Por Jesús Cacho en VozPópuli
Davos no pasa de ser una especie de feria de vanidades, gran teatrillo del mundo, cáscara vacía de contenido, rada rebosante de lugares comunes, incluso de tópicos (sobre economía, pero también sobre política y todo lo demás)
Desde Zúrich, un cómodo tren que va reptando faldas arriba de los Alpes termina depositando al viajero en Davos tras dejar atrás Klosters, otra famosa estación de esquí convertida en lugar de vacaciones invernales de la familia real británica. Davos, en el cantón de los Grisones, es uno de esos idílicos pueblos alpinos donde un café cuesta un riñón, donde una habitación de hotel reclama una fortuna y donde es obligado caminar con tiento por sus calles heladas si uno no quiere romperse la crisma víctima de un resbalón. Durante cuatro años viajé a Davos como enviado de un diario madrileño para seguir el World Economic Forum (WEF) sin apenas asomar la nariz fuera del edificio donde se realizan las sesiones. A resguardo del frío reinante, el gran caserón es un enjambre de gentes que vienen y van, suben y bajan escaleras, entran y sale de salones y aulas, en una especie de enloquecido frenesí sin aparente orden ni concierto. Allí primeros ministros se cruzan con presidentes de multinacionales, gente que deambula con aire despistado en busca del mitin o la mesa redonda donde la organización les ha pedido que intervengan. Salvada la sorpresa que el primer día produce tropezarse con figuras de relieve mundial a quienes habitualmente conocemos por la tele, uno cae pronto en la cuenta de que el gran aquelarre de Davos no pasa de ser una especie de feria de vanidades, gran teatrillo del mundo, cáscara vacía de contenido, rada rebosante de lugares comunes, incluso de tópicos (sobre economía, pero también sobre política y todo lo demás), porque sorprendentemente allí muy rara vez se oye una idea verdaderamente nueva, trabajada, de impacto.
Me sorprendió que la organización fijara el tema de debate del próximo WEF con un año de antelación, justo al finalizar cada reunión anual, con lo que las posibilidades de que el asunto elegido resulte opacado por lo acontecido a lo largo de los meses o suene irrelevante son demasiadas. Los periodistas se nutren de los cientos de comunicados que se amontonan en la gran sala de prensa sita en el sótano del edificio, y de la confidencia que algún político o empresario de su propio país le suelta, despistado, en pleno pasillo. De modo que uno se pregunta enseguida dónde está el misterio, por qué designio divino los ricos de este mundo y la gente con mando en plaza se toman la molestia de reunirse cada mes de enero en semejante lugar frío e inhóspito, cuál es la clave, que razón explica la peregrinación anual a esta Meca suiza cubierta de nieve, más allá de tirar sin piedad durante un par de días de la American Express de la empresa, porque paga la empresa, y de echar un polvo con alguna de las putas rusas de superlujo que durante esos días pueblan Davos. Sí, tratan de convencerte de que aquí la gente importante hace negocios, fija estrategias, establece vínculos, y lo hace fuera de la sede del WEF, en cenas privadas en carísimos restaurantes, de que aquí un CEO puede ver a cuatro o cinco colegas el mismo día sin necesidad de perder el culo viajando de una esquina a otra del planeta, y es posible que así sea, pero eso también puede hacerse desde hace mucho tiempo, gracias a las nuevas tecnologías de la comunicación, sin necesidad de pulirse 20.000 dólares de una sentada.
Total que, tras un par de días en «La Montaña Mágica» de Mann, la gente emprende el regreso a Zúrich en busca de alguno de los aeropuertos que dan servicio a Davos y en los que este año se han apiñado cerca de 1.100 aviones privados en una auténtica orgía de CO2 de la que son culpables unos señores en apariencia muy concernidos por los acuciantes problemas planteados por el cambio climático. A Zúrich vuelven también periodistas, putas y oportunistas, esos altos ejecutivos sin trabajo, todos muy Harvard, todos con un inglés magnífico, dispuestos a gastarse parte de sus ahorros para poder gozar de la oportunidad de cruzarse en los pasillos del WEF con el chairman de una multinacional al que tal vez, quién sabe, podría ser, poder engatusar. Unos y otros, poderosos y prostitutas, plumillas y ‘wannabes’, vuelven a su lugar de origen con la cabeza caliente y los pies fríos, sin ninguna idea novedosa, potente, noble o crítica que llevarse a la boca o al alma. Notas de prensa. Un montón de lugares comunes, las alforjas llenas de ideas sobadas, tan gastadas que da vergüenza ajena volver a escucharlas como mercancía nueva en tan carísimo expositor de la pompa y vanidad de este perro mundo. A nadie parece importarle el fiasco, nadie parece concernido por este gigantesco tocomocho. El show must go on para que el doctor Klaus Schwab y su familia puedan seguir facturando y engordando su cuenta corriente.
