Este texto es el discurso que la autora, diputada en el Congreso español por el Partido Popular, dio el lunes 27 de marzo en la cena anual de la Fundación Libertad en Buenos Aires.
Vengo con un mensaje de esperanza. Esperanza en la política frente al populismo. Esperanza en las ideas de libertad frente a la marea de izquierdas que inunda Iberoamérica. Y esperanza -sí- en Argentina. Me referiré a las tres cosas. Pero antes, un disclaimer.
Soy una mujer optimista. Es decir, un salmón. Una persona que nada contra la corriente. El optimismo no está de moda. Es raro que lo esté. Me lo explicó el intelectual Steven Pinker, una tarde lluviosa en Londres, sentados junto a un gran ventanal: los pesimistas gozan de un enorme prestigio. Son los presuntos informados. Los enterados. Los que se regodean en la acumulación de malas noticias mientras beben champagne en sus penthouses intelectuales.
¡La peor pandemia en un siglo! ¡La amenaza de una guerra nuclear! ¡El apocalipsis climático! ¡El tsunami autoritario en América! Ahora otra debacle bancaria… Es fácil ser pesimista. Sin embargo, lo confieso: no consigo desanimarme.
Primero, porque hay hechos objetivos para el optimismo y los hechos importan. Los éxitos de la heroica Ucrania. La revuelta de las mujeres en Irán, ellas sí feministas y no las que practican el victimismo y la venganza contra el hombre. Las marchas masivas en México contra la deriva autocrática de López Obrador. El propio plebiscito chileno, una rotunda impugnación de toda la chatarra ideológica que la izquierda ha puesto en circulación en los últimos años, empezando por el separatismo identitario (incompatible con la moderna nación de ciudadanos).
La razón resiste. La libertad persevera.
Además, el pesimismo no me gusta. Es la coartada de los cobardes. La excusa para no hacer nada. Y el mejor aliado del populismo. El apocalipsis es otra forma de utopía, que los populistas aprovechan para justificar la llegada de un mesías, un caudillo, un salvador.
El optimismo, en cambio –el optimismo racional– es combativo. El optimista se levanta del sofá y hace lo que debe hacer cualquiera con un mínimo conocimiento de la Historia y del impresionante progreso que la Humanidad ha experimentado en los últimos tres siglos: trabajar para que ese progreso continúe.
Asumir tu responsabilidad. Bajar a la arena. Intentar que cuando llegue la muerte, que llegará, alguien escriba en tu lápida con mano agradecida: “Hizo todo lo que pudo. Por él -o por ella- no quedó”. Ese es mi lema vital: “Que por mí no quede”. Y eso es también lo que quiero pedirles hoy: que por ustedes tampoco.
Tienen ustedes una influencia decisiva sobre el devenir de los acontecimientos. En Argentina. En Chile. En Brasil. En toda América Latina. Y, por tanto, en Occidente. Y con la influencia, como con la libertad, viene la responsabilidad.
Por ahí quiero empezar. Y hablaré con sinceridad.
A favor de la política
Si la izquierda ha vuelto con fuerza en toda Iberoamérica no es tanto por sus propios méritos. Ni políticos, ni económicos, ni desde luego morales. Es, en buena medida, por nuestros errores. Esto podrá molestar, pero tiene una lectura positiva: y es que de nosotros depende acertar. Y ganar elecciones. Y llegar al poder. Y hacer realidad la esperanza de una Iberoamérica fuerte, vibrante y democrática.
Nuestro objetivo –nuestra obligación– es construir alternativas políticas en toda la región. No basta con tener la razón. La razón necesita representación. Y eso son cuatro cosas: líderes, ideas, coraje y unión.
Empiezo por la política.
Lo he contado muchas veces. Cuando le expliqué a mi maestro John Elliott, uno de los grandes hispanistas de todos los tiempos, que iba a abandonar la delicada penumbra de las bibliotecas por la estridente redacción de un periódico, sacudió tristemente la cabeza. Le pareció una degradación. Cuando un tiempo después le dije que iba a dedicarme a la política, casi se desmaya. “Cayetana, has perdido la cabeza”, me dijo. Efectivamente: pronto me la cortarían.
Pocos oficios hay más devaluados y denostados que la política. Y sin embargo ninguno hay más importante. Los políticos son –somos- la primera élite de la sociedad. Porque nadie tiene más responsabilidad que nosotros. Nuestras decisiones afectan a todos los ámbitos de la vida de los ciudadanos. Desde lo más nimio, el trazado de una carretera. Hasta lo más drástico: la vida y la muerte, la respuesta a una pandemia, la guerra. De ahí la importancia -la crucial importancia- de que a la política se dediquen los más inteligentes, los más competentes, los más honestos, los mejores.
