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Es lo que es

El des(en)cubrimiento de América —capítulo Venezuela—

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“Atrevámonos a vivir sin la mentira de la ‘gloria’. Atrevámonos a conocernos quitando las capas de propaganda del sistema de mitos. Atrevámonos a hallar rótulos y perspectivas que trasciendan el autoengaño y la automutilación. Atrevámonos a desencubrir. Por más que les pese a nuestras almas infantilizadas —necesitadas de héroes, villanos y víctimas perfectas—: no existió el ‘Paraíso precolombino’ arrasado por la ‘conquista’, no hubo ‘infierno colonial’, los ‘libertadores’ no fueron semidioses portadores de ‘independencia’ alguna. Los ancestros que poblaron esas horas fueron —en su inmensa mayoría— sencillamente seres de su tiempo que actuaron en función de sus esquemas mentales e intereses”

Especial de Carlos Leáñez Aristimuño

I. Imperativo: tocar las estatuas ecuestres

Quien denomina domina. Y lo hace porque los rótulos que ponemos sobre las cosas pueden traer aparejados, más que una mera descripción, una interesada interpretación que persigue inclinar nuestra valoración del fenómeno. La manipulación es total cuando esa rotulación pasa como objetiva y cierra toda posibilidad de discusión, al punto de que quien la adverse puede pasar por loco o delincuente. Esto será más agudo en la medida en que más esté en juego.

El relato que intenta cohesionar nuestro país gira en torno al proceso que llevó a nuestra separación política de España. Es la piedra angular del sistema de la venezolanidad. Blindarlo, glorificarlo y difundirlo resulta esencial para lograr la adhesión a un proyecto político —Venezuela— de personas tan disímiles como pescadores de Manzanillo, agricultores del páramo La Culata o llaneros de Calabozo. También resulta básico para justificar la separación de personas tan parecidas como quienes habitan el estado Táchira y el Norte de Santander, o los goajiros o llaneros de uno u otro lado de la frontera colombo-venezolana.

Los relatos nacionales con frecuencia unen lo disímil y separan lo semejante en función de redes de poder que desean un territorio para desplegar sus intereses. Sus fronteras físicas suelen llegar hasta donde el poder de esas redes puede efectivamente plantarse. Como esto no resulta muy emocionante ni inspirador, en un ejercicio de engaño ante los otros y de autoengaño ante sí mismos, quienes lideran estas redes a menudo solicitan a sus entornos ilustrados encabezar un proceso de rotulación que glorifica los procesos que lideran, hecho lo cual pasan a difundir una narrativa cuyos términos —también ángulos, resaltados y omisiones— han sido cuidadosamente seleccionados. La difusión tiene lugar mediante un sistema de monumentos, conmemoraciones y, sobre todo, una historia escolar emotiva y maniquea —reforzada con anécdotas en la tradición oral— repetida generación tras generación que acarrea adhesiones ciegas muy bien asentadas. Esta historia escolar lleva al niño, y más tarde al adulto, a colocar en territorio sagrado determinadas gestas y personas, a tornarlas en referentes no solo políticos, sino, incluso, existenciales. ¿Cómo tocar al personaje que ocupa el centro de nuestras plazas si también —junto a Jesucristo— ocupa el centro de nuestras existencias?

“Cuando Bolívar nació / Venezuela pegó un grito / diciendo que había nacido / un segundo Jesucristo”, reza una canción muy popular. Jamás la he visto objetada ni criticada. Se equipara al hombre que divide la historia universal en dos e inicia una elevación planetaria de la dignidad humana con otro de un radio de acción claramente más limitado. Esta equiparación incuestionada nos da la talla de lo que implica tocar la estatua ecuestre del centro de nuestras ciudades y pueblos: es sacrilegio, es blasfemia, es herir creencias de las que pende el sentido no solo de la república, sino también de quienes la pueblan.