Porque quien siempre gana es el tal Schwab, quien hace caja es Schwab, dueño de un imperio que le permite codearse con los grandes de la política y las finanzas mundiales. Acusado de simpatías nazis en su primera juventud, este octogenario alemán se ha convertido en uno de los tipos más influyentes del planeta en virtud de su prodigiosa agenda de contactos. La membresía al WEF cuesta unos 80.000 dólares anuales que gustosamente pagan un montón de personajes con el dinero de unas empresas de las que no son dueños sino simples ejecutivos. La familia Schwab ha creado un imperio económico que ahora, después de la pandemia, quiere también convertir en político. Porque hay dos WEF o dos etapas bien diferenciadas, la de antes y la de después de la crisis de la covid. El Davos de las primeras décadas fue el escenario donde lució sus mejores galas ese capitalismo dispuesto a emprender, hacer negocios, cruzar contratos, y contribuir decisivamente a rescatar cada año a millones de personas en todo el mundo de la pobreza extrema mediante la creación de riqueza, en una demostración apabullante del triunfo de la libre iniciativa sobre ese socialismo, llámese comunismo, llámalo hache, forjador de miseria sin compasión en todo tiempo y lugar.
Y hay un Davos podrido, un Davos rendido, un Davos donde aquel capitalismo convertido en santo y seña de las democracias liberales parlamentarias ha entregado la cuchara, se ha rendido a la socialdemocracia menguante y a esa corriente basura en la que hace ya tiempo se emboscó el viejo comunismo derrotado tras la caída de la URSS, el mundo al revés de lo ‘woke’, el cambio climático, las ideologías de género, el feminismo ultra… todas ese pensamiento débil que aspira a ahogar al mundo libre y al que hoy rinde pleitesía desde universidades antaño prestigiosas hasta grandes multinacionales, empresas de todos los tamaños y sectores dirigidas por gentes cuya primera preocupación no parece estar centrada en cuidar de la acción y retribuir adecuadamente al accionista, sino en ser bien tratados y retratados por esos ‘media’ convertidos en punta de lanza de tamaño detritus ideológico. Se lamentaba estos días Martin Wolf, responsable de la famosa Lex Column del FT, de que no lucieran palmito este año en Davos los oligarcas rusos y chinos, no hubiera millonarios rusos ni chinos en el WEF, protagonistas de esa economía centralizada que ha hecho inmensamente rica a una pequeña elite en la cúspide del aparato a costa de esclavizar a muchos millones de personas, y ese lamento en tipo tan emblemático es el mejor retrato de este Davos degradado que en mayo pasado, durante la reunión extraordinaria que celebró el WEF, fue capaz de elevar a los altares como gran timonel económico y político mundial a Xi Jinping, secretario general del Comité Central del Partido Comunista chino.
El líder comunista chino jaleado en el mismo Davos donde Friedrich Hayek creó a finales de los cuarenta la Mont Pelerin Society, un grupo de pensamiento centrado en la necesidad de preservar los valores de la libre empresa, también los derechos humanos, de la acción disolvente de ideologías relativistas y totalitarias, y en la que junto a Hayek (“Camino de servidumbre”) colaboró gente como Milton Friedman, Ludwig Erhard, Karl Popper, Von Mises y algunos más, todos de la misma talla intelectual y humana. “No le iría nada mal un poco de comunismo al capitalismo” ha dicho el jeta de Schwab, un tipo cuyo protagonismo no se entendería sin el apoyo activo de un ramillete de supermillonarios yanquis tipo Soros, Gates y otros del mismo pelaje, gente que se ha hecho inmensamente rica gracias a la libertad de emprender inherente al capitalismo y que ahora parece empeñada en negar a otros la posibilidad de enriquecerse que ellos tuvieron, porque su modelo de sociedad ya no está regido por la libertad sino por el control social, una sociedad que debe renunciar a la idea del crecimiento constante (y su correlativa búsqueda del beneficio) en favor de un “crecimiento sostenible” (o simple decrecimiento) con empresas que produzcan lo que ellos digan, porque ya no se trata tanto de ganar dinero como de hacer feliz a las pobres gentes de este perro mundo que sin nosotros, los ricachones socialdemócratas, sería un infierno.
A un nivel muy local, bastante miserable y francamente zafio, la mejor representación de la degradación de Davos ha sido el protagonismo que, según sus voceros, ha tenido este año el gran Pedro Sánchez, un figurín convertido en rey del tablao alpino, una especie de Danny Zuko en Grease, un tipo que no ha tenido empacho en utilizar la plataforma suiza para atizarle a la oposición española, su única auténtica especialidad. Campanudo as usual, Sánchez ha recitado ante las elites en Davos que “el sistema no es justo” y que hay que poner remedio a semejante anomalía. Que tú seas, Pedro, presidente del Gobierno de España es, en efecto, la mejor demostración de que el sistema no es justo. Tipos como Sánchez representan a la perfección todo lo que de farsa ideológica e intelectual tiene hoy el WEF. La estafa de Davos.