¿Ocurre? No, claro. En casi ningún país del mundo.
La política contemporánea se ha convertido en un estudio de televisión en el que proliferan los pendencieros, los payasos y los peleles. No citaré nombres. Todos sabemos quiénes son. ¿Cuántos presidentes y ministros, de los que hoy están en activo, pasarían el corte para trabajar en una empresa cualquiera? En España, mejor no lo digo. Lo mismo ocurre en los parlamentos. La institución que encarna la democracia, reducida a una mezcla de patio de colegio, circo de tres pistas y reality show. La política convertida en un espectáculo frívolo y degradante. Esto no puede ser la política. De hecho, no lo es.
El populismo no es una forma de hacer política. Es la antipolítica: su némesis y principal rival, porque se disfraza de política para destruirla desde su interior. Es el burro de Troya de la democracia: aúna ignorancia y mala intención.
En realidad, la antipolítica está al alcance de cualquiera. Basta plantarse en la plaza pública con un micrófono y enardecer a las masas. Tocar la fibra sentimental. Cabalgar la indignación. Pulsar las pasiones más bajas. Denunciar el infierno en la tierra. Prometer el asalto a los cielos. Insultar a la casta. Rifar tu sueldo. ¡Hasta yo podría hacerlo! La antipolítica es el atajo de los mediocres. Para movilizar con la razón hay que valer.
Qué infrecuente, pero qué maravilla, cuando de pronto surge un político capaz de hilvanar razones y argumentos. De forma adulta, seria, cuidando las palabras. Sin gritos ni trampas retóricas ni concesiones a la demagogia. Un discurso poderoso en forma y fondo. En el que brillan la belleza y la verdad.
En ese instante mágico, el debate se eleva. El parlamento queda envuelto en un silencio respetuoso y reverencial. La política recupera su sentido y su dignidad. Y, con ello, el aprecio de los ciudadanos.
Todos los populistas, de izquierda y derecha, coinciden en una cosa: creen que los ciudadanos son idiotas. Yo no. Yo creo que los votantes distinguen entre el político que busca vulgarmente su aplauso y aquel que procura ganarse su respeto. Creo que los ciudadanos agradecen que les traten como adultos. Además, queridos amigos, no hay alternativa. Y esto lo digo en sentido literal. La prueba es lo que ha pasado estos años en América Latina.
Elección tras elección, hemos obligado a nuestros compatriotas a elegir el mal menor. A votar con la nariz tapada. A escoger entre una izquierda necrófila –amante de ideas muertas y mil veces fracasadas– y la peor versión de una presunta alternativa de derechas. Biden o Trump. Boric o Kast. Petro o Hernández. Lula o Bolsonaro. El resultado está a la vista: el avance de la izquierda en toda la región.
La anti-política de derechas no es la alternativa a la anti-política de izquierdas. Es la garantía de que la izquierda siga en el poder. La alternativa somos nosotros. Pero, ojo, la mejor versión de nosotros. La que entiende que las ideas importan. Todo vacío se llena, también el vacío de ideas.
Hace falta coraje
Hoy vengo con un mensaje de esperanza en las ideas de la libertad. Y por tanto vengo a hacerles un emplazamiento. Quiero pedirles coraje.
En 1989 cayó derribado el Muro de Berlín. Tres años después, Fukuyama decretó el triunfo del orden liberal y el fin de la Historia. Y la derecha se acomodó en el sofá de la tecnocracia y se echó a dormir. Ni siquiera celebró su victoria. Al revés. Muy pronto empezó a dudar de sus logros y hasta de sí misma, permitiendo que la izquierda, en un insólito ejercicio de travestismo político, se reinventara ideológicamente e incluso se hiciera dueña de la Historia.
Hoy la izquierda define y domina el campo de juego político, con las identidades como nuevo tótem y causa, y una formidable capacidad de organización. El Foro de San Pablo, el Grupo de Puebla, Zapatero con Kirchner, Sánchez con Fernández: coordinados, articulados, financiados. Un consorcio contra la libertad.
Mientras tanto, la derecha -dividida, desorganizada y a la defensiva- se consuela con que de vez en cuando la dejen gobernar. Es lo que bauticé un día como el tablero inclinado de la política. La izquierda siempre está en la parte alta de la cancha, jugando con ventaja. La derecha, mientras tanto, bracea en la parte baja. Como Sísifo, intenta escalar la rampa, con la roca de su inferioridad moral a cuestas. A veces consigue el gobierno, pero nunca consigue el poder. Ocurrió en España y ocurre en casi todos los rincones de Occidente.
