Reserva Federal estadounidense, el Banco Central Europeo (BCE) y el Banco de Inglaterra, han tomado medidas de política monetaria muy distintas entre sí. Primero, el Banco de Inglaterra ha decidido subir los tipos de interés a corto plazo hasta el 0,25% al tiempo que ha mantenido sus compras de deuda pública a largo plazo. Segundo, la Reserva Federal ha anunciado que pondrá fin en marzo a sus compras de deuda pública a largo plazo y que, en 2022, planea incrementar en tres ocasiones los tipos de interés (hasta el 0,75%). Y tercero, el Banco Central Europeo ha comunicado que pondrá fin en marzo a sus adquisiciones de deuda pública derivadas de la pandemia, pero que seguirá con las compras (a mucho menor ritmo) a través de otro programa durante todo 2022. A su vez, no tiene ninguna intención de subir los tipos de interés en este próximo año.
Claramente, el perfil monetario más laxo es el del Banco Central Europeo. Pese a que debería ser el banco central con una política más estricta –a diferencia de la Reserva Federal o del Banco de Inglaterra, su único mandato es el de mantener la estabilidad de precios y, en la actualidad, la inflación en la eurozona se halla muy lejos de su objetivo del 2%–, mantiene un perfil muy acomodaticio bajo la premisa de que la inflación que estamos experimentando en la eurozona no tiene un origen monetario, sino que es inflación importada por la existencia de cuellos de botella en diversas áreas de la economía mundial. Dicho de otro modo, la economía europea no se está sobrecalentando, sino que está sufriendo de la escasez global de determinadas mercancías. En ese contexto, tensionar la política monetaria no solucionaría ningún problema y sí generaría otros, según el BCE. Sin embargo, que la inflación europea pueda no estar causada por el recalentamiento interno no implica que la autoridad monetaria no deba preocuparse por estabilizar el valor de la divisa, tal como empiezan a reconocer en EE.UU. o el Reino Unido. Si se desanclaran las expectativas de inflación –es decir, si los agentes económicos comenzaran a desconfiar de la capacidad o de la voluntad del banco central para mantener los precios a raya–, entonces la inflación podría convertirse en una especie de profecía autocumplida. Si en el momento de mayor estallido inflacionista de los últimos treinta años, el Banco Central Europeo se pone de perfil, ¿no corremos el riesgo de que su credibilidad quede en entredicho?
No sólo eso. Si EE.UU. y el Reino Unido endurecen más tempranamente que la eurozona su política monetaria, el euro tenderá a depreciarse frente a ambas divisas. Así ha sucedido en el último año tanto con respecto a la moneda británica (el euro ha perdido un 6,6% de su valor) cuanto frente al billete verde (el euro ha perdido el 9% de su valor). Y un euro que se deprecia es un euro que facilitará que importemos todavía más inflación.
Cualquiera diría que el Banco Central Europeo sabe que se le está acabando el tiempo para hacer lo que tiene que hacer y que está expirando sus últimos meses antes de que se vea forzado a subir los tipos de interés. Si la inflación no retrocede durante la primera mitad de 2022, será inevitable que el BCE siga aceleradamente los pasos dados por la Reserva Federal y del Banco de Inglaterra.
Este artículo fue publicado originalmente en La Razón (España) el 19 de diciembre de 2021.