Por Gustavo Ocando Alex para BBC News
Partieron desde la Catedral de Machiques, estado Zulia, Venezuela, con destino a la cuna del automovilismo mundial, Detroit, Estados Unidos, en un vehículo Ford Coupé, modelo 28, bautizado como «Fotingo»
José Domingo Márquez, alias «Mingo», acostumbraba extraviarse en la selva de la Sierra de Perijá, en la frontera occidental de Venezuela con Colombia, cuando apenas tenía nueve años.
Tenía un affaire con la aventura. Se perdía por horas entre la maleza o jugaba a orillas de los ríos de su natal Machiques, ignorando las amenazas de culebras y tigres mientras corría su infancia en el año 1928.
Antonio y María, sus padres, se veían obligados a organizar excursiones armadas para buscarle cuando caía el sol.
La irreverencia le ganó regaños. También le propinaron una que otra paliza con un mandador de doble cuero, un palo de jabillo común en esos tiempos para arrear el ganado o espantar a las gallinas.
-Mamaíta, ¡es que yo cuando sea grande me voy a ir leeeejos, muy lejos!
-¡Ay, Santísima Trinidad, Virgen del Carmen, como que me ha salido este hijo medio loco! ¡Amparámelo, Señor!
El artífice, el músculo y el escribano
La idea de viajar fuera de Venezuela hedía a utopía en el seno de familias humildes que sobrevivían a duras penas en el campo en tiempos del gobernante militar Juan Vicente Gómez.
Aún no había carreteras de asfalto y solo trasladarse hasta la capital, Maracaibo, podía tomar hasta un mes.
La poca fe de su madre no le detuvo. «Mingo» contagió de ese espíritu explorador a José Joaquín Rojas, su primo menor y mejor amigo. A todos evangelizaban sobre el «viaje largo» que alguna vez realizarían.
La muerte de Gómez, el florecimiento de la democracia en Venezuela, su admiración de las gestas de Simón Bolívar y el activismo en partidos nacientes como Acción Democrática abonaron su sueño mientras crecían.
Pusieron acento ideológico a su plan a inicios de 1946, cuando cumplían 33 y 27 años: viajarían por tierra hasta Detroit, Estados Unidos, casa matriz de los principales fabricantes de automóviles, para exigir la culminación de la carretera Panamericana.
Renunciaron a sus trabajos en fincas y talleres de mecánica para alcanzarlo.
«Soñaban con comunicar a Venezuela con el resto del mundo. Decían que Bolívar hubiera querido unir a toda América y querían aportar un granito de arena a ese sueño integracionista», contó a BBC Mundo Víctor Hugo Márquez, poeta, escritor, gaitero, hombre de la cultura zuliana e hijo de «Mingo».
Sumaron a un tercer integrante, Régulo Díaz, alias «Kuruvinda», conocido como el cronista oral de Maracaibo.
«Mingo» era la mente maestra, el artífice. José Joaquín, el mecánico, el músculo. Régulo encarnó al escribano versado en idiomas y geografía.
El equipo estaba completo.
El carro en la porqueriza
El peregrinaje consta en el libro «Jira Machiques-Detroit», publicado hace dos años por la Fundación Beltway y cuyos datos provienen de la investigación de un grupo de viajeros que en 1997 siguió la pista del viaje original.
«Kuruvinda» fue quien propuso designar el trayecto «jira», con jota en vez de ge, alegando que el vocablo tradicional define a un viaje que regresa a su origen tras llegar a destino.
BBC Mundo tuvo acceso al texto. También verificó las entrevistas de los protagonistas, grabadas en casetes antes de su fallecimiento, y examinó testimonios de testigos de la hazaña.
Certificados de concesionarios automovilísticos dan fe de que los venezolanos cruzaron nueve países durante el año que duró su excursión -nueve meses tardaron en llegar a Detroit y volver les tomó otros tres-.
Un dato curioso resalta en los registros históricos del proyecto: «Mingo», José Joaquín y Régulo no tenían siquiera un vehículo con el cual trasladarse.
Lo hallaron en 1946 en una porqueriza. Literalmente.
Los exploradores consiguieron un carro de tercera mano, modelo T Coupé, construido por la Ford Motor Company en el año 1928, con una transmisión de dos velocidades y marcha atrás. Estaba desparramado en el fundo de Arquímides Romero, un amigo, criador de cochinos.
El motor había sido instalado como pulmón de una desgranadora de maíz que permitía alimentar a 200 puercos. La capota era una asquerosa alfombra de metal en la entrada del rancho.
