Morfema Press

Es lo que es

Héctor Schamis

La cumbre de Mercosur en Asunción estaba pensada para abordar las consecuencias económicas de la guerra en Ucrania, en particular la inflación y la declinación del suministro de granos. En la extensa planicie ruso-ucraniana está el suelo más fértil del planeta, el chernozem, y el principal puerto de exportación, Odessa, se halla bloqueado por la flota de Rusia.

Justamente, esa es la geografía de este conflicto cuyos efectos comienzan a actuar a escala planetaria. De ahí que estuviera programada la presencia virtual del presidente Zelensky para tratar una problemática por cierto que cercana al bloque. Ello fue planteado a iniciativa del país anfitrión.

El objetivo de Zelensky, por su parte, era presentar su posición sobre la guerra tal como lo hizo ante otros bloques internacionales. A comienzos de julio, se había comunicado con Alberto Fernández para agradecerle la ayuda humanitaria e hizo lo mismo con el presidente Abdo de Paraguay pocos días atrás. Hace unas semanas el presidente ucraniano había publicado en su cuenta de Twitter que seguía estableciendo “lazos con una región importante: América latina”.

Pero su participación finalmente no sucedió. Ocurre que los países miembros toman las decisiones por consenso y el mismo no fue alcanzado en este tema. Así lo informó la Cancillería de Paraguay, sin especificar las razones ni tampoco quiénes se opusieron a la participación del presidente ucraniano. Las posiciones individuales de los países deben mantenerse anónimas.

Un anonimato bastante difícil de mantener. Paraguay invitó a Zelensky, su presidente hablo con él. Lacalle lamentó su ausencia. Brasil no se pronunció pero su dependencia con los fertilizantes rusos ha determinado su persistente neutralidad frente a la guerra. Además, Bolsonaro no asistió. Argentina, por su parte, siempre con posiciones contradictorias, vota erráticamente en todos los foros internacionales.

Más aún, según su desorientado presidente, “cuando alguien estornuda en Moscú, un argentino se resfría”. Metáfora desafortunada pero consistente con su idea de hacer de Argentina la “puerta de entrada de Rusia en América Latina”, frase que pronunció en Moscú tan solo tres semanas antes de la invasión de Ucrania iniciada el 24 de febrero.

En este contexto, la narrativa instalada y recogida por la prensa dice que la participación de Zelensky se frustró porque la guerra fue desplazada de la agenda por la decisión de Uruguay de avanzar en las negociaciones de un tratado comercial con China sin la anuencia del resto de los socios. Excusa predecible pero no creíble por varias razones.

Primero porque el gobierno de Uruguay ha propuesto dicha estrategia comercial para todo el bloque. No es una buena idea, por cierto, pero no es unilateral. Brasil propuso lo mismo en relación a India, un tratado comercial de todo el bloque. Y segundo porque la realidad de Uruguay, una economía pequeña y abierta entre dos países mucho más grandes y proteccionistas, le obliga a buscar horizontes comerciales mas allá de Mercosur. Ya en 2007, y por las mismas razones, Uruguay estuvo cerca de firmar un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos.

Es que mucho de lo que sucede con el bloque carece de sentido estratégico en lo comercial, y de principios en cuanto a lo normativo. Es decir, la incapacidad del bloque de resolver la acostumbrada tensión entre la racionalidad de un maximizador (el interés) y la normatividad que se deriva de una identidad definida (los principios). En lo primero porque Mercosur actúa como mecanismo obstaculizador del libre comercio, más que como facilitador del mismo. En lo segundo porque aplica sus clausulas según la ocasión y la preferencia de los presidentes de turno.

El lector recordará las idas y vueltas con la aplicación a Maduro del Protocolo de Ushuaia sobre Compromiso Democrático, tema que recién se pudo resolver en agosto de 2017, suspendiendo a Venezuela y superando la prolongada oposición a actuar por parte del entonces presidente de Uruguay, Tabaré Vázquez.

