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Es lo que es

Todo terminó, por Ricardo Ciliberto Bustillos

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Ellos lo saben, aunque traten de hacerse los locos o disimularlo.

La expresión, el rostro y el ánimo los delata. Imposible ocultar la fatídica sentencia del tiempo: todo ha terminado. Se acabó el socialismo del XXI y con este, el cierre definitivo de esta fábrica de dolores y pobreza.

Hubo un empeño, como en todo régimen autoritario, de instalar una hegemonía perpetua, desafiando -de este modo- las leyes de la naturaleza humana y las pautas inexorables que caracterizan los procesos políticos. En otras palabras, pretender un sistema que fuera inmodificable e imperecedero, convencidos -como estaban- que los venezolanos, como minusválidos políticos o vestidos de idiotas, aceptarían tan descabellado propósito.

Sin embargo, la resistencia, con sus errores y omisiones, fue poco a poco haciendo su trabajo y modificando esta agobiante realidad. Más allá de los iniciales aplausos, apoyos e inocentes ilusiones, el comandante fue tejiendo toda una red de complicidad, destapando – de forma sibilina- los demonios antidemocráticos y haciéndose de un grupo que “Los Felicitadores” de Pío Gil, serían apenas unos niños de pecho. Al poco tiempo, los acuerdos, diálogos y contrapesos razonables que deben hallarse en toda democracia, dieron paso a la imposición, a las decisiones caprichosas y, sobre todo, a una regencia violatoria de los más elementales derechos.

Desde un principio hubo desencanto. Paso a paso, el deterioro de la gestión gubernamental se hizo evidente. Los procesos electorales convocados después 1998 fueron arrojando resultados de dudosa exactitud, transparencia y veracidad. Ganaban sí (según pregonaban a los cuatro vientos), pero dejaban como secuela, un tufillo a trampa o manipulación de la voluntad popular.

La crisis se fue acentuando hasta llegar a niveles, como los que vivimos hoy en día, insoportables y que, como contra partida, se hace necesario superar. Han sido 25 años de calamidades, de decisiones erráticas y de transgresiones a la libertad.

La gente quiere un cambio. Y, definitivamente, este se hará presente el próximo 28 de julio. De paso, hay que ser optimistas y convencidos demócratas. Eso de estar por allí, como se dice popularmente, invocando al diablo, pregonando que el gobierno va acometer toda clase de desmanes para impedir o desconocer los resultados, es hacerle un gran favor, pues ello solo trae – indefectiblemente- desaliento, temores y, por supuesto, abstención.

Las cartas están echadas. Tenemos las ases en las manos. Solo nos resta cumplir con nuestros deberes ciudadanos acudiendo a depositar nuestra indeclinable voluntad soberana. Única manera, por demás, de lograr la democracia que tanto anhelamos. El hacer caso omiso a esas consejas malsanas, murmullos catastróficos y opiniones derrotistas, resulta una obligación de primer orden.

Todo terminó. Ya no hay vuelta atrás. Ellos lo saben y nosotros también. Vamos todos el próximo 28 a sepultar esta fábrica de dolores y pobreza.

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