Los precedentes auguran que con Trump en la Casa Blanca se incrementará la presión estadounidense sobre las dictaduras de izquierda en América Latina.
Las implicaciones potenciales que para la democracia estadounidense reviste el segundo ascenso de Donald Trump a la Casa Blanca exceden el tema del presente artículo. Esa diatriba es tan pertinente como ardua y compleja, pero en todo caso ajena al propósito de estas líneas, circunscritas como están al análisis de un asunto muy concreto: las posibles repercusiones que este nuevo período presidencial podría acarrear para las dictaduras en América Latina, en un momento en el que estas se asumen de izquierda.
El presidente “loco”
Según estipula la constitución de los Estados Unidos, el presidente de dicha nación goza de enormes facultades para conducir la política exterior. Cuenta además con numerosas agencias de inteligencia que le sirven exclusivamente a la Casa Blanca, con la finalidad de asistirle en su toma de decisiones. Las tareas concretas corren a cargo de los miles de especialistas y burócratas que integran el Departamento de Estado, organismo encargado de diseñar e implementar las relaciones exteriores. También el Senado y la Cámara de Representantes intervienen de un modo importante, tratando de influir sobre las decisiones del Poder Ejecutivo.
Donald Trump, sin embargo, se caracteriza por su ejercicio particularmente directo e intempestivo en materia de política exterior. No se siente tan cómodo como sus predecesores con la burocracia del Departamento de Estado. Tampoco lleva demasiado bien las dinámicas institucionales de los gobiernos foráneos, que a menudo esperan de él que se conduzca a través de canales regulares e institucionales. Como hombre de negocios que ha sido siempre, Trump evalúa pragmáticamente los incentivos a los que responde su contraparte, con la finalidad de plantearle, de modo directo y claro, los términos de un acuerdo razonable que le permitan a él evitar o escalar un conflicto.
Este modus operandi tenderá a ser más eficaz en la medida en que el propio Trump resulte más impredecible. Tal como señalara Yehezkel Dror en Crazy States (1971), actuar en ocasiones como un demente puede ser la forma más eficaz de proyectar amenazas creíbles, a través de las cuales se procura debilitar el sistema de preferencias del oponente. La eficacia dependerá, entre otros factores, tanto de la capacidad real como de la voluntad genuina de retaliación al negociar.
Henry Kissinger destacaba el rol del estadista sobre los aparatos burocráticos a la hora de alcanzar la estabilidad internacional. No obstante, mientras más democrático e institucional sea un gobierno, más incómodo tenderá a sentirse ante un presidente estadounidense al que le gusta ser impredecible y saltarse los canales institucionales o burocráticos. Basta ver lo que piensa buena parte de Europa para percatarse de lo anterior. Quizá por esa misma razón el estilo de Trump destaca en sus negociaciones con autócratas, quienes por definición concentran el poder y la toma de decisiones en materia de política exterior. En tales casos, la relación bilateral tiende a manejarse como un tête à tête donde el acuerdo entre dos personas puede resultar determinante.
Precedentes hostiles
Durante su primer período de gobierno (2016-2020), la actitud de Trump hacia las autocracias izquierdistas de América Latina fue dura y frontal. De modo generalizado, Washington incrementó sistemáticamente la presión política y económica sobre tales regímenes (la “troika de la tiranía”, como la llamó John Bolton, Asesor de Seguridad Nacional de E. U.) mediante la aplicación de nuevas sanciones, tanto personales como económicas. Tal fue el caso de Nicaragua, luego de que las protestas que tuvieron lugar en dicho país en 2018 fueran duramente reprimidas por el gobierno de Daniel Ortega. Además de las sanciones impuestas al propio Ortega, su familia y colaboradores cercanos, E.U. también aprobó la Ley de Condicionalidad de Inversiones en Nicaragua (NICA).
En el caso de la Cuba castrista, y al amparo del Título III de la Ley Helms-Burton, con Trump se intensificó la tramitación de demandas en tribunales estadounidenses. Se prohibió la importación de ron y tabaco de origen cubano a Estados Unidos. También se restringieron los envíos de remesas y los viajes de ciudadanos estadounidenses a la isla. La actividad de médicos cubanos en terceros países fue ampliamente denunciada en el plano diplomático. Se canceló la renovación de la licencia para operar en Cuba de Marriott International y, a través de la Oficina para el Control de Activos Extranjeros (OFAC, por sus siglas en inglés), se penalizó a varias compañías que violaron el embargo impuesto por E. U. desde 1962, sobre todo a las que transportaban combustibles a la isla.