II. Donde dice “Guerra de Independencia” debe decir “Guerra de Secesión, Fragmentación y Dependencia”

Intentemos ver el pasado desde un ángulo distinto al enseñado en las escuelas. El hito fundamental de la historia venezolana es, qué duda cabe, la llamada Guerra de Independencia. Este rótulo encauza nuestra percepción hacia un bien: la libertad. Ella, a su vez, impregna a sus autores como “libertadores” y al más sobresaliente de ellos como el Libertador: es único —de allí el artículo determinado y singular— y debemos reverenciarlo —de allí la mayúscula de relevancia—. Ahora bien, ¿puede hablarse de independencia? Ella significa ser libre con respecto a otro Estado. La oferta “patriota” —término nada neutro que coloca a los realistas locales en la casilla de traidores— implicaba la independencia con respecto a España, pero… ¿a costa de una nueva dependencia y de la generación de micro-Estados incapaces de soberanía? Eso —en público— nunca se planteó… pero fue lo que ocurrió. Potencias europeas, antes que ninguna Inglaterra, pusieron todo en obra, en estrecha e indispensable alianza con los “libertadores”, para el despliegue de la siguiente secuencia: secesión —dividir la potencia mundial española—, fragmentación —fraccionar la América española— y dependencia —los nuevos y múltiples pequeños Estados habrán de ser proveedores de materias primas y compradores dependientes de sus productos elaborados y de sus financiamientos—. Dado el saldo de lo anterior, propongo rótulos distintos: guerra de Secesión, guerra de Secesión y Fragmentación o, si queremos exhaustividad, guerra de Secesión, Fragmentación y Dependencia.

El DLE —antes DRAE— define a la secesión como una acción “por la cual se separa de una nación una parte de su pueblo y de su territorio”. Define, además, la nación con tres acepciones: “Conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo Gobierno”, “territorio de una nación” y “conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común”. Antes de la guerra, éramos, en cualquiera de sus acepciones, claramente una nación —la nación española— distribuida en inmensos territorios, cohesionada por la historia, la lengua y una monarquía católica que convocaba a una lealtad fuerte: no disociaba lo político de lo religioso. Pero una capa ínfima de la población expuso agravios, exacerbó diferencias, resaltó excelencias, se montó en los aires revolucionarios y convocó a los “americanos” —aprovechando la crisis generada por Napoleón en la península— a la secesión. Separados de España, el liderazgo criollo no supo construir —¿o no lo quiso?— un vínculo unitario. La Corona no pasa al pueblo americano, sino a los pueblos de ciudades y regiones liderados por oligarquías locales apoyadas por intereses globales… ¡y se pasa de esta manera de una nación de rango mundial a un archipiélago impotente! Los “libertadores” forjaron así nuestra inestabilidad crónica —la Corona como instancia de cohesión no logra ser reemplazada por otro objeto político robusto— y nuestra inveterada fragmentación, que nos ha vuelto objetos incapaces de seguir coordenadas propias y tener una voz resonante en el mundo. Nuestros “libertadores” no merecen el rótulo que ostentan: son fragmentadores generadores de dependencia e inestabilidad. Llamémoslos, para abreviar, fragmentadores.

III. ¿Son los españoles ellos y los indígenas nosotros?

Otro rótulo que nos nubla la cabal percepción es el sustantivo “colonia” —o peor: “coloniaje”— y el adjetivo “colonial”: se usan sin cuestionamiento alguno para describir el período previo a la fragmentación y hacen juego perfecto con “independencia”. En efecto, si la colonia es lo que nos señala la cuarta acepción que encontramos en el DLE —“Territorio dominado y administrado por una potencia extranjera”—, toca independizarse. Por si fuera poco, la constelación que gira en torno a “colonia” atrae una expresión recurrente en los discursos: “yugo español”. La palabra yugo implica “ley o dominio superior que sujeta y obliga a obedecer” o “carga pesada, prisión o atadura”; de ahí a la noción de esclavitud hay solo un paso que muchos no dudan en dar: fuimos “liberados” de la “esclavitud” a la que nos sometía el “yugo español” hemos visto repetir recientemente en las redes sociales a una maestra de escuela a unos inocentes retoños. La red semántica se despliega en forma mecánica: colonia → yugo español → esclavitud → independencia.