Uno de los guardafangos yacía bajo un árbol; el otro, enterrado boca arriba en el patio, donde servía como bebedero de las gallinas. El chasis esperaba, ruinoso, al lado de un potrero, junto a la caja y la transmisión.
El ganadero les regaló el carro -o sus partes-. Lo trasladaron de inmediato en un camión para armarlas en el taller de su amigo y mentor de mecánica, Nicolás «El Maestrico» Ramírez.
Un gentío se acercó a ver el carro del que todos hablaban. Un panal de abejas, que se había formado alrededor de la caja de velocidades, se alborotó al mover las piezas. Medio mundo sufrió aguijonazos.
Bernardo, hermano menor de «Mingo», ironizó entre carcajadas: «¡Qué molleja de locos son ustedes! Quieren irse a Estados Unidos en una caja de abejas».
Un esperpento
Ellos mismos fabricaron las varillas de la dirección hidráulica. También construyeron un cajón cerrado -que sustituyó la maleta- y un parabrisas con su vidrio frontal. Instalaron un viejo tanque de gasolina que hallaron abandonado en un mercado popular de Maracaibo.
Rearmaron dos puertas de reemplazo, sin tapicerías. Le instalaron tres neumáticos con rines de 19 pulgadas y uno de 22, en el tren delantero.
«Era un esperpento», admite el hijo de «Mingo».
Ciudadanos de a pie contribuyeron con el presupuesto inicial de la gira de centavo en centavo de bolívares. Se crearon dos asociaciones civiles para ayudarles a culminar el «Fotingo», como le apodaban a ese modelo en las naciones caribeñas, y sumar dinero para el viaje.
Lo armaron en ocho meses. La placa rezaba: «6221, estado Zulia».
Amarraron un colchón al techo. Detrás del cojín trasero guardaron una capotera con dos mudas de ropa para cada uno. «Kuruvinda» cargó sus lienzos, una cámara fotográfica; «Mingo» y José Joaquín, sus hachas y machetes.
El pueblo se congregó en la plaza Bolívar de Machiques, frente a la catedral, para despedirles el 27 de enero de 1947.
Fue el inicio formal de la gira. Primera parada: Caracas.
El chasco de Caracas
La ida hacia la capital tuvo doble intención: gestionar sus cédulas de identidad y pasaportes; y lograr una audiencia con el presidente socialdemócrata Rómulo Betancourt en procura de su respaldo económico y moral.
En el camino comenzaron a buscar constancias de concesionarios Ford. Querían testimoniar el viaje y, a su vez, diligenciar cualquier ayuda, desde un pote de aceite, una comida, gasolina o quizá alguna pieza de repuesto.
El jefe de Estado los atendió malhumorado. Terminó de encolerizar cuando constató la fealdad del «Fotingo» al asomarse en su balcón.
«¿Ustedes piensan llegar a Estados Unidos en esa cafetera? Devuélvanse a Perijá, que es donde los necesita el partido (AD). Aquí no hay dinero para esas cosas». Los protagonistas nunca olvidaron su frase de desaire.
Los titulares de prensa reflejaron el ánimo apaleado de los trotamundos: «Miraflores está limitado. La gira sale sin un centavo de Caracas».
El viaje cayó en un limbo hasta que, el 6 de marzo de 1947, decidieron proseguir hasta Colombia por San Cristóbal, Táchira. Cruzaron la frontera.
La gira no se detenía ni por Betancourt, ni por nadie.
Colombia: en las gargantas de la selva
«No cambio este día por lo mejor del mundo».
«Mingo» estaba conmovido por la belleza que les sorprendía aquella mañana fría y nublada de marzo entre los páramos de Cañasgordas y Frontino, Colombia.
Habían viajado desde la frontera por una carretera asfaltada que les llevó a Duitama, Tunja, Bogotá, Ibagué, Armenia, Pereira, Manizales y Medellín. El objetivo era llegar a Turbo, en el golfo de Urabá, para toparse con su santo grial: el invencible Istmo de Darién, en la vía a Panamá.
Prosiguieron por la tierra baja del río Atrato, a la altura del poblado de Pavarandocito. Era una región selvática, pluvial e inaccesible.
La habitaban esclavos libertos de piel oscura e indígenas que corrían despavoridos al verles llegar. Nunca habían avistado un carro.
«Mingo», bromista nato, decidió juguetear con ellos. Apagó el motor, esperó a que se acercaran a la fiera de metal dormida y, al saberlos cerca, giró la manivela de encendido para carcajearse mientras corrían aterrorizados.
Repitió el ritual de chanza varias veces. «Me tomó casi una hora familiarizarlos con el vehículo», contó el conductor, años luego, a sus cercanos.