Lo que hoy ocurre con Ucrania es similar. Mercosur no se compromete con los principios—del derecho internacional; la paz y la soberanía territorial de los Estados, entre otros—al tiempo que desatiende sus intereses comerciales; el libre comercio. La negativa a escuchar a Zelensky por cierto que tampoco es auspicioso para la implementación del Acuerdo de Asociación Mercosur-Unión Europea firmado en junio de 2019 y que, se supone, debe abrir diversas áreas de la economía europea.

Mientras escribía este texto, el presidente Chaves de Costa Rica recibía el llamado de Zelensky, expresándole su apoyo incondicional, y Putin bombardeaba el puerto de Odessa. Ello un día después de haber acordado con Ucrania, las Naciones Unidas y el gobierno de Turquía permitir la normal operación del mismo a efectos de asegurar el suministro de alimentos.

Y allí sigue Mercosur en su confusión, sin tener claro que forma parte de Occidente. Lo dicho: ni principios, ni intereses.

@hectorschamis


Héctor Schamis es un prestigioso académico argentino. Actualmente es profesor en el Centro de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Georgetown. Autor de varios libros y articulista de opinión en diferentes medios.

por Héctor Schamis

En un editorial institucional publicado en vísperas de la reciente IX Cumbre de las Américas, el Washington Post aseguraba que “Estados Unidos no podría juntar (o ‘unir’) al hemisferio porque este se halla dividido”. Como tesis, contiene dos proposiciones básicas y una derivada. El razonamiento es tautológico, pero en cada término del mismo está la médula de las relaciones interamericanas. Vayamos por partes.

A estas alturas, que las Américas están divididas es una verdad de Perogrullo. Piénsese que en 2001 los países de la región excepto Cuba firmaron la Carta Democrática y que, desde la Iniciativa de las Américas de George H. W. Bush en 1990, los tratados de libre comercio se expandieron por toda la región. Nótese que todos los países del Pacifico excepto Ecuador tienen un acuerdo comercial con Estados Unidos. Dicho sea de paso, es hora que Ecuador también lo tenga, país miembro de la Alianza del Pacifico.

Pues esa era la agenda de las Cumbres desde la primera de 1994 en Miami, presidida por Bill Clinton: comercio y democracia; inversión, empleo y prosperidad; instituciones y derechos humanos. Todo ello ha cambiado, el optimismo de entonces no duraría.

Curiosamente, dicho consenso comenzó a declinar con el boom de precios de principios de siglo XXI y los términos del intercambio más favorables de la historia. Curiosa y también contra-intuitivamente, es casi una tradición latinoamericana optar por políticas proteccionistas cuando el comercio mundial más se expande.

En algunos países de la región ello vino acompañado de una versión caricaturesca de anti-americanismo y neo-dependencia. Los canadienses, dependientes de Estados Unidos en comercio, inversión y tecnología—lo cual, por cierto, no los ha hecho subdesarrollados, pobres, ni desiguales—siempre observan dichos argumentos con extrañeza. Así comenzó a declinar la adhesión a las normas y principios del capitalismo democrático, declinación auspiciada por la simbiosis Cuba-Venezuela y financiada por el petróleo de aquel boom de precios.

En el tiempo, ello resultó en una suerte de economía pseudo-socialista y un sistema de partido único de facto que se reproduce por medio de la cooptación del poder judicial y el control de la autoridad electoral. Y en colusión con los carteles del crimen organizado que financian campañas y eliminan a los candidatos que no responden a sus intereses.

Con dicha formula es posible “ganar” tantas elecciones como sean necesarias para perpetuarse en el poder. Comillas, precisamente, porque el ataque constante a la OEA y a sus misiones de observación electoral persigue neutralizar los mecanismos de fiscalización internacional.

La consecuencia de ello no es tan solo un hemisferio “dividido”, como lo caracteriza el Washington Post, sino también fragmentado, un continente a la deriva. Todo eso que se ha llamado “populismo”, “polarización” y otros conceptos afines, no es más que la fragmentación producida por la debacle institucional en curso.