Otras consecuencias tiene la noción de “colonia”: implica dominio extranjero. Dominio que, al llevar aparejada la expresión “yugo”, se torna particularmente malévolo. De esta manera, lo español —por colonizador— queda expulsado del “nosotros” que nos constituye: es ajeno e indigno, no nos es propio, debe ser erradicado. ¿Y qué somos —según el discurso escolar imperante— nosotros? Indígenas puros ultrajados. Puros tanto en el sentido racial como el ético: son los indígenas la fuente prístina originaria a cuyas aguas hemos de volver. Esta idealización bloquea la posibilidad de un conocimiento real de los ancestros indígenas y acarrea dos peligros de talla: el racismo y el totalitarismo. El primero, por ahora, yace relativamente agazapado, pero el segundo no ha cesado de lastrarnos de forma abierta. En efecto, si se asume que existió una suerte de Paraíso precolombino, se da por cierto que la bondad plena es posible entre humanos. Así, la tarea del liderazgo político es sencilla e ineludible: imponer la bondad originaria. Ya que existe y es posible entre humanos, tiene el deber moral de imponerla: el “buen salvaje” —víctima pura— implica al “buen revolucionario” —ángel salvador— desde la “independencia” hasta la “revolución bolivariana”.

Pero… ¿éramos una colonia de España los hispanoamericanos? Jurídicamente no: el estatuto era el de la unión real con la Corona de Castilla, éramos reinos unidos, “los reinos de acá y los de allá”. Ahora bien, nos interesa una respuesta más substancial. La palabra “colonia” implica dominio extranjero. ¿Eran los españoles extranjeros y somos los indígenas nosotros? No. El nosotros se constituye a partir del mestizaje y el intercambio acaecido a todo nivel. Antes, nuestros ancestros principales —indígenas y castellanos— existían por su cuenta: los unos, en múltiples y disímiles tribus; los otros, en un lejano reino ibérico. No podía haber un nosotros antes por las mismas razones por las que no puede haber un ser humano concreto si no se da el encuentro entre los dos factores que han de constituirlo. Ahora bien, asumir esto pulveriza el edificio de la historia escolar: éramos ángeles indígenas, fuimos invadidos por demonios españoles y liberados por semidioses que dieron los primeros pasos hacia el Paraíso perdido. A nosotros, venezolanos de hoy, nos toca rematar la “liberación definitiva”, es decir la vuelta al Paraíso. No cabe duda: los ángeles, los demonios y los semidioses son los encubridores de Venezuela.

El asumirnos como indígenas puros ultrajados —siendo en realidad una cultura nueva— nos condena al desatino permanente: al no operar sobre las coordenadas correctas, no llegamos nunca a destino y sufrimos sucesivos naufragios. El sistema mítico que nos constituye —Paraíso precolombino, yugo español, independencia, vuelta al Paraíso— es trágico porque, siendo indohispánicos, demanda la supresión de lo hispánico, lo cual es imposible: nos hallamos en una cultura de base católica y de lengua española. La tensión entre la realidad indohispánica y la pretensión de un “nosotros” exclusivamente indígena —coreografía palpable en el derribo y sustitución de estatuas en la Plaza Venezuela de Caracas— nos condena a una esterilidad ontológica: las construcciones sólidas solo engranan desde la plenitud del ser, no desde precarios andamiajes.

IV. Historia para adultos

La historia infantilizante con la que nos impregnan reduce la “conquista” a episodios cruentos y amplifica así —a lo largo de abundantes páginas, horas de clase e incluso actos culturales— su impacto emocional para dejar una huella incuestionada e indeleble en el ciudadano común: lo hispánico es malo y ajeno. Conquistar, en su primera acepción, implica “ganar, mediante operación de guerra, un territorio, población, posición”, mientras que su segunda es “ganar, conseguir algo, generalmente con esfuerzo, habilidad o venciendo algunas dificultades”. Dados los atractores semánticos descritos, solo se piensa en la primera acepción, cuando, en realidad, la verdaderamente descriptiva es la segunda. En efecto, la forja primigenia de nuestra cultura no se da exclusivamente sobre hechos de sangre, sino también sobre colaboración y pactos. Nuestros ancestros indígenas y nuestros ancestros castellanos pasaron por décadas de reconocimiento mutuo, de tanteos, a partir de los cuales tomaron las decisiones que consideraron mejores para los suyos: atacar, negociar, colaborar, huir, evitar. Todas esas opciones estuvieron abiertas y fueron efectivamente transitadas en un territorio que nada tenía de idílico y que no preexistía como unidad política al avistar Colón nuestras actuales costas.

