Por Gisela Kozak Rovero en Letras Libres
En la creaciones culturales del siglo XXI, América Latina es aún presentada como una región sufrida, siempre a merced de los poderes en juego. ¿Continuará en el camino de la eterna víctima?
Leí con gran interés el artículo “Las nuevas coordenadas culturales de Latinoamérica”, de David Marcial Pérez, un panorama de las que, según el autor, son las grandes líneas maestras de la cultura actual del continente. Estas no responden a criterios nacionales o a aspiraciones latinoamericanistas, como en el siglo XIX y XX, sino a la llegada al centro de la escena de quienes habían estado en los márgenes por condiciones de género, orientación sexual y raza, o por cultivar formas artísticas y literarias contracanónicas, al estilo de la ciencia ficción en la literatura o los ritmos tradicionales en la música.
Llama la atención que tales coordenadas sean consideradas “nuevas”, cuando el pensamiento, el arte y la literatura latinoamericanos han explorado hasta la saciedad desde el siglo XIX las múltiples raíces culturales de un continente absolutamente obsesionado con la herencia colonial. Sería inútil hacer una larga lista de los grandes hombres y mujeres que han pensado, pintado, escrito y hecho arte desde interrogantes como la raza, el género, la memoria de la opresión, el canon y las raíces culturales. Recomiendo la lectura de Delirio americano, de Carlos Granés, un gran fresco de la estética continental alimentada por pasiones políticas que han sido semejantes desde que nos independizamos de España y Portugal hasta hoy. Desde luego, David Marcial Pérez no tiene por qué plantear esta continuidad, que seguramente conoce, porque su tema es la ruptura.
Hemos sido testigos de un quiebre cultural importantísimo en los últimos treinta años. En los noventa hubo una muy seria revisión de los límites del escritor y el artista como figura pública, del latinoamericanismo como proyección política utópica y de la persistencia del tema de lo nacional, además de que comenzó la llegada masiva de las mujeres al escenario literario, convertida hoy en estupenda avalancha. En parte, que la creación y la política identitaria actuales no parezcan afines con asuntos como la nación y el latinoamericanismo obedece a este corte cosmopolita, muy benéfico a mi juicio. Cuando Jorge Volpi afirmó que ya no existía “la literatura latinoamericana”, lo que parecía una boutade expresaba una razón: cada quién escribía a su aire, sin pensar en los grandes destinos políticos revolucionarios que la hegemonía de la izquierda en la segunda mitad del siglo XX había llevado al centro de las preocupaciones estéticas.
En todo caso, y siguiendo las ideas de David Marcial Pérez, pareciera que el arte, el cine, la música y la literatura emergentes han conectado más con la política de identidades propia de la izquierda estadounidense que con la tradición de la izquierda latinoamericana, por demás muy marcada con una perspectiva interseccional (clase, raza, género) dado el carácter pluricultural de América Latina. Si en el siglo XX la izquierda revolucionaria se identificó con Cuba, China o la Unión Soviética y la izquierda democrática con el Estado de Bienestar europeo, en el siglo XXI se inspira en la política de identidades creada en las universidades del siempre odiado y anhelado Estados Unidos, curiosa vuelta de tuerca del muy mentado colonialismo. Las instituciones culturales y académicas del vecino del norte ahora proveen hasta de los fundamentos para cambiar el mundo capitalista del que ese país es el máximo representante.
Hay buenas noticias, por supuesto: la ciencia ficción por fin está tomando auge. Aunque el autor citado indica que fue relegada por la preeminencia del realismo mágico, en verdad no era un género cultivado en la región: bienvenido sea. Ciertamente, el tema LGBTQ ha logrado ubicarse en la esfera pública como nunca antes, aunque en estos momentos las trans y las identidades no binarias han eclipsado el lesbianismo y la homosexualidad. La riqueza y variedad de creadoras en el presente y la reivindicación de las del pasado traen un filón de maravillas inagotable.
Coincido también en que la política es muy importante para los jóvenes, en especial los universitarios, con una particularidad: excepto en las dictaduras de izquierda de Cuba, Nicaragua y Venezuela, lugares donde las nuevas generaciones arriesgan sus vidas para enfrentarse a gobiernos atroces, las protestas son frecuentes en las siempre imperfectas democracias liberales latinoamericanas, pero giran alrededor de temas puntuales: gratuidad de la educación, el aborto, la violencia de género, la diversidad sexo afectiva e identitaria.
Estas causas impregnan la producción cultural actual, sin duda alguna, a lo que debe sumarse la exigencia de la representación de los sectores subalternizados por las dinámicas sociales y económicas del continente en editoriales y espacios culturales de todo tipo. No preocupa tanto la creatividad estética y la transmisión del pasado como herencia común sino la presencia de tales sectores como si esta asegurara la verdadera justicia social.
En todo caso, el siglo XXI no trae novedades en cuanto a presentar a América Latina como un subcontinente sufrido, la víctima eterna de los poderes en juego, expoliado hasta dejarlo en la ruina, gobernado por racistas y supremacistas blancos. Palabras como neoliberalismo, extractivismo e interseccionalidad han sustituido la jerga de izquierda del siglo XX, basada en la clase social.
El pasado enmudece, qué duda cabe. Pero no solo enmudece Diego Rivera frente a Frida Kahlo, una mujer formidable opacada por su marido que ha sido reivindicada en las últimas décadas. Si otrora los héroes culturales eran gente como el escritor Carlos Fuentes, el salsero Ismael Rivera y el artista Jesús Soto, ahora sobresalen figuras como la venezolana Arca (DJ, artista visual y productora no binaria) y como el cantante de reguetón Bad Bunny, considerados figuras culturales en el mismo nivel de Tania Bruguera o Samantha Scheweblin. Valorar y discernir son actos muy mal vistos en el mundo cultural e incluso en el académico: solo el éxito de mercado y el apego a los temas de moda de la política identitaria sirven de criterio.
Quedan preguntas pendientes acerca de los caminos de lo “nuevo”, no solo respecto al interesante artículo de David Marcial Pérez sino en general respecto a los debates públicos con más resonancia mediática. ¿No tiene sentido transmitir la herencia del pasado en apego a su valor estético y sus búsquedas filosóficas, sociales y políticas? ¿Tampoco hay preguntas clave que hacerse más allá de la afirmación de subjetividades encerradas en límites identitarios, como las relativas a la política nacional? ¿Cuáles son los retos que la tecnología abre a la creación cultural? ¿Qué pasa con las bases de la sociedad y la defensa cada vez más abierta de los valores tradicionales, de espaldas al feminismo y las luchas LGBTQ? ¿América Latina continuará en el camino de la eterna víctima? ~