Por Carlos Alberto Montaner
La producción petrolera ha sido minuciosamente destruida en Venezuela, como todo en esa pobre nación
Es la «mundialización». A la interconexión del planeta se le han visto otra vez las entrañas. En esta oportunidad fue el asunto de las sanciones a Moscú por la invasión rusa a Ucrania y las consecuencias venezolanas de esa espantosa operación militar.
Las guerras se empiezan para ganarlas y Rusia tiene perdida la que libra contra su pacífica vecina. Puede destruir a Ucrania, pero no puede derrotarla. Cuando existía la URSS perdieron la guerra en Afganistán. Ya han perdido esta guerra también. ¿Por qué? Debido a las desproporcionadas fuerzas que exhiben y a la intensidad de las sanciones. El mundo ama a los underdogs, a los desvalidos. La perdieron por el aislamiento que han decretado las naciones de Europa, EE UU, Canadá, Japón, Corea del Sur, Taiwán y Australia. Incluso, la neutralísima Suiza se ha sumado a las sanciones.
Hay que ayudar a los ucranianos con astucia. El modo de hacerlo es el mismo que se llevó a cabo por la propia URSS durante la Segunda Guerra Mundial: darle, arrendarle o venderle al Gobierno ucraniano (por una cantidad simbólica) los aviones y los equipos antiaéreos que necesita, y esperar a que los ucranianos, las sanciones y el aislamiento hagan su trabajo. Demorarán, pero triunfarán.
Será una lenta agonía, pero ocurrirá. Una nación totalmente urbanizada, de más de 600.000 mil kilómetros cuadrados, poblada por 41 millones de habitantes, generalmente educados, requiere una tropa de ocupación de 600.000 o 700.000 soldados. La ratio, por la cuenta de la abuela, es un soldado por kilómetro cuadrado para sujetar al pueblo e impedir que se desborde. Rusia carece de la bolsa que eso requiere. El pueblo ucraniano es muy duro. Muy resistente.
Ucrania tiene líderes, como el presidente Volodímir Zelenski, un actor judío, a quien acompañan su mujer, Olema Zelenska, y los dos hijos que tienen. La familia está dispuesta a correr la suerte del pueblo. El carácter judío de Zelesnki desmiente totalmente la propaganda de Putin de que sus tropas han invadido para «desnazificar» a Ucrania. Es un vil pretexto. Están ahí para rehacer el imperio que se desmoronó a partir de 1989-1991.
Zelenski es una persona honrada dispuesta a compartir los sacrificios. Vi unos tres videos de él en YouTube, bailando (es un estupendo bailarín) y tocando el piano. Son muy graciosos. Es un magnífico actor con una gran vis cómica. Nada de mal gusto. Pura alegría y risa.
Fue electo en el 2019 con el 73% de aprobación. Probablemente, hoy su respaldo sea mucho mayor. Acaso del 90%. Si Rusia lo asesina y le mata a la familia, lo convierte en un mártir y en un ejemplo a seguir por el pueblo ucraniano. Llegó al poder sin partido, porque los ucranianos estaban fatigados de los políticos tradicionales. Todos les parecían unos bandidos. Quizás exageraban, pero las percepciones son la clave en la «justicia electoral» de los pueblos.
Ese conflicto tiene consecuencias latinoamericanas. No se puede dejar a Europa y Estados Unidos sin combustible porque la solidaridad con los ucranianos se agotaría. Juan González, el asesor de Biden para América Latina, estuvo en Caracas hablando con el presidente «oficial» Nicolás Maduro. ¿Acaso González fue a Caracas para acelerar el cobro de la cuenta de Chevron, y para ver si se podía revitalizar la industria petrolera venezolana?
Pero hay un presidente «extraoficial», Juan Guaidó, que podía responder a esas preguntas. Guaidó ha sido reconocido por Estados Unidos y cincuenta y tantos países. Tiene embajadores en varios sitios. Entre ellos, está el de Washington: el abogado venezolano Carlos Vecchio DeMari.
La producción petrolera ha sido minuciosamente destruida, como todo en esa pobre nación. Hoy Venezuela debería estar produciendo cinco millones de barriles diarios. Apenas produce seiscientos mil. Tiene que importar gasolina de Irán para abastecer a los venezolanos. Se ha cumplido el jocoso vaticinio de Milton Friedman: si se les entrega a los socialistas el Sahara acaban importando arena.
Discretamente, EE UU debe darle un ultimátum a Maduro. O celebra elecciones verdaderamente libres en tres meses, o hay que armar a los venezolanos para que liberen a su país. Al mismo tiempo, sería destruida desde el aire la estructura militar del chavismo, sin colocar «botas en el suelo», para que no haya bajas norteamericanas. El ejército venezolano, que se siente muy incómodo con Maduro, se pondría a las órdenes de la oposición.
Probablemente, la cleptocracia de Maduro no se avendría a unas elecciones libres. La oposición tendría entonces que ocupar el poder y podría, con creces, aumentar la producción de petróleo para que Venezuela vuelva a crecer y contribuya a la sustitución de las exportaciones rusas. Entre Arabia Saudita, Qatar, y Venezuela todo quedaría solucionado. Y se prolongaría todo lo que hiciera falta la solidaridad de las sociedades de EE UU, Canadá y la Unión Europea con el pueblo ucraniano. Seguro.