Los venezolanos emplearon yuntas de bueyes para tirar del vehículo en las zonas más barrosas camino al Tapón de Darién. También utilizaron hacha y machete para adentrarse en esos valles boscosos.
De regreso a Colombia
Los puentes rústicos que construyeron gracias a la experiencia ganada en la Sierra de Perijá, sin embargo, sirvieron de poco. A la altura del río Zurrambay, la frustración tocó la puerta.
«Esos fueron los primeros esfuerzos para abrir camino en selvas vírgenes, tupidas y húmedas. Ahí fue donde no pudimos. Mucho pantano y selva», admitió Régulo, al declarar a reporteros ya en su ancianidad.
Unos canoeros, asombrados de verles tan introducidos en la fronda de esos caños, les advirtieron que no avanzaran un centímetro más.
Si no se devolvían, el carro quedaría hundido bajo el agua en cuestión de horas. Si lograban cruzar, les dijeron, morirían por ataques de los kuna, una tribu indígena de feroz reputación.
La triada de exploradores admitió su fracaso momentáneo. Decidieron echar marcha atrás, regresar a la frontera y escudriñar una nueva vía hasta Panamá.
La gira era famosa en la prensa. La Casa de Nariño -sede del gobierno colombiano- les echó una mano: autorizó que un tren les llevara de regreso desde Medellín a Cúcuta.
Desde los límites con Táchira marcharon con destino a Cartagena y cruzaron gratuitamente a Colón en una goleta conocida como «la Herman».
Un cabestrante que ataba el vehículo se desprendió por un sacudón de vientos en medio de la mar, partiendo de golpe uno de sus espejos retrovisores.
El malogrado «Fotingo» sumaba otra muesca camino a Panamá.
Panamá: fama de «bellacos»
Miguel Maduro, comerciante aficionado a la cacería, escuchó en 1947 un alboroto a las afueras de su negocio de víveres en la avenida central de Ciudad de Panamá.
Tres venezolanos contaban anécdotas de la selva, firmaban autógrafos, rogaban a mercaderes y ciudadanos de a pie por alguna colaboración para concluir su expedición.
Viajaban en «una matraquita llamativa», llena de tanques de gasolina vacíos.
Eran celebridades de paso.
«La gente los aplaudía y todo. Ellos necesitaban el ‘bille’ pa’ seguir pa’ lante. No tenía mucho, pero algo les di», recordó Miguel en 1998, ya a sus 82 años.
Los exploradores consiguieron donaciones múltiples antes de seguir su ruta hacia David y La Cuesta de Los Suspiros, donde se toparon con el inicio montaraz de los senderos que unen a Panamá y Costa Rica.
Eran carreteras «malísimas, horrorosas, de puras montañas», describió aquel vendedor altruista de la avenida central en su ancianidad.
Miguel admiró el coraje de los turistas.
Les elogió con un término reservado en Panamá para los más valientes e intrépidos: «¡se pasaron de bellacos ellos haciendo ese recorrido!».
Costa Rica desventura
El trecho entre Costa Rica y Nicaragua se antojó perverso. Mostró el auténtico rostro de la selva malasangre.
«Mingo», José Joaquín y Régulo abrieron trillas durante 12 días entre La Cuesta y el río Colorado. Los tramos rústicos que favorecían el avance del «Fotingo» se extinguieron.
El plan de un panameño llamado Nicomedes Franco, quien les construyó una balsa a la altura del segundo canal para ahorrarles camino hacia Pueblo Nuevo de Coto, fracasó estrepitosamente.
«La balsa falló, el carro cayó al río», relató a sus 92 años Eloy Bonilla, uno de los hermanos que escoltaron a los viajeros ese día junto a sus bueyes, «Chato» y «Venado».
Esperaron la vaciante de la marea baja, hasta que el agua asomó un retazo del techo. Tiraron de él con los animales y lo lograron extraer de las tragaderas del Colorado tras horas de lucha.
Tuvieron que remolcar el Ford con una vagoneta hasta una estación de tren para viajar a Golfito. El motor, húmedo por el accidente, no funcionaba. José Joaquín empleó a fondo su experticia en mecánica para resucitarlo.
Régulo no pudo acompañarles en la reanudación del viaje, pues tuvo que volar de emergencia a Managua, Nicaragua, para operarse un tumor que le creció en la mano de tanto girar la manivela del «Fotingo».
Sus camaradas lo recogerían en la ciudad, pero tardaron más de lo esperado al adentrarse en los pantanales de la selva del Guanacaste, camino desde Liberia a la fronteriza Peñas Blancas.