Debacle en el más amplio sentido del termino. Se ha consolidado en buena parte de este “hemisferio fragmentado” un sistema de incentivos perverso, la desaparición gradual del Estado de Derecho, y una contracción económica producida por la pandemia, la inflación y una inversión crecientemente orientada hacia actividades ilícitas, con el consiguiente daño a la base fiscal de los gobiernos y el deterioro del nivel de vida y de la sociabilidad. Nuestras sociedades son anómicas, prevalece hoy un “sálvese quien pueda”.

En este escenario, si Estados Unidos puede o no unir a las Américas es una cuestión empírica. El punto es si debe o no hacer el intento, que es lo importante. O sea, si la nación más poderosa del hemisferio debe involucrarse o no con sus vecinos. La crítica latinoamericana, y no únicamente latinoamericana, es casi siempre un contradictorio reproche adolescente. De “el imperio nos domina” se pasa sin escalas a una suerte de “América Latina no le interesa a Estados Unidos”. Ambas nociones son falaces, causa y efecto se confunden con facilidad en el complejo y fluido escenario de las Américas.

El Sistema Interamericano es un sistema, precisamente, y Estados Unidos es su centro de gravedad. Su involucramiento ocurrirá lo haga activamente o no, siempre ha sido así y no solo por tamaño y poder. En las gestas de la independencia; en el espíritu, si no la letra, de las constituciones de las nacientes naciones latinoamericanas; en sus sistemas presidencialistas y, para algunos, en su estructura política federal; desde el mismo origen se observa la inspiración de Estados Unidos.

Es solo que ahora debe involucrarse con convicción y hasta con un sentido de urgencia. Mientras escribo estas líneas, Maduro regresa “victorioso” desde Teherán. Ortega autoriza el ingreso de tropas rusas a Nicaragua. Y un avión de la iraní Mahan Air, empresa sancionada por Estados Unidos por sus vinculaciones con el terrorismo, está en Argentina luego de haber sido negado su aterrizaje en Paraguay y Uruguay. Y, por supuesto, China sigue haciendo buenos negocios en recursos naturales e infraestructura.

En las Américas de hoy, el desafío es civilizatorio. No será posible enfrentarlo sin Estados Unidos.

@hectorschamis


Por Héctor Schamis

La foto que acompaña esta columna es de la sede de la OEA en Washington. Iluminado con los colores de Ucrania, como tantos hitos edilicios de muchas ciudades, las luces son un mensaje de apoyo a dicha nación. También ilustra la importancia que los países de la región le han dado a la invasión rusa, pues la tiene y no solo por solidaridad.

A fines de febrero pasado, 25 países del hemisferio firmaron una declaración condenando la invasión por ser violatoria de los “principios de respeto de la soberanía y la integridad territorial, así como a la prohibición de la amenaza o el uso de la fuerza”, alentando la resolución pacífica de las controversias según lo consagra el derecho internacional y la Carta de las Naciones Unidas.

La declaración exhortó a Rusia a cumplir con el derecho internacional humanitario, especialmente en lo relativo a la protección de la población civil. Ello ante evidencia que indica la existencia de ataques deliberados contra la población ucraniana. Argentina, Brasil, Bolivia y Nicaragua no adhirieron al texto en cuestión.

Un mes más tarde el Consejo Permanente de la OEA adoptó una resolución exigiendo “el respeto de los derechos humanos y el cese inmediato de actos que puedan constituir crímenes de guerra”. Exhorta a Rusia a retirar sus fuerzas y equipos militares, y regresar al camino del diálogo y la diplomacia. La resolución fue aprobada por una amplia mayoría, con las abstenciones de Brasil, Bolivia, El Salvador, Honduras y San Vicente y las Granadinas.

La reunión convocó a representantes diplomáticos de la Federación Rusa y de Ucrania, ya que ambos son observadores permanentes de la OEA. La embajadora de Ucrania ante la Casa Blanca, Oksana Markarova, pidió retirarle a Rusia el status de observador. “No es solo nuestro país el que está siendo atacado, sino la base misma del mundo, el orden basado en normas de seguridad y la arquitectura del derecho internacional”.

Efectivamente, en sentido sistémico, la propia noción de “orden internacional” descansa sobre un conjunto de normas fundamentales del derecho internacional. Que un Estado no pueda devorarse a otro por el solo hecho de tener la capacidad de hacerlo—es decir, el respeto a la soberanía y la integridad territorial—quizás sea la norma cardinal de dicho sistema.