Nuestras derechas pretenden ganar las elecciones a pesar de sus ideas, en vez de gracias a ellas. Y acaban perdiendo la batalla cultural por pura incomparecencia. Nuestras derechas se empeñan en creer que los ciudadanos son máquinas materialistas, a las que sólo les importa el bolsillo. No es verdad. Los seres humanos tenemos ideas, ideales, aspiraciones. Somos animales morales.
Nuestras derechas insisten en distinguir las ideas de la gestión. Como si la gestión no fueran ideas encarnadas. Y como si las ideas de la libertad no fueran precisamente las que han sacado a millones de personas de la pobreza, aunando justicia, progreso y dignidad. Nuestras derechas creen que el centro es un punto geográfico definido por el adversario. El centro de la nada.
Nuestras derechas se dejan intimidar y hasta definir por la izquierda. Buscan desesperadamente que las llamen «moderadas», cuando la moderación se ha convertido en la medallita que la izquierda te coloca en la solapa cuando te portas bien. Es decir, cuando haces lo que a ella le conviene. Es uno de los misterios de la política occidental: la izquierda detesta a la derecha e intenta destruirla, mientras que la derecha admira a la izquierda e intenta parecerse a ella.
La solución, evidentemente, no es que odiemos a la izquierda de forma recíproca. Eso sería sucumbir al guerracivilismo. La solución es trabajar para nivelar el tablero. Rearmarnos ideológica y políticamente. Construir alternativas con perfil propio y capacidad de desafío. Es decir, con valor. La valentía siempre ha sido un requisito para hacer política. Incluso para vivir. Pero quizá hoy lo sea más que nunca.
Moralmente impune, agitando el victimismo de colectivos de presuntos agraviados a los que dice representar -mujeres, gays, indígenas, trans-, la izquierda contemporánea plantea una disyuntiva perversa: sumisión o conflicto. Si no te sometes, te lanza al paredón de Twitter: “¡Fascista. Machista. Racista. Indeseable!” Lo que sea. A veces incluso consigue echarte del tablero. A mí me pasó.
Y, sin embargo, lo digo siempre: entre el conflicto y la sumisión, yo elijo el conflicto.
Primero, porque, de tanto manosearlas, las etiquetas se han vuelto irrelevantes. Si hoy no te llaman facho no eres nadie. Hasta se lo dicen a dos santos progres, Sabina y Serrat.
Y segundo por un motivo más profundo, también aplicable a la vida. Se lo explico a mis hijas, de 11 y 13 años. El conflicto es parte inevitable de cualquier gran emprendimiento humano. La vida al baño maría no existe. Y mucho menos la política.
Defender la democracia, limpiar la corrupción, reconstruir tu país, salvar su tejido productivo: nada de esto puede hacerse sin un alto grado de resistencia. Sin conflicto y sin costo. Entiendo, por tanto, a quienes invocan el consenso. Es una palabra fácil y bonita. Consensual. Pero así como la grieta no es un proyecto de país, tampoco lo es la sutura. Si acaso, el consenso puede ser la consecuencia de un proyecto que, por bueno, acabe siendo compartido.
Voy más lejos. El consenso ni siquiera es un bien en sí mismo. Cuando alguien reclama consenso -y en España la izquierda cuando gobierna lo reclama día y noche-, hay que preguntarle: ¿consenso para qué? ¿Para preservar el status quo? ¿Para apuntalar la decadencia? ¿Para que, como en el Gatopardo de Lampedusa, cambiándolo todo, todo siga igual?
El principal problema de nuestros países no es tanto la falta de consenso como lo contrario: la existencia de un consenso tácito pero blindado en torno a un modelo único. En España ese consenso es, digamos, socialdemócrata. En la Argentina, digamos, peronista. Reivindicar el consenso se convierte así en una forma de resignación. Más que consenso, lo que unos y otros necesitamos es un cambio profundo, vigoroso y urgente.
Como el que Milton y Rose Friedman le recomendaron a Reagan ante su segundo mandato en La tiranía del status quo, un librito luminoso: “Presidente, tiene usted seis a nueve meses para hacer las grandes reformas que necesita el país. Después, las fuerzas de la resistencia se habrán reorganizado y ya no será posible”.
