Por Ramón Castañeda y Ignacio Santelices
El profesor checo-canadiense Vaclav Smil en su libro “How the World Really Works” señala que, para masificar la electrificación del consumo energético y la generación renovable en el marco de la transición energética, en las economías desarrolladas se habla hoy de los “seis nueves”: redes eléctricas diseñadas para contar con suministro un 99,9999% del tiempo, esto es, ¡no más de 32 segundos al año de indisponibilidad promedio!
Pero, ¿tiene sentido alcanzar los “seis nueves” en Latinoamérica donde incluso en las capitales hoy se mide en horas la indisponibilidad promedio – en el entorno de 6 a 12 horas por ejemplo en Santiago, Brasilia, Bogotá y Lima, y en ciudades pequeñas o zonas rurales varias veces más? En un plazo razonable, la respuesta es definitivamente sí.
Mejorar la resiliencia y la calidad permite incorporar la energía renovable, consumir con mayor eficiencia, masificar tecnologías limpias como electromovilidad, climatización y almacenamiento, todo lo cual crea valor para el conjunto de la sociedad, comenzando por los clientes que dispondrán de mejor servicio, más opciones y mayor control, aumentando así la contribución del sistema eléctrico al desarrollo de los países. Lo anterior requiere digitalizar y reforzar las redes de distribución, sus procesos de medición y actuación remota, con sistemas que permiten, por ejemplo, recuperar en pocos minutos hasta el 90% del servicio, redistribuyendo los clientes afectados por una interrupción a líneas alternativas.
Las inversiones requeridas aumentarán el porcentaje que la distribución eléctrica representa en el costo para el cliente final. Y por eso es necesario comenzar ahora mismo este proceso de modernización, pues así la inversión será más eficiente e impactará menos, incluso se podría neutralizar dicho impacto, al reflejar en paralelo el menor costo de la energía renovable versus los combustibles fósiles en la generación de energía eléctrica, permitiéndonos alcanzar los beneficios de la transición energética en las próximas décadas.
En Europa, para un mercado de 750 millones de habitantes – casi el doble que la población de Sudamérica – se estima que se requerirá en los próximos años una inversión de 425 billones de euros, lo que equivale a 1,35 PIB anuales de Colombia, lo que tendría un impacto de 1,5% en la tarifa, pero con una serie de beneficios para los consumidores, la economía, competitividad y el medio ambiente, que superan largamente el mayor costo.
Avanzar en este camino involucra abandonar el paradigma diseñado en el siglo XX para un sistema eléctrico unidireccional y analógico. Debemos evolucionar desde un marco regulatorio centrado en minimizar el costo de la distribución eléctrica, hacia una regulación que maximice el valor para la sociedad de las inversiones realizadas, pues contar con redes digitalizadas, resilientes y seguras permitirá coordinar oferta y demanda de energía optimizando costos totales y no sólo de un segmento de la cadena; además de habilitar el reemplazo de combustibles fósiles – caros y sucios – por electricidad más barata y limpia en el transporte, la climatización y la producción industrial, entre otros múltiples usos.
Estamos aún a tiempo para impulsar este debate en Latinoamérica, de lo contrario la descarbonización y electrificación de nuestras economías será una declaración de buenas intenciones, pero no contaremos con un plan completo y suficiente para alcanzarlas.
Ramón Castañeda, presidente, e Ignacio Santelices, director ejecutivo de la Asociación de Distribuidoras de Energía Eléctrica Latinoamericanas (ADELAT)