En la memoria colectiva de Venezuela, las décadas de 1950 y 1970 brillan como faros de una prosperidad que parece hoy un eco lejano. Fueron tiempos en los que el petróleo, el «oro negro», convirtió al país en un símbolo de riqueza en América Latina, atrayendo miradas de envidia y oleadas de inmigrantes en busca de un futuro mejor. Pero, ¿qué hizo de estas décadas los momentos cumbre de la economía venezolana? ¿Por qué no se sostuvo ese esplendor? Este reportaje recorre los años de opulencia de los 50 y los 70, cuando Venezuela soñó con ser una potencia mundial, y reflexiona sobre las lecciones de un pasado que aún resuena.
Los años 50: El boom petrolero bajo la sombra de la dictadura
En los años 1950, Venezuela era un país en transformación. Bajo el régimen militar de Marcos Pérez Jiménez, el petróleo fluía como nunca. La demanda global, impulsada por la reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial, convirtió a Venezuela en el segundo mayor productor de crudo del mundo, con 1,8 millones de barriles diarios. Los ingresos petroleros, que representaban el 90% de las exportaciones, llenaban las arcas del Estado, financiando un ambicioso programa de modernización.
Caracas se vistió de gala: autopistas, puentes y edificios emblemáticos como el Centro Simón Bolívar surgieron como símbolos de un país que miraba al futuro. El PIB per cápita, de unos 7.424 dólares (en dólares de 1990), colocaba a Venezuela como la cuarta economía más rica por habitante del mundo, superando a naciones como Reino Unido o Alemania. La moneda, el bolívar, era un pilar de estabilidad, con un tipo de cambio fijo de 3,35 por dólar. Miles de inmigrantes europeos —españoles, italianos, portugueses— llegaban atraídos por la promesa de trabajo y prosperidad.
Pero no todo era un paraíso. La riqueza se concentraba en las élites urbanas, mientras las zonas rurales y las clases bajas apenas veían los beneficios. La alfabetización alcanzó un impresionante 95%, pero la desigualdad social era palpable. Además, el régimen autoritario de Pérez Jiménez, aunque eficiente en infraestructura, sofocaba las libertades políticas. En 1958, la caída del dictador marcó el fin de esta era, dejando un legado de modernidad a medias y una economía atada al petróleo.
Los años 70: La «Venezuela Saudita» y el sueño de grandeza
Si los años 50 fueron un despertar, los 70 fueron el cénit. La crisis del petróleo de 1973, tras el embargo de la OPEP, disparó los precios del crudo, y Venezuela, bajo el gobierno de Carlos Andrés Pérez, se bañó en una lluvia de dólares. Los ingresos por exportaciones pasaron de 2.700 millones de dólares en 1972 a 10.000 millones en 1974. El PIB per cápita alcanzó los 10.000 dólares (en dólares de 1990), consolidando al país como el más rico de América Latina.
La nacionalización del petróleo en 1976, con la creación de PDVSA, dio al Estado control total sobre su recurso estrella. Los ingresos financiaron proyectos industriales, como la siderúrgica Sidor, y programas sociales que llevaron educación y salud a sectores antes marginados. Las becas Gran Mariscal de Ayacucho enviaron a miles de jóvenes a estudiar en el extranjero, mientras Caracas se convertía en una metrópoli vibrante, con un consumo de bienes importados que rivalizaba con ciudades europeas. La pobreza comenzó a disminuir, y el nivel de vida de la clase media alcanzó cotas nunca vistas.
Sin embargo, bajo la superficie, las grietas eran evidentes. La economía seguía dependiendo del petróleo en un 95%, y la sobrevaluación del bolívar ahogó cualquier intento de diversificación. El gasto público desmedido, acompañado de corrupción, disparó la deuda externa. Hacia 1978, la inflación comenzó a erosionar la estabilidad, y el sueño de la «Venezuela saudita» empezó a desvanecerse, dejando al país vulnerable a la crisis de los 80.