Hay una ciudadanía huérfana, deseando ser liderada. Hay una sociedad agotada, que sabe que no hay un punto medio entre la libertad y la servidumbre. Ni entre la corrupción y la honradez. Ni entre el ataque a la Justicia y su defensa. Ni entre la ley y la selva. Con ella es con quien hay que pactar. Y no cualquier cosa: un mandato de rescate económico y democrático.
Carpinchos, camalotes y choripanes
Con esto llego a la Argentina, que es también mi país. Me lo recordó un simpático nacionalista catalán, durante el golpe de Estado de 2017 en Barcelona. Al verme pasar, masculló: “Ahí va una argentina, hija de una puta y un español”. Así es el separatismo, xenofobia al cubo.
Pero sí, yo soy también argentina. Felizmente argentina. Mi infancia son recuerdos de esteros entrerrianos: carpinchos, camalotes y choripanes. Son los aguaribays y los membrillos de una vieja estancia de frontera. Son una travesía a caballo desde el corazón de Mendoza hasta Chile y vuelta, vadeando cerros de ceniza volcánica, bajo un cielo de cóndores. Y son, por supuesto, las callecitas de Buenos Aires, esta ciudad que adoro: el mural de La Bombonera pintado por Rómulo Macció, un segundo padre para mí. La luna rodando por Callao. Y lo más importante: la familia y los amigos.
Aquí crecí y aquí vuelvo ahora con un mensaje de esperanza. Sé que muchos, muchísimos, argentinos están emigrando a España. Los he visto llegar, cargados como aquellos inmigrantes que hace un siglo y medio hacían en barco el trayecto inverso: hijos, hermanos, mascotas, todo. Han tirado la toalla. Y lo comprendo.
Argentina lleva décadas instalada en el bucle de la decadencia. Como un ratón, gira y gira –yira, yira- en una noria: degradación institucional, corrupción, crisis económica, devastación social. El legado del kirchnerismo es un desierto de desesperanza. Y sus principales intérpretes, dos guiñoles de feria, de esos que se pegan uno al otro en la cabeza, ante la carcajada general. Aunque aquí, de risa, poco.
Ningún país del mundo exhibe una brecha tan profunda entre su potencial y su realidad. Argentina es una recurrente expectativa frustrada. Y cada vez más gente la da por perdida. Pero no lo está. Lo he dicho antes: el pesimismo es el mayor aliado del populismo. La resignación te lleva a aceptar lo inaceptable desde la falsa premisa de que no hay alternativa. Y Argentina la tiene.
Argentina no necesita más peronismo. Ni carnívoro con K ni vegetariano con las siglas que sean. Tampoco merece más antipolítica ni más histrionismo. Lo que necesita es una alternativa firme de libertad.
Argentina no es una anomalía irremediable. Es un país formidable al que sólo le falta un gobierno dispuesto a combatir la degradación populista. Un gobierno que diga la verdad. Que huya del tacticismo y resista la tentación de la demagogia. Que no vacile a la hora de acometer reformas imprescindibles: castigar la corrupción, premiar el mérito, cumplir y hacer cumplir la ley, esa revolución. Un gobierno que combata la paralizante mentalidad de subsidio. Que abandere un sacrificio útil para evitar más décadas de sufrimiento inútil. Que apele a la responsabilidad de los ciudadanos. Es decir, a su libertad. En suma, un gobierno con la valentía necesaria para tratar a los argentinos como adultos.
Este es el desafío que tienen ante ustedes. Y es emocionante. Tienen la oportunidad de demostrar que la política con mayúsculas existe y gana elecciones. Tienen la oportunidad de demostrar que las ideas de la libertad son hoy más válidas que nunca. Y, sobre todo, tienen la oportunidad de demostrarle al mundo que existe otra Argentina, alejada de tópicos humillantes. Como esa triste coletilla que empaña cualquier referencia al país: “Con lo rica que es, ¡fracasó!”
Tienen la oportunidad -y esto es clave- de hacer de la Argentina la vanguardia de un cambio de ciclo en toda Iberoamérica. Abran la veda. Lideren el camino. Sean audaces. Sean valientes. Elijan al mejor candidato o candidata. Antepongan el patriotismo a cualquier consideración personal. Derroten al kirchnerismo. Pongan fin a la grosería, la decadencia y el rencor. Transformen el país. Demuestren al mundo que hay una Argentina decente, democrática, vibrante y luminosa. Consigan que los exiliados vuelvan y los jóvenes prosperen. Hagan que la Selección de Messi sea un síntoma y no una excepción.
Este texto fue publicado originalmente por la revista Seúl