El funcionario de la misión rusa, Alexander Kim, rechazó las acusaciones, desacreditando la propia discusión de la crisis en el seno de la OEA por no tratarse de un tema de relevancia para la región. El mismo Luis Almagro respondió, afirmando que el mantenimiento de la paz internacional es competencia de los Estados de América.

“La guerra no es únicamente europea, Rusia debe detener su guerra de agresión”, afirmó, saludando que los países de la región se sitúen “a la vanguardia del derecho internacional”.

Al respecto, nótese que solo Bolivia y Brasil se abstuvieron en la declaración y la resolución, Nicaragua se abstuvo inicialmente pero el voto fue revertido, de manera temporal, por el embajador en disidencia Arturo McFields. Otros países se abstuvieron en uno u otro de los dos instrumentos, sin una explicación convincente de la inconsistencia. En el caso de Brasil, observadores le atribuyen la doble abstención a su dependencia con los fertilizantes rusos.

El caso de Bolivia ofrece una curiosidad adicional. Nótese que Rusia libra una guerra de agresión contra un país vecino bloqueándole el acceso al mar. Así lo indican las anexiones de Crimea y el Donetsk en 2014, los ataques devastadores a los puertos de Mariupol y Odessa en esta guerra de 2022 y la ocupación de grandes porciones de territorio en la costa meridional. No obstante, el gobierno boliviano—siempre alineado con Cuba y Venezuela, o en su defecto con México—no ha advertido el paralelo de Ucrania con su propia historia.

En definitiva, y más allá de fertilizantes, los gestos diplomáticos con Rusia de algunos países de la región no son triviales; son más que gestos. En diciembre y enero pasados Rusia amenazó con enviar tropas y equipamiento a Venezuela y Cuba, evocando explícitamente la crisis de los misiles de 1962. Una amenaza redundante, por cierto, ya que en Venezuela hay dos bases rusas operando desde 2018.

También en enero, el canciller Lavrov reportó al Parlamento sobre acuerdos militares con Cuba, Venezuela y Nicaragua. Cuba apoya el expansionismo ruso desde 2008, en la guerra contra Georgia, y 2014, en la anexión de Crimea, habiendo reconocido la pretendida soberanía de Rusia sobre la península.

El 22 de febrero, apenas días antes de la invasión de Ucrania, Rusia anunció un acuerdo para posponer hasta 2027 pagos de deuda cubana por valor de 2,300 millones de dólares. Al día siguiente llegó a La Habana Vyacheslav Volodin, presidente de la Duma Estatal, cámara baja del parlamento, quien agradeció a Cuba por apoyar la independencia de las Repúblicas de Donetsk y Luhansk. Lo mismo se aplica a Nicaragua, que también apoyó la posición de Putin sobre dichas repúblicas y en relación a Ucrania en general. “Rusia solo se defiende”, declaró Daniel Ortega.

La trascendencia de estos acercamientos se refleja en los recientes pronunciamientos surgidos de las audiencias del Comité de Asuntos Exteriores del Senado de Estados Unidos. Para el Departamento de Estado, “Rusia amenaza con exportar la crisis ucraniana a las Américas, ampliando su cooperación militar con Cuba, Nicaragua y Venezuela.” Para la jefa del Comando Sur, “Rusia está aumentando su involucramiento en la región, ya que a Putin le gusta mantener abiertas sus opciones y tener relaciones en nuestro exterior más próximo”.

“Ukraine must win,” dice The Economist esta semana, y “debe ocurrir de manera decisiva”. Ello es imprescindible para detener el expansionismo ruso, revitalizar la causa de la democracia y reorganizar el orden y la seguridad europeas, nos dice. Imprescindible para Europa y más allá, digo yo aquí.

Pues todo ello tiene idéntica importancia en las Américas. Una victoria decisiva de Ucrania, y una América unida y solidaria con dicha causa, permitiría detener el expansionismo de Cuba y Venezuela, clientes de Rusia en la región. Ello serviría para revalorizar los proyectos democráticos, hoy debilitados. Lo cual, a su vez, otorgaría recursos y energías para extirpar al crimen organizado de la política, recuperando así la seguridad perdida.

