Venezuela, cuna del socialismo del siglo XXI y abanderada del discurso antiimperialista, ha construido su industria petrolera moderna sobre una paradoja: las empresas mixtas, asociaciones entre el Estado y gigantes privados, muchas de ellas provenientes del mismo “imperio” que el gobierno dice rechazar. Este modelo, nacido tras la nacionalización de 2007 bajo Hugo Chávez, revela hoy una dependencia incómoda de petroleras como Chevron, que sostienen la maltrecha economía venezolana mientras el país navega sanciones, crisis y un legado de promesas revolucionarias.
Un esquema de control estatal… con «socios imperiales»
Las empresas mixtas son alianzas entre Petróleos de Venezuela S.A. (PDVSA), que por ley retiene al menos el 60% de las acciones, y compañías privadas, nacionales o extranjeras, que aportan el resto. Diseñadas para explotar tesoros como la Faja Petrolífera del Orinoco, estas asociaciones dependen de la tecnología y el capital de socios como Chevron (EE.UU.), Repsol (España), Eni (Italia), Roszarubezhneft (Rusia), Maurel & Prom (Francia) PDVSA pone los recursos naturales; las extranjeras, la capacidad operativa que la estatal, asfixiada por deudas y deterioro, ya no puede garantizar sola.
El discurso oficial celebra la soberanía sobre el petróleo, pero la realidad es menos heroica. La producción, que cayó de más de 3 millones de barriles diarios en los 90 a menos de 1 millón hoy, depende cada vez más de estas alianzas. Chevron, ícono del capitalismo estadounidense, es un ejemplo flagrante: en el mejorador PetroPiar, su 30% de participación sostiene una operación que PDVSA no podría manejar sin ayuda externa.
Comercialización: entre el monopolio estatal y la mano del “enemigo”
PDVSA ostenta el monopolio legal de la comercialización del crudo, vendiéndolo a mercados como China o India, a menudo a través de intermediarios opacos para esquivar sanciones de EE.UU. Sin embargo, la ironía brilla cuando empresas como Chevron, gracias a licencias especiales otorgadas por Washington desde 2022, comercializan directamente parte de la producción venezolana. Ese crudo, extraído bajo la bandera del socialismo, termina en refinerías estadounidenses del Golfo de México, alimentando la maquinaria del “imperio” que el chavismo ha vilipendiado por décadas.
Mientras el gobierno recauda divisas esenciales —tras regalías del 33,33% y otros impuestos—, el papel de estas petroleras extranjeras pone en jaque la narrativa antiimperialista. Lo que alguna vez fue un grito de independencia se ha convertido en una dependencia pragmática, donde el “yanqui” no solo es tolerado, sino necesario.
Una revolución en apuros
El modelo de empresas mixtas buscó equilibrar control estatal y eficiencia privada, pero los números cuentan otra historia: infraestructura colapsada, producción en picada y una economía que aún vive del petróleo, pese a las promesas de diversificación. Casos como Petrocedeño, con TotalEnergies y Equinor, muestran el declive: plantas paralizadas por falta de mantenimiento y socios extranjeros que dudan en invertir más bajo un clima de incertidumbre.
Y sin embargo, ahí está la paradoja suprema: un gobierno que exalta la lucha contra el imperialismo depende de las petroleras del Norte para mantenerse a flote. Las sanciones, el aislamiento y la crisis interna han forzado esta alianza incómoda, transformando a Chevron y sus pares en salvavidas de una revolución que, en su retórica, los desprecia.
El petróleo no entiende de ideologías
En un país donde el crudo sigue siendo el pulso de la economía, las empresas mixtas y su dinámica de comercialización reflejan una verdad cruda: la ideología cede ante la necesidad.
El socialismo venezolano, que una vez soñó con romper cadenas imperiales, hoy las abraza en silencio, dejando tras de sí una industria petrolera que sobrevive gracias a los mismos actores que juró expulsar.
La pregunta no es solo cuánto durará esta contradicción, sino cuánto tiempo podrá el discurso oficial ignorarla. (MP)