Por Karel J. Leiva
Entre luchar y no hacerlo hay una gama de posibilidades, desde largarse del país, hasta ser leal a la tiranía y defenderla
El pueblo cubano se encuentra ante una difícil disyuntiva: continuar sometido a un régimen opresor que limita sus derechos y libertades, o arriesgarse a ser castigado sin piedad por luchar por un futuro democrático. La teoría del dilema del prisionero, desarrollada por matemáticos y científicos sociales, permite comprender esta dinámica, que refleja la tensión existente entre los intereses personales inmediatos y los beneficios mutuos que podrían obtenerse en la sociedad cubana. ¿Qué costo tiene el silencio en un régimen autoritario?
La hipótesis básica del dilema del prisionero es que dos personas son arrestadas por un delito y son interrogadas por separado. Cada una tiene dos opciones: admitir el delito y delatar al otro, o permanecer solidarias, negándose a traicionar. Si no admiten el crimen, ambas serán liberadas con una pena leve. Si ambas admiten el delito, serán condenadas a una pena más grave. Ahora bien, si una persona admite y la otra no, la primera será liberada mientras que la que no cedió ante las presiones de la policía será condenada a una pena muy grave.
Lo ideal, claramente, es que ambas se nieguen a admitir o delatar, en cuyo caso se llega a la solución óptima, en que la Policía se queda con las manos vacías mientras ellas escapan al castigo. Sin embargo, el dilema consiste precisamente en que ambos individuos tienen una fuerte motivación para traicionar, ya que, si uno se mantiene solidario y el otro traiciona, el segundo saldrá absuelto. El dilema del prisionero muestra cómo, en ciertas situaciones, la búsqueda individual de beneficios puede llevar a resultados negativos, mientras que la cooperación, la solidaridad y la confianza pueden conducir a resultados mucho más favorables para todas las partes involucradas.
Este es precisamente el dilema que enfrenta la sociedad cubana, que se encuentra ante la disyuntiva de cooperar para derrocar una dictadura que lo reprime, manipula y subyuga, o traicionar, renunciando así a su anhelo de vivir en una sociedad próspera, justa y democrática. Aunque en sentido metafórico, digo «traicionar» con toda intención, porque la falta de acción ciudadana, de solidaridad, de cooperación puede ser interpretada como una forma de traición a sus propios intereses, a los de sus hijos y conciudadanos, a los de la nación. Cuando se deja a un disidente padecer las injusticias a que le somete la tiranía, en cierto modo se traiciona a un compatriota. Cuando se acepta que el sistema condene a un hijo a pasar hambre y necesidades, de alguna manera se defrauda el compromiso moral que con él se tiene. Cuando se permanece inerte ante la tiranía que oprime y maltrata, se traiciona la dignidad que nos constituye, y con ello se cede la esencia misma de lo humano, que es la búsqueda de libertad y de bienestar.
Es cierto que la abstinencia política no implica una acción directa contra los intereses de la sociedad. Tampoco es comparable a la traición deleznable y vergonzosa de los que imponen violentamente la miseria y de quienes los apoyan, sea aplaudiendo hipócritamente, delatando a sus compatriotas o reprimiendo de una forma u otra a aquellos que tienen el valor de enfrentarse al totalitarismo muscular que rige en Cuba. Existe un abismo entre la traición metafórica de un pueblo que sufre en silencio y la traición literal de los siniestros cómplices de la opresión, que reptan empantanados en una oscura dinámica de traición y sumisión. No es comparable traicionar los propios intereses, por temor a ser lanzado a una prisión tras un juicio sumario, a la vil traición que cometen esos abyectos lacayos que sirven diligentemente a los designios dictatoriales, entregando a sus compatriotas a las fauces del régimen opresor. Despreciables verdugos del pueblo, ellos son la personificación de la traición, la cobardía y la deslealtad. Lo que sugiero es que el costo de la apatía del pueblo es la perpetuación indefinida de la dictadura y de la miseria que viene con ella. Tal falta de acción tiene consecuencias devastadoras para la calidad de vida de hoy y de mañana y contribuye a mantener a la nación en un estado de subyugación y de pobreza.
No hay duda de que el riesgo de represalias es substancial. Nadie ignora que los represores son capaces de todo. En ello radica justamente la naturaleza del dilema. Porque tampoco hay dudas de que si la mayoría de los cubanos permanece inerte mientras unos pocos son perseguidos y torturados por desafiar al régimen, el resultado no será otro que la perpetuación de la miseria moral y económica que asfixia a Cuba.
El dilema del prisionero no sugiere que solo hay dos alternativas en la realidad o que esta última es dicotómica y simple. Entre luchar y no hacerlo hay una gama de posibilidades, desde largarse del país, hasta ser leal a la tiranía y defenderla, aunque todo se derrumbe en derredor y se pierda el alma con ello. Tampoco establece un juicio moral sobre las decisiones individuales. Es moralmente legítimo huir del comunismo, proteger la integridad física y buscar una vida que nos brinde todo aquello que la tiranía nos ha negado a la fuerza. De igual modo, es comprensible evitar exponerse al peligro que conlleva enfrentarse a un aparato represivo que no conoce límites éticos.
Lo que muestra este modelo es, simplemente, que las mejores opciones para una nación dependen de una compleja red de decisiones individuales. El pueblo cubano puede permanecer impotente, abandonando a su suerte a quienes prefieren no traicionar los ideales de libertad, democracia y prosperidad. También puede reencontrar la cohesión y la confianza ciudadana que el régimen ha socavado durante décadas, y elegir pensar como nación para exorcizar de una vez la miseria, el desamparo y la ruina.