Vía El Colombiano

Indígenas, silletas, sus lágrimas y un minuto de silencio por los soldados caídos marcaron la posesión. Familia afro arribó al gobierno para reivindicar las regiones.

Mientras Gustavo Petro esperaba la espada de Simón Bolívar para dar su discurso de posesión —ya con la banda presidencial en el torso—, se sentó a observar al público en silencio. En esos diez minutos habló poco, quizá meditaba en la frase que diría después: “Llegar aquí indudablemente implica recorrer una vida”. Su vida, que como dijo en su libro, es muchas.

La Plaza de Bolívar estaba totalmente llena. Desde la estatua del libertador hasta la Casa de Nariño, con políticos, diplomáticos e invitados especiales; el otro pedazo estaba ocupado por las comunidades indígenas, afro y campesinas, quienes por primera vez se acercan de verdad al poder Ejecutivo.

En sus discursos Petro se ha nombrado hijo del pueblo, que no es otra manera de esas que su vida representa esas muchas vidas, que él es un arquetipo de a quienes ahora va a gobernar. Quizá por eso reparaba en silencio tanto a los congresistas que conversaban espontáneos, como al público, donde alguien sostenía una pintura que lo mostraba a él abrazando a la vicepresidenta Francia Márquez.

Cruzó pocos comentarios con los presidentes del Senado y la Cámara de Representantes, Roy Barreras y David Racero, quienes estaban sentados a su lado, mientras la pianista Teresita Gómez —una de las más grandes intérpretes colombianas— tocaba el piano con sutil magistralidad bajo el sol de la tarde bogotana.

Petro ordenó lo que su antecesor Iván Duque no quiso: sacar del resguardo de la Casa de Nariño el arma para exhibirla ante —dársela— el pueblo. Ese fue su primer mandato de gobierno. La pieza llegó en la urna de cristal que la preserva, en brazos de soldados de la Guardia Presidencial.

Bolívar, la espada y el robo

El presidente es un político de simbolismos y con la espada a su lado derecho delineó las 21 páginas de su discurso de posesión, la investidura real después de las dos espirituales que celebró en Sierra Nevada de Santa Marta y en el Parque Tercer Milenio.

En esta el presidente del Senado, Barreras, le tomó su juramento para que la senadora del Pacto Histórico, María José Pizarro, le vistiera con la banda presidencial mientras ella dejaban ante los asistentes otro emblema: el retrato de su padre en su espalda bordado por tejedores de paz (ver recuadro).

El mandatario lloró dos veces. Al comienzo de su discurso, cuando expresó que llegar hasta ese atril era el recorrido de una vida y que esa espada al lado suyo sí que lo simbolizaba, pues la guerrilla en la que él militó antes de entrar a la vida política, el M-19, la robó en 1974 y él mismo se encargó de devolverla en 1991, cuando ya estaban desmovilizados.

Saludó a los expresidentes que estaban allí presentes (César Gaviria, Ernesto Samper y Juan Manuel Santos) y a los que no (Andrés Pastrana y Álvaro Uribe), un gestó que decantó risas por el revés que Pastrana y Uribe hicieron a su investidura. Este último había prometido llamarlo, pero hasta el cierre de esta edición su silencio era el único mensaje que dejaba ver en público.

Ya Petro en su atril prometió cumplir a cabalidad el Acuerdo de Paz con las Farc y seguir las recomendaciones de la Comisión de la Verdad, implementar una economía de producción en busca de la riqueza para todos, moderó su discurso invitando a los ricos a pagar a los impuestos con orgullo e hizo diez promesas para su mandato.

Proclamó que “Colombia no es solo Bogotá” y se ganó aplausos. Cuando habló de las Fuerzas Armadas, las comunidades gritaron en señal de descontento.

Las lágrimas volvieron al cierre con la promesa de unir a Colombia y con el relato de la niña arhuaca que en su posesión de antaño en Santa Marta le habló del perdón. Terminó su intervención con la voz quebrada y ante la mirada penetrante de su esposa, Verónica Alcocer.

Ella, en esos 49 minutos de compromisos ante el país, lo contemplaba fijamente a dos metros de distancia suyo. Solo se distraía por unos segundos para apreciar la reacción del público a los momentos más fuertes de su intervención, para enfocar otra vez a su esposo en el escenario.

Hubo momentos de aplausos. Sus promesas de paz, igualdad de género y de una economía sin carbón y petróleo fueron motivos de ovación. Hasta entre el público una mujer gritó “Petro, te amo” como si el político, más que un presidente, fuera una estrella de rock. A pesar del júbilo, también hubo pullas como las que se escuchaban cada que llamaban al Rey Felipe de España o al presidente de Ecuador, Guillermo Lasso.