El representante de Rusia fue por demás engañoso. Esta guerra es un problema muy cercano a las Américas.

@hectorschamis

Por Héctor Schamis

Aborrecible como es, la guerra no es una anomalía. Las guerras son tests de fuerza. En ellas se miden relaciones de poder entre Estados y sus respectivas alianzas, y se vislumbra qué tipo de orden internacional se va configurando.

Una posibilidad es el puro “desorden”, concepto que ha sido invocado en la post-Guerra Fría para explicar cómo los cambios en la distribución del poder han sido causa de inestabilidad.

Pero así como en los conflictos se calibran fuerzas relativas, en ellos también se miden debilidades. Como en esta invasión de Ucrania por parte de la Rusia de Putin. De hecho, los actores involucrados exhiben manifiestas debilidades, de diferente origen y tipo, pero debilidades al fin. Y, dependiendo de cómo se exprese, ser débil es tan peligroso para la estabilidad sistémica como ser muy fuerte. En todo caso son complementarias, y por ello el equilibrio de la Guerra Fría aseguró la paz europea.

La vulnerabilidad de Ucrania es histórica, producida por invasiones reiteradas, ocupaciones y anexiones de diferentes poderes europeos. La más reciente producida por la Unión Soviética en 1922. En todo ese siglo XX, Moscú subyugó a Ucrania, prohibió el uso de su idioma, buscó disolver su identidad nacional y masacró a millones; así ocurrió con la hambruna de Stalin, el “Holodomor” de 1932-33.

Sin embargo, una vez independiente, en 1991, la realidad es que Occidente la abandonó a su suerte. No acceder a la Unión Europea impidió la reconversión de su economía altamente especializada en industria pesada, causando un rápido deterioro del ingreso de la población y demorando la transición democrática. Esa estricta división del trabajo era específica del Socialismo de Estado, impedía a las repúblicas toda forma de autarquía económica e intercambios horizontales y consolidaba la dependencia vertical, con Moscú.

Mientras los países bálticos y centro-europeos aceleraron su transformación industrial en los noventa a través de la UE, Ucrania y Bielorrusia quedaron estancadas en aquel perfil productivo ineficiente y no-competitivo. Ucrania tampoco accedió a OTAN, solicitud que formuló en diversas ocasiones, y además fue obligada a entregar las armas nucleares que tenía en su territorio a Moscú y, hoy comprobamos, sin garantías de protección por parte de la Alianza Transatlántica.

Se ha dicho que ambas decisiones se tomaron para no provocar a Rusia. También que fue un acuerdo para acelerar la reunificación alemana y evitar que Rusia la obstaculice, entregándole a cambio Ucrania y Bielorrusia, el amortiguador que Moscú siempre demanda, el “buffer”.

Ambos argumentos contienen parte de realidad. Lo cierto es que la vulnerabilidad de Ucrania, ancestral objetivo militar ruso, se vio de manera patente en esta invasión. Un ejército mal equipado, sin armamento suficiente para defenderse, expuesto a un vecino que en su narrativa nacionalista considera dicho Estado parte de su propio territorio.

Una debilidad que la épica resistencia de su pueblo y su gobierno han transformado en fortaleza, debe subrayarse, generando una ola de simpatía en todo el mundo que al comienzo de la invasión era inimaginable. Definitivamente, Ucrania ha aumentado su stock de poder blando de manera extraordinaria. Su poder duro sigue siendo una cuenta pendiente de Occidente.

Occidente también es débil, si bien por falta de convicción y determinación. Ha modificado su abordaje de esta crisis en los últimos dos días, afortunadamente, imponiendo sanciones duras. Las mismas confirman, no obstante, que corre desde atrás. Occidente actúa en esta crisis de manera reactiva, no proactiva. Cuando un adversario militar concentra 200 mil tropas a lo largo de una frontera, es sensato prepararse para lo peor.

Y actuar, por cierto, pero OTAN parece haberse sorprendido por la invasión de