Se vieron forzados a fabricar emparrilladas de palos para mover el «Fotingo» por esos lodazales. Coyotes y lobos les rodeaban de noche, atraídos por las fogatas que encendían con la gasolina de sus tanques.
Extravío
«Mingo» había coordinado en San José con Lolita Clachar, experta aviadora y esposa de uno de sus expatrones de Machiques que migró a Centroamérica, el lanzamiento aéreo de provisiones en esas ciénagas.
Solo uno de los paracaídas, el del combustible, cayó a unos 500 metros de ellos. El de los alimentos fue a parar al diantre por culpa de una ventisca.
Las reservas de comida se limitaron a kilos de jobos y guanábana tigre, ambas frutas selváticas. Diarreas y vómitos les descompusieron con el paso de los días.
Se extraviaron, como colofón, tratando de alcanzar los terrenos más altos que bordean el piedemonte. Ya eran finales de julio de 1947.
«Mingo», con las fuerzas disminuidas y viendo a José Joaquín al borde del desmayo sentado bajo un árbol, usó su brújula para volver a la ruta original.
A las dos horas de picar monte a machetazos hacia el norte, halló una trilla, enmontada y estrecha.
Corrió de vuelta a reanimar a su amigo para enfilar hacia el camino recién descubierto. Y un piquete de soldados nicaragüenses los sorprendió allí: les buscaban desde hacía días por órdenes superiores.
En los periódicos había angustia por la desaparición de los excursionistas venezolanos. El diario Noticias Gráficas incluso reportó el fracaso de la gira y se dudó de si seguían con vida.
La muerte, según el doctor del campamento militar de Peñas Blancas, no les hubiese perdonado un día más dentro de la jungla.
México: el camino más bonito
«Mingo» y José Joaquín reactivaron la «jira» a los tres días desde la frontera, rumbo a Managua, donde Régulo les esperó afanoso.
La andanza hacia Norteamérica se reanudó con el lineup completo en un camino menos agreste: recorrieron Nicaragua, Honduras, El Salvador y Guatemala por calzadas de tierra y asfalto.
No hubo más jungla ni necesidad de usar hachas.
El «Fotingo» llegó a México, en septiembre de 1947, dando tumbos: tenía los frenos dañados y debían detenerlo usando el retroceso -la Ford del D.F. reparó la caja de velocidades como cortesía-.
La pasión y el disfrute suspendieron temporalmente la expedición en esas coordenadas de mariachis, tequila y estrellas de cine.
«Mingo» se enamoró de una secretaria de la emisora XEW, cuyos directivos les concedieron pases gratuitos a todos sus shows de medianoche. Disfrutaron en vivo de artistas como Pedro Infante, María Félix y Jorge Negrette.
Veintiocho días de amoríos y parrandas después, emprendieron camino hacia Estados Unidos. A regañadientes, eso sí.
Penuria y frustración en Estados Unidos
Una mujer de apellido Villalba, dueña del hotel Caracas, ubicado en el lado mexicano de Laredo en la frontera con Estados Unidos, escuchó maldiciones en su comedor una tarde de octubre de 1947.
Los improperios tenían acento venezolano.
«Mingo», José Joaquín y Régulo gastaban sus últimos tres dólares entre sopas y obstinaciones, despotricando contra su desdicha. Agentes de la aduana recién les impidieron entrar a Estados Unidos por no contar cada uno con 400 dólares en efectivo.
La doña, nativa de la capital venezolana, simpatizó con su causa de inmediato.
«¡Yo los voy a ayudar! Amo tanto a mi patria y solo he visto aquí a cuatro venezolanos: al pelotero Vidal López y a ustedes tres».
Su esposo, un británico que se mudó a México en procura de mejor clima para su afección cardíaca, les prestó el dinero con la condición de que se los devolvieran ya en suelo estadounidense.
Procedieron de acuerdo con el plan y así pudieron avanzar hasta Houston, Waco, Dallas, Lebanon, Saint Louis, Saint Elmo y Beecher City.
La General Tires de Texas les donó cuatro cauchos del rin correcto gracias al lobby de un periodista que conoció sobre la «jira». El «Fotingo», al fin, remendó su torsión camino a su destino final.
Por fin, Detroit
A Detroit, Michigan, entraron el jueves 30 de octubre de 1947. Era Día de Brujas. La ansiedad les llevó a manejar directamente hasta la sede principal de la Ford. Imaginaron una recepción esplendorosa. Craso error.
Un vigilante les regañó por parquear en un lugar prohibido -«only five minutes!»-. Henry Ford Tercero, presidente de la empresa, no pudo atenderlos: salía de viaje a Washington para contraer nupcias; no volvería sino hasta dentro de dos meses tras su luna de miel en Europa.