Un esplendor frágil: Comparando las dos épocas
Ambas décadas comparten un hilo conductor: el petróleo como bendición y maldición. En los 50, Venezuela era un país en ascenso, con un PIB per cápita que asombraba al mundo, pero su riqueza era desigual y su política opresiva. En los 70, la bonanza fue más inclusiva, con una democracia que permitió mayor participación y beneficios sociales, pero la mala gestión y la corrupción sembraron la semilla del declive.
Los números cuentan la historia: en los 50, el PIB per cápita era de 7.424 dólares, con una inflación baja del 5%; en los 70, alcanzó los 10.000 dólares, pero la inflación llegó al 8% y creció hacia el final. La producción petrolera fue mayor en los 70 (2,3 millones de barriles diarios frente a 1,8 millones en los 50), al igual que los ingresos. Sin embargo, los 70 tuvieron un impacto social más amplio, con programas que redujeron la pobreza y mejoraron el acceso a servicios.
Si tuviéramos que elegir, los años 1973-1978 destacan como el verdadero apogeo. Fue un momento en que Venezuela no solo era rica, sino que soñaba en grande, con una democracia joven y una clase media en expansión. Los 50, aunque impresionantes, estuvieron marcados por la exclusión y el autoritarismo, lo que limitó su alcance.
El abismo del madurismo: De la riqueza al colapso
El contraste entre los años dorados y la Venezuela actual es desgarrador. Bajo el régimen de Nicolás Maduro, en el poder desde 2013, el país ha sufrido una de las peores crisis económicas de la historia moderna. Entre 2014 y 2020, el PIB se contrajo un 75%, un colapso comparable al de países en guerra. La producción petrolera, pilar de la economía, cayó a menos de 400.000 barriles diarios en 2020, desde los 2,3 millones de los 70. La hiperinflación alcanzó un récord de 1.698.488% en 2018, pulverizando los ahorros de los venezolanos y reduciendo el salario mínimo a menos de 2 dólares al mes.
Las políticas de expropiaciones, controles de precios y corrupción sistémica desmantelaron la industria y llevaron a PDVSA, antaño un gigante, al borde de la quiebra. Más de 7 millones de venezolanos han emigrado, huyendo de la pobreza, el hambre y la represión. En 2023, el 85% de la población vivía en pobreza, un retroceso de décadas en indicadores sociales. La Venezuela que en los 70 rivalizaba con Europa es hoy un país donde la escasez de alimentos y medicinas es una realidad diaria.
A pesar del desastre, hay destellos de esperanza. Desde 2021, una incipiente recuperación ha emergido, impulsada por la flexibilización de controles económicos, la dolarización de facto y un aumento de la producción petrolera, que alcanzó 819.000 barriles diarios en 2023. El crecimiento del PIB, estimado en 8,3% en 2022, y la caída de la inflación a 234% ese mismo año sugieren un punto de inflexión. Sin embargo, esta recuperación es frágil y no alcanza para revertir el daño de una década perdida.
El verdadero cambio, coinciden analistas y ciudadanos, requiere dejar atrás el madurismo. Un futuro sin Nicolás Maduro abre la puerta a la reconstrucción de instituciones, la atracción de inversión extranjera y la diversificación económica, aprendiendo de los errores de los 50 y los 70. Venezuela tiene el potencial para renacer: sus vastas reservas de petróleo, su talento humano y su posición geoestratégica son activos que, con un liderazgo comprometido y una visión de largo plazo, podrían devolverle su lugar en el concierto global. La diáspora, con millones de profesionales capacitados, espera el momento de regresar y contribuir a un país que, algún día, podría volver a brillar.
El camino no será fácil, pero la historia de Venezuela demuestra que la resiliencia de su pueblo es tan grande como sus recursos. Los años dorados de los 50 y los 70 son un recordatorio de lo que fue posible y un desafío para construir un futuro donde la prosperidad no sea un espejismo, sino una realidad para todos.