Nació peleona, obstinada. No santa. Carmen Elena Rendiles nunca lo ocultó. Madre Carmen, la piadosa, siempre puso su espíritu rebelde en oración.
Por: Karem González – El Nacional
Se sintió muy cercana a Dios desde pequeña, ungida por Él.
Y no se debió a su condición, nació sin el brazo izquierdo. Carmen Elena no hablaba con Dios para recriminarle, sino para que la valentía forjara su mente, cuerpo y corazón.
El brío nunca la abandonó. Incluso cuando en su lecho de muerte pidió permiso para marcharse de este plano. Un acto de obediencia que, según el cardenal que le dio la absolución, obtuvo la bendición del Altísimo.
“Agárrenme bien, porque así me van a meter en el ataúd”, fueron algunas de sus últimas palabras. Bromeaba y sonreía ante sus Siervas de Jesús, la comunidad que fundó, hasta cuando el dolor brotaba, penetrante, por sus ojos y seguía devorando sus huesos.
El humor es santidad, dicen. Y Madre Carmen fue prueba de ello.
Mucho se sabe de su vida, obra, beatificación, milagros. Pero pocos saben su historia contada por quienes la conocieron, siguieron su ejemplo, recibieron un toquecito en el hombro y no un abrazo como sinónimo de afecto, se sentaron en la misma mesa a comer y oraron con ella.
Su llamado es silencioso, pero férreo. Y su historia, un legado en construcción.
Era tan parca, mortificada y sacrificada que nunca nadie supo qué le gustaba y qué no. Así la recuerda la Madre Rosa María, superiora general de la Congregación Siervas de Jesús, hogar de las hermanas, quien la conoció cuando tenía 15 años.
La primera casa habitada por Madre Carmen como religiosa, lugar donde se forjó e hizo vida, está impoluta. La puerta que cruzó aquella tarde de enero de 1927, cuando supo que entregaría su vida a Dios, es la misma.
“La Madre fue de esas que comía lo que llegaba a la mesa”, fue lo primero que recordó la hermana. Sonreía pensándola.
“Solo sabíamos que le gustaba la comida caliente, pero no siempre llega así. Ella igual agradecía. No tenía problemas, todo se lo ofrecía a Dios”.
Pasaba por la vida, agrega, sin estridencias.
De aquella casa donde nació el 11 de agosto de 1903, en la Parroquia Santa Teresa, entre las cuadras de Glorieta a Maderero cerca de la Avenida Baralt, solo queda la cama donde dio a luz su madre, Ana Antonia Martínez, y que ahora está en el colegio que fundó.
También su hogar, donde ahora se encuentra el Colegio Santa Ana, ubicado en El Paraíso, y que fue el orgullo de su padre, Ramiro Rendiles. La adquirió cuando se hizo secretario del Banco de Venezuela. Con esos ingresos la familia vivió mejor y más holgada.
Allí recibió clases y exploró su fe cristiana, pero también aprendió los oficios de cocina, limpieza y bordado. Este último le permitió bordarle la pedrería al vestido de novia de su hermana mayor, Ana María.
Se paseó por la música, la pintura y el dibujo. También por deportes como el croquet y patinaje, en los que era buena a pesar de su condición. Era un as jugando a las barajas, el trompo y la perinola.
Pero lo que más disfrutaba era subirse a las matas de mango, que en su casa abundaban. Ella y sus 8 hermanos se encaramaban por raíces y troncos como si sus vidas dependieran de ello.
Lo disfrutaba tanto como escaparse a la carpintería de un vecino de apellido Ramírez, donde aprendió el oficio. De hecho, columnas para floreros, escaparates y mesas de noche con guacales, hechos con su mano derecha, siguen reposando en Casa Madre.
Nunca recibió un trato distinto por su condición. En su casa era una más. No una minusválida. Aunque sí la protegían de miradas y encuentros que pudieran hacerla sentir mal, sobre todo de niña.
“Papa Dios le había permitido nacer sin el brazo para que no ostentara de las modas del momento”, navega entre recuerdos la superiora general de la congregación. Ninguna conoció a Carmen Elena, la chica, pero supieron quién era a través de Madre Carmen.
“Aquí me quedo”
Carmen Elena sintió su primera conexión con Dios a los 15 años. No fue un llamado sino una clara inclinación a tener una mejor relación con Él. No bastaba con el rosario diario o la misa dominical, había disciplina y obediencia.
Estudió en el Colegio San José de Tarbes. Allí aprendió francés, muy útil durante su iniciación en la vida religiosa. Traducía las cartas que enviaban desde Francia al convento.
A los 17 años uno de sus hermanos murió y ella enfermó de los pulmones. Fue enviada a Los Teques para ayudarla a respirar mejor y fortalecer su sistema inmunológico. Allí encontró refugio en la catequesis y se volvió más religiosa.
Comenzó a visitar conventos porque estaba en la búsqueda de la voluntad de Dios, pero recibió mucho rechazo.
La ausencia de su brazo era tema de conversación entre religiosas, algunas la consideraban una carga. Eran muy exigentes los oficios que se practicaban en las congregaciones.
Nunca privada de fe, decidió regresar a Caracas y vivir una vida de amistad con Dios. Se dedicaría a la caridad.
La Madre Mercedes Aguerrevere, quien perteneció a una de las familias más importantes de principios de siglo en Venezuela, fue la responsable de que cambiase de opinión.
Tenía 24 años cuando la llevó a Casa Madre. La superiora, la Madre Antonieta Bacconier, le abrió las puertas sonriendo. Y allí dijo: “Aquí me quedo”.
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