El caso de Venezuela fue quizás el más notorio, dado el potencial energético de dicho país y la capacidad del régimen chavista para apuntalar a sus socios regionales. Luego de que Nicolás Maduro se adjudicó fraudulentamente las elecciones de 2018, la Asamblea Nacional que controlaba la oposición decidió desconocerlo y juramentar en enero de 2019 al diputado Juan Guaidó como presidente interino. Esta acción fue respaldada por Trump, quien junto al Grupo de Lima encabezó un reconocimiento internacional que abarcó a más de 60 países. Washington agregó entonces sanciones comerciales a las sanciones personales que ya había venido imponiendo el presidente Obama desde 2014, pero los intentos de derrocamiento de Maduro fracasaron. La intuición de Trump, quien repetía en privado que Maduro era una tough cookie, demostró ser acertada.
Nueva coyuntura global
Es mucho lo que ha sucedido desde entonces, desde una gran guerra convencional en Europa hasta una pandemia. La guerra entre Rusia y Ucrania se ha intensificado en el tiempo, mientras Israel contraataca por todo el Medio Oriente. Los únicos que parecen seguir en el mismo sitio son Maduro, Ortega y Díaz-Canel, situación que ahora los obligará a lidiar nuevamente con Trump en la Casa Blanca. ¿Cabe esperar que la política de “máxima presión” aplicada durante su primer período presidencial se repita en esta oportunidad, en medio de este nuevo y más convulsionado contexto internacional? De momento, mientras algunos analistas piensan que se avecina una repetición de la política desplegada años atrás, otros opinan que hay margen para un giro sorpresivo. Cada grupo encuentra argumentos para sostener sus posiciones.
Por ejemplo, a pesar de que al nuevo presidente electo de los estadounidenses se le acusa con frecuencia de ser proclive a la guerra, su discurso es más bien aislacionista. De hecho, a diferencia de muchos de sus predecesores, Trump no inició ninguna guerra durante su primer mandato presidencial. Su posición ante Rusia, por ejemplo, ha seguido en gran medida los postulados de John Mearsheimer, quien aboga por una Ucrania escasamente armada, fuera de la OTAN y de la Unión Europea, y en cierto modo sacrificada como buffer zone (una suerte de tierra de nadie) dentro de la esfera de influencia rusa, a cambio de la estabilidad en Europa.
Por otro lado, cuando Trump fustigaba la deriva socialista del Partido Demócrata, Venezuela encajaba bien en su discurso como desaconsejable referente mundial de dicha ideología. Sin embargo, sus alusiones más recientes al caso venezolano giran en torno a sus migrantes en E. U., tema destacado a lo largo de la última campaña presidencial. Algunos analistas sostienen que el petróleo de Venezuela ha perdido importancia luego de que, gracias al fracking, Estados Unidos ha alcanzado una mayor autonomía petrolera. Estos elementos, aunados a la centralidad de los conflictos en Eurasia y a la experiencia fallida del gobierno interino en Venezuela, llevan a ciertos sectores a sostener que Trump no seguirá confrontando a las dictaduras regionales.
Perspectivas más probables
Sin embargo, en mi opinión por ahora prevalecen los elementos a favor de la continuidad. Así como el nuevo presidente aboga por una Ucrania débil para aplacar los recelos de Moscú; así como ha defendido siempre un Israel fuerte ante la amenaza islamista; y del mismo modo que ha combatido una mayor influencia china en Norteamérica, también parece congruente con lo anterior que defienda la cuenca del Caribe en tanto área de influencia estadounidense, así como un acceso preferente a los recursos que alberga dicha zona.
De momento, las dudas comienzan a despejarse con el nombramiento del hardliner cubano-americano Marco Rubio como Secretario de Estado, primer hispano en ocupar dicho cargo. Por un lado, esta designación quizás revele una voluntad de mirar más hacia el hemisferio en cuestiones de política exterior. Por otro lado, ninguna otra figura podría haber sido más contraria a los intereses de los autócratas de Cuba, Nicaragua y Venezuela, ya que pocas personas en Washington entienden mejor que Rubio la amenaza que estos representan.
Seguramente la administración Trump descarta iniciar hostilidades en el Caribe, pero esto no rebaja las preocupaciones en La Habana, Caracas o Managua. Existen muchos mecanismos para que una potencia como la norteamericana ejerza una gran presión sobre regímenes como los de Venezuela, Cuba o Nicaragua, y no se limitan a las sanciones. El caso de Qasem Soleimani sirvió para recordárselo al gobierno de Teherán en enero de 2020. ~
Ver también: