Por Ramón Muchacho
La comparación puede resultar tentadora para quienes observan desde fuera un país devastado por el autoritarismo, el colapso institucional y la emigración masiva. Pero la naturaleza de la tragedia venezolana —y de su posible reconstrucción— es distinta. La nación venezolana ha resistido dentro de los márgenes civiles, en los resquicios que deja un régimen que ha convertido el Estado en una estructura criminal. Y lo ha hecho con una disciplina democrática que no debiera pasar inadvertida.
El 28 de julio fue el punto culminante de esa resistencia cívica. Millones de venezolanos acudieron a votar aun sabiendo que enfrentaban un proceso diseñado para frustrar su voluntad. Fue una demostración de que la sociedad venezolana no ha renunciado a los mecanismos de la democracia y la razón. Ese gesto épico, que el régimen quiso burlar, es el testimonio más claro de que el país no necesita tutelaje, sino aliados.
Porque Venezuela no está bajo un autoritarismo común, sino bajo una narcotiranía: un entramado que mezcla poder político, represión militar y crimen organizado. Frente a eso, la lucha ciudadana ha sido civil, persistente y desarmada. Quienes hoy detentan el poder no lo hacen ya por algún trasnocho ideológico sino por lucro y vicio. Despojados de toda legitimidad, dependen del control territorial y del sistema de impunidad que han construido para proteger sus negocios ilícitos.
Por supuesto, el cambio político en Venezuela implica riesgos reales, nadie se chupa el dedo: grupos armados como el ELN, enclaves del narcotráfico, y figuras como Diosdado Cabello podrían intentar una resistencia armada. Pero reconocer esos desafíos no iguala a Venezuela con Irak. Irak, Libia o Afganistán, donde no había ninguna tradición democrática, ni liderazgo legítimo, ni una ciudadanía cohesionada por un mismo idioma, una misma historia y una misma fe republicana. Reducir el caso venezolano a esos precedentes es ignorar profundamente lo que somos, una especie de automatismo académico, un reflejo condicionado de quien se esfuerza por ver los matices de la realidad.
El apoyo externo, quien lo duda, es indispensable. No para imponer una salida, sino para garantizar que la soberanía popular expresada en las urnas se termine de hacer valer. Y después, para acompañar una reconstrucción que será tan difícil como necesaria. El Estado venezolano deberá ser liberado de las redes de corrupción y del control territorial de grupos armados. Será preciso evitar que los responsables de la destrucción del país se oculten —como suelen hacerlo los criminales cuando pierden el poder— en la vasta geografía venezolana, donde querrán seguir operando ya no a la sombra del Estado, sino al margen de él.
Pero Venezuela no es ni será un nuevo Afganistán. No hay fracturas étnicas ni conflictos religiosos que amenacen su cohesión. La identidad nacional es fuerte y el sentido de pertenencia, profundo. El país que emerja se apoyará en su tradición democrática, en su aprendizaje colectivo y en una diáspora profesional, deseosa de volver, que ha demostrado una inmensa capacidad para adaptarse, innovar y sobrevivir.
La reconstrucción venezolana no partirá de la nada. Habrá instituciones que recrear, no que inventar; una sociedad que liberar, no que rehacer. El país dejará de ser un hub del crimen organizado para convertirse en una referencia mundial en ganadería, deportes, gastronomía, entretenimiento, energía y manufactura, donde la creatividad sustituirá al miedo y la cooperación al clientelismo.
Venezuela no es Afganistán. Es una nación herida, pero no liquidada; humillada, pero no vencida. Un pueblo que ha demostrado que, incluso en la mayor oscuridad, decide actuar con dignidad y que hoy como nunca necesita una alianza genuina para la libertad y la reconstrucción