La redención tardó 24 horas. Un veterano de la guerra, a quien conocieron en México y residente de Detroit, les acompañó hasta la planta al día siguiente, previo pacto con amigos obreros de la Ford, quienes acordaron homenajear a los nómadas de Venezuela como merecían, aun sin permiso de los ejecutivos. La admiración, los saludos, las pláticas y los aplausos duraron media hora en la plaza central.
Sin embargo prosperó una solicitud de los empleados a la directiva de donar 500 dólares y un vehículo nuevo a cada uno. El capellán de la fábrica, en respuesta, les prodigó una donación de 90 dólares del fondo sindical.
«Mingo», José Joaquín y Régulo desestimaron una oferta de seis meses de trabajo en la Ford. También declinaron recibir ciudadanía estadounidense a cambio de enlistarse con las tropas que combatían en Alemania.
«Venezuela libera países, no los conquista«, explicaron.
Atendiendo consejos de cónsules de México y Venezuela, viajaron hasta Bufalo, Canadá, para renovar por 90 días sus visas de estada.
De regreso, ya cortos de dinero, condujeron hasta Nueva York. El hambre y el frío les flagelaban. Solo había 15 centavos de dólar en las entrañas de sus carteras.
Decidieron abandonar el «Fotingo», mal estacionado y sin gasolina, en la esquina de Audobon con 179. La frustración les abrigó aquella tarde de noviembre en plena celebración de Acción de Gracias.
Joe, el salvador
Un comerciante local les recomendó hablar con Joe Costa, un puertorriqueño dueño de un negocio cercano conocido como Joe’s Launchonette, quien tenía fama de ayudar a latinos en necesidad.
El hombre fue la salvación. Les recibió como ellos se concebían: héroes que lograron lo insólito, desafiantes de la selva misma mientras la muerte les hacía sombra, todo en pro de la integración latinoamericana.
Hubo vino, fotografías, una cena con pavo.
Costa les prometió tres comidas gratis al día, gestionó con la policía local que no remolcaran el vehículo al garaje municipal y diligenció visitas a instituciones como el Club Automovilístico de Nueva York.
Allí les concedieron la insignia dorada AAA y la membresía de honor.
Adhirieron la estampa, orgullosos, sobre el vidrio frontal.
Venciendo la distancia
El regreso a Venezuela nació en la costa este, en el incipiente 1948.
«Mingo» se adelantó en un vuelo a Caracas para alistar el recibimiento. José Joaquín y Régulo viajaron con el carro, gratuitamente, en el paquebote Anzoátegui de la flota Grancolombiana.
El barco atracó el 16 de enero en La Guaira, centro de Venezuela. El afán viajero se había sellado 22.000 kilómetros, nueve países, y un año y dos días después de su partida.
El «Fotingo» circuló algunos meses más, hasta que lo parquearon al lado de la gasolinera La Periquera cuando alguna que otra pieza se dañó y sus repuestos no se hallaron más en el mercado.
El histórico carro sufrió en Machiques, irónicamente, la suerte que le perdonaron en la Gran Manzana: funcionarios lo remolcaron con una grúa hasta la chatarrería del distrito.
José Joaquín apenas pudo recuperar, en 1952, la insignia AAA dorada y el motor. Régulo guardó el cuaderno de sus memorias, que, a los años, algún alma ignorante botó durante un desalojo de su residencia.
«Mingo», el artífice, la mente maestra, el soñador del empeño integracionista, bolivariano y quimérico que nació décadas atrás en la montañosa Machiques, conservó las fotografías, los autógrafos de celebridades y los certificados.
Hoy, 70 años después, la carretera Panamericana idealizada por aquellos tres zulianos está culminada. Sus 23.000 kilómetros de extensión unen a Alaska con la Tierra del Fuego, en el extremo sur de Argentina, según comprobó un reportaje de BBC Mundo en 2009.
Sin embargo, aún es imposible completar el recorrido sin surcar en barco el trayecto que los tres venezolanos no pudieron domar durante su «jira»: el Istmo o Tapón de Darién.
«Mingo», repentista y amante de la prosa, escribió en 1978, días antes de morir, un poema para conmemorar sus días de hachas, peligros y atrevimientos en las gargantas más toscas de América.
«Sufrir fue mi destino en la constancia,
de pasar centenares de mañanas
desflorando la selva americana,
tramo a tramo, venciendo la distancia.
Entre la niebla gris de primavera,
Venezuela triunfaba con virtudes».
Era su forma de mimar a su legado más trascendente.