La diplomacia petrista

A ellos las comunidades en la parte trasera de la plaza y los invitados especiales sentados en el medio les gritaban arengas. Escuchar el apellido Lasso era la antesala a un “uhhh” colectivo y que alguien saludara al Rey despertaba una reacción semejante.

El monarca español guardó un silencio diplomático. Frunció su ceño y pocas palabras cruzó con los presidentes y delegados que estaban sentados junto a él. Uno de ellos, el mandatario chileno, Gabriel Boric, a quien el público aclamó con vehemencia cuando entró en escena y las tantas veces que Petro o Barreras lo mencionaron. Toda una paradoja porque al que en Colombia celebran en Chile le protestan.

A Boric su pareja Irina Karamanos le organizaba el cabello de vez en cuando, le corría hacia el lado derecho el mechón rebelde que tapaba su frente y ella terminó en medio de la conversación de él con su homólogo Lasso, el único presidente de la derecha suramericana que asistió a la cita.

Cuando el ecuatoriano entró en escena la gente gritó una y otra vez nombre de su adversario polítíco: “Correa, Correa, Correa”.

Ante sus pares Petro habló de latinoamericanismo, el mismo que hace más de cinco lustros los presidentes de la ola de izquierda suramericana –Hugo Chávez, Cristian Fernández y Rafael Correa– pretendían poner en la agenda.

En el retrato de ese nuevo progresismo estaban Alberto Fernández de Argentina, festejado entre aplausos a pesar de que en su tierra la gente le reclama la inflación que no encuentra techo, y Xiomara Castro de Zeleya de Honduras. Las otras izquierdas con las que el ejecutivo delineará esa nueva era.

En el otro costado de la tarima tomaron asiento los exmandatarios. Gaviria fue el primero en llegar, apoyándose con su mano derecha en un bastón, hasta sentarse en solitario durante casi una hora. Es más, el liberal que le entregó las banderas de ese partido al Pacto Histórico fue el único expresidente que estaba en su asiento en el momento que ingresó Petro.

Samper y Santos acudieron casi sobre la hora y en el receso se apartaron de la gente para conversar. En esa misma zona de sillas color nube presenció la investidura la familia de Francia Márquez. Ellos estaban en un podio de hombres blancos y del centro del país que estuvieron en el poder, marcando el contraste de un familia negra, de región y luchas sociales que apenas se acerca a este.

La primera persona en felicitar al presidente tras la posesión fue el exsenador Armando Benedetti. Incluso, fue el primero en saludar a Roy Barreras con un abrazo y apretones en los hombros. Ellos dos, lejos de ser emblemas del cambio, encarnan a los políticos que llevan décadas en el poder y que terminaron en el equipo Petro.

Los militares y el silencio

De la Plaza Bolívar el presidente partió hasta su nueva casa, la de Nariño, y escoltado por los comandantes del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea. Hizo un minuto de silencio en honor a los soldados fallecidos por el conflicto y esos segundos de inflexión le sirvieron para mostrarse como un Ejecutivo que puede ser aliado de los militares, a pesar de sus asperezas con ellos.

En los jardines traseros de la Casa de Nariño la nueva familia presidencial marchó unida hacia el portón en el que esperaban Iván Duque, su esposa María Juliana y sus dos hijas. Las trompetas militares poco se escuchaban entre los gritos de “fuera Duque” que salían desde la Plaza. Salió un expresidente, entró un nuevo inquilino y las comunidades festejaron.

Junto a la estatua de Bolívar quedaron las alegorías a las mariposas del realismo mágico de colores amarillo, azul y rojo que el mandatario usó como efigie de su promesa de cambio. Terminaron retratadas, también, en las sombrillas que repartió la logística cuando el cielo se puso gris amenazando con una lluvia similar a la que cuatro años antes recibió a Duque en su transmisión del mando.

Las 32 silletas antioqueñas con los nombres de los departamentos quedaron exhibidas en el andén que llevó a Petro hasta su ascenso oval, sin el extenso tapete rojo que sus antecesores utilizaron y que él cambió por los bastones de las guardias indígenas y campesinas que trazaron su propia calle de honor.

Tras los emblemas del pueblo, llegó la realidad del hombre de traje: terminar de componer su gabinete, firmar el decreto de posesión de los ministros, dar un discurso más ante su equipo y sentarse con otros poderosos para encuentros bilaterales que ocupan su agenda del lunes. El día uno del gobierno que prometió será de cambio y que tendrá que maniobrar para que las expectativas de la renovación no le resulten siendo un boomerang.