Por su parte, la “colonia” —apenas sobrevolada a pesar de constituir el período más largo— es un paréntesis prácticamente vacío, salpicado de episodios que reafirman la crueldad hispánica y la necesidad de “liberación”. No conozco a ningún venezolano hoy que no sea estudioso de la materia o de amplia cultura que sea capaz de articular un discurso veraz y suficiente respecto a ella. ¿Por qué la “colonia” es sobrevolada? Porque no resulta conveniente profundizar en lo que ocurre tras los encuentros y encontronazos iniciales entre nuestros ancestros indígenas e hispánicos: España, a lo largo de siglos, administró e hizo parte de su cuerpo a Hispanoamérica. Buscó fundar una España americana. No buscó, como otros europeos, limitarse a factorías costeñas y eliminar a los nativos o forzarlos a una periferia. No. Integró pueblos, fundó ciudades tierra adentro, trazó caminos, construyó iglesias, hospitales y escuelas; estableció una sólida moneda, forjó una legislación protectora de los débiles y reconocedora del otro, legó festividades, tradiciones, modos de ser y estar. Y lo principal, por su carácter fundante, vertebrador, organizador del mundo y del sentido de la vida: la lengua en la que me lees y el Dios cristiano. Lo anterior es tan importante para nosotros que, si fuese posible extraerlo de nuestro ser, desapareceríamos: somos inconcebibles sin el legado hispánico.

Pero, atención: no se trata de generar una leyenda dorada, sino de superar el silencio y la manipulación respecto al período monárquico y suplantarlo por conocimiento que, aunque ya existente entre los especialistas rigurosos, no se ha difundido, no ha hecho mella en las mentes infantilizadas y adoctrinadas. De algo estoy seguro: del conocimiento no surgirán demonios españoles oprimiendo a nativos angelicales, sino la visión de una sociedad nueva y mestiza que, con todas sus limitaciones, iba en movimiento ascensional cuando se desencadena la cataclísmica secesión. Cedo la palabra a Elías Pino: “Estamos acostumbrados a ver en la Independencia una hazaña gloriosa, sin descubrir la tragedia que fue de veras. La sociedad de las postrimerías coloniales vivía un apogeo económico y una situación de convivencia que no parecía orientada a alternativas de hostilidad. Antes de 1810, el joven Andrés Bello pregonaba las bondades del paraíso del café y el cacao que era Venezuela, sin imaginar la catástrofe que se avecinaba. Para desdicha de las mayorías de la población, arrastradas a un conflicto que no les interesaba, el pensil se convirtió en infierno debido a las batallas contra los realistas” (cursivas mías). La realidad que describe el historiador —historia para adultos— no refleja una gestión de malévolos seres, sino una administración sensata. Algo debería estarse haciendo bien para que, del caldo de cultivo de una ciudad que no sobrepasaba los 50.000 habitantes en 1810, surgieran dos personas cuyas ejecutorias marcaron el siglo XIX hispanoamericano: Bolívar, principal propiciador individual de la ruptura política; y Bello, principal artífice individual de nuestra continuidad histórico-cultural.

V. El todo es Hispanoamérica

Los fragmentadores —“libertadores”— de comienzos del XIX pusieron en juego la continuidad de los pueblos hispanoamericanos. En efecto, al sumirnos en una profunda impotencia política y económica, fuimos incapaces de defender lo más básico: el territorio. No hemos desaparecido porque a los grandes poderes les ha resultado más rentable el tener dóciles Estados clientes que emprender una conquista física directa. Sin embargo, cuando lo han necesitado, no han vacilado en arrebatar o modificar nuestras tierras. Mencionemos solo las inmensas superficies arrancadas a México, la creación de Panamá, el estatus actual de Puerto Rico, las Malvinas, el Esequibo… Con claridad: fuimos arrojados de nuestra sólida casa grande —en la que vivíamos con toda la familia— a la intemperie de la dispersión. Y nos sorprende el siglo XXI —todavía— a merced de los elementos.

Somos suficientemente parecidos entre nosotros y distintos de los otros como para considerarnos, sin artificio alguno, una megacomunidad clara y distinta en el mundo. Somos, gracias a nuestra compartida raíz hispánica, un conglomerado de 500 millones de personas que, de forjar una dinámica centrípeta, puede hallar, dada su escala, un acomodo óptimo en el mundo. Tenemos un interés común: preservar lo esencial de nuestra cultura para no desembocar en un desquiciamiento antropológico. Para ello debemos hallar formas prácticas a fin de que nuestra comunidad actúe de concierto ante los bloques chino, anglosajón o islámico; ante los poderosos OPNIS —objetos políticos no identificados—: mafias, terroristas, guerrillas, fundamentalismos, Estados forajidos, megaempresas… hasta filántropos que fomentan una quimérica humanidad sin raíces; y ante los neomicronacionalismos que sobre bases lingüísticas o indigenistas pretenden disgregarnos —de concierto con otros bloques u OPNIS— en aún más Estados para cimentar nuestra irrelevancia.

Se ha intentado remediar nuestra dispersión a través de políticas y proyectos grandilocuentes, emotivos, con frecuencia abiertamente irracionales, dependientes de la voluntad y recursos de los Estados o de carismáticos liderazgos, ejecutados de arriba hacia abajo, diluidos a menudo por el agregado de espacios lingüísticos ajenos (Brasil, el Caribe, Portugal). En vano. Basta.

Debemos acercarnos de una manera práctica, de abajo hacia arriba y en función del espacio lingüístico común. Debemos poner la mesa para aprovechar las inmensas ventajas que da el que 500 millones de personas compartan lengua, cultura, historia y afectos. Esta convergencia es de un valor económico, cultural y político tan gigantesco como desaprovechado: los hispanos, entorpecidos por las aduanas múltiples que plantan sus Estados, no pueden establecer cabalmente intercambios recíprocos. Se impone la forja de un espacio de libre circulación de personas, bienes, servicios y capitales que abarque el máximo de territorios hispanohablantes, para que los ciudadanos, a través de sus intercambios de toda índole —fluidos gracias al código lingüístico compartido, optimizados gracias a la inmensa escala— vayan generando, de abajo hacia arriba, espontáneamente, una demanda de tejido institucional fuerte que cimiente poco a poco un polo capaz de dar mucho más bienestar, riqueza y libertad que los que proporciona el archipiélago actual. Se trata de exigir ante las actuales unidades políticas hispanoamericanas lo evidente: el derecho de cada hispano a desplegar al máximo su potencial en todos los ámbitos en la integralidad de su cultura global.

Venezuela es una parte, no el todo. El todo es Hispanoamérica. Sin reagruparnos en ella, readquiriendo las dimensiones necesarias para navegar los procelosos mares de la globalización, desapareceremos, a la par que los otros países hispanohablantes. Basta de magnificar los árboles —cada una de las más de veinte entidades políticas—: ello impide percibir el inmenso bosque hispanoamericano y calibrar su gigantesco potencial de prosperidad y protección. Deviene así Hispanoamérica una vaga sensación que ocasionalmente se activa en fiestas patrias o coyunturas políticas, deportivas o literarias; nos aparece como un gigante gaseoso y semidormido, oculto tras los árboles de las fronteras nacionales actuales en las que solemos agotar nuestra limitada cotidianidad. No. Hispanoamérica es el contexto político de nuestra viabilidad.

VI. Demasiada gloria en la utilería

El gran encubrimiento brota por doquier. Desde las páginas de la revista Tricolor, los labios del conmovedor maestro, los actos culturales de la escuela, los monumentos, las plazas; desde los nombres de las calles, la moneda, los puentes, las represas, los satélites, las universidades, los liceos, los municipios, los estados, las montañas; desde cada espacio físico o intersticio psíquico del país, nos envuelve un ambiente que asienta emociones generadoras de convicciones pétreas, reñidas radicalmente con la realidad, pero que cumplen a cabalidad su cometido político: afianzar visceralmente una precaria identidad colectiva; justificar instituciones, ejecutorias y carencias; hacernos legatarios de la “gloria” de los “libertadores”, central en la utilería mítica. Somos adictos a la “gloria”. Con “gloria” encubrimos la desoladora realidad y nos procuramos una autoestima que nos socava: oculta la verdad de nuestro ser y, así, nos condena a un permanente desatino. No somos los descendientes de un “glorioso ejército libertador”, no somos responsables de deshacer todos los entuertos de Venezuela, Hispanoamérica y el mundo. Somos errantes dispersos en creciente precariedad a bordo de canoas zarandeadas por los vientos y que hacen agua por todas partes… cuando, desde un conocimiento cierto, podríamos navegar unidos y hacia puertos seguros en una embarcación de tonelaje apto para las tormentas contemporáneas.

Nuestra fragmentación en más de veinte entidades políticas se dio sobre un gran encubrimiento provisto por ideas que, necesariamente, por perseguir la escisión de lo que nos unía a todos —lo hispánico— debían atacarlo con especial ahínco y por todos los medios. Por ello no se vaciló en resaltar, magnificar e incluso inventar —con mirada interesada, no comparativa y absolutamente anacrónica— los inexorables episodios de crueldad en cualquier expansión de la época y se ignoró de manera consciente la común obra posterior al momento inicial, en la que alcanzamos altas cotas borradas de nuestra memoria colectiva. Nacen así los nuevos Estados rechazando la argamasa que nos constituye y es susceptible de federarnos. Ello ocasiona una automutilación que nos lastra, desestabiliza y apoca: no actuamos desde la integridad de nuestro ser al no asumir con lucidez y sin complejos nuestra principal y común herencia. No podemos, por lo tanto, desplegar nuestras velas al viento y navegar hacia amplios horizontes: un cabotaje sin brújula nos consume. Toca entonces, en el siglo XXI, integrar y sumar; no fragmentar, restar ni vivir desde absurdos odios. Toca integrar y sumar, aún más, lo hispánico general con lo específico local: los legados indígenas, constitutivos del par inicial; el legado africano, vital desde casi los primeros años, y los legados europeos del siglo XX. Toca integrar y sumar una supranacionalidad por inventar con los países hoy existentes. Y, al fin, sí, avanzar.

Atrevámonos a vivir sin la mentira de la “gloria”. Atrevámonos a conocernos quitando las capas de propaganda del sistema de mitos. Atrevámonos a hallar rótulos y perspectivas que trasciendan el autoengaño y la automutilación. Atrevámonos a desencubrir. Por más que les pese a nuestras almas infantilizadas —necesitadas de héroes, villanos y víctimas perfectos—: no existió el “Paraíso precolombino” arrasado por la “conquista”, no hubo “infierno colonial”, los “libertadores” no fueron semidioses portadores de “independencia” alguna. Los ancestros que poblaron esas horas fueron —en su inmensa mayoría— sencillamente seres de su tiempo que actuaron en función de sus esquemas mentales e intereses. Veámoslos directamente a los ojos —desde el conocimiento, no desde la propaganda— para discernir qué factores de su legado merecen continuidad, cuáles requieren ruptura, cuáles demandan adaptación, cuáles deberían ser resucitados. Pero hemos de darnos prisa.

VII. Vuelta a casa

Fauces de ballenas devorarán a los insensatos que persistan en navegar en canoas. El tiempo de la historia se acelera, el mundo se achica, el combate entre fuerzas muy poderosas se intensifica. Se avecinan tormentas recias e inéditas. Muchos naufragarán o vivirán a la intemperie. No nosotros. Habitamos en torno a un patio llamado Venezuela. Se halla en una casa grande —Hispanoamérica— de múltiples patios. Allí vive una amplia y diversa parentela. Pero, hace dos siglos, los pasillos y pasadizos entre patios se erizaron de obstáculos. Desde entonces toda la familia se ha apocado. La casa, casi entera, todavía permanece. Mas ya no la percibimos. La visión de cada patio nubla la casa grande. Se impone desencubrir para rehabitarla por completo. Nos reconoceremos todos. Nos sentiremos revigorizados. Abriremos las ventanas. Veremos amplios horizontes. Respiraremos aire tonificante. Cantaremos en el humano coro desde la plenitud de nuestra voz.


NOTA: Del buen salvaje al buen revolucionario, (1976), de Carlos Rangel; Venezuela: identidad y ruptura, (1983), de Ángel Bernardo Viso; El laberinto de los tres minotauros, (1994)de José Manuel Briceño Guerrero; La herencia de la tribu, (2009), de Ana Teresa Torres; Imperiofobia y leyenda negra, (2016), de María Elvira Roca Barea y Hablamos la misma lengua, (2017), de Santiago Muñoz Machado: obras que me han hecho ver. En deuda me hallo con ellas y con muchísimas otras: el desencubrimiento de América se encuentra en pleno despliegue.

Carlos Leáñez Aristimuño es consultor y profesor en lenguas y liderazgo en medio corporativo. Profesor agregado en políticas lingüísticas e idiomas en la USB. Abogado (Summa Cum Laude) de la UCAB. Magister en Literatura LatinoamericanaDisciplina académicaNarratología, lingüística y análisis del discurso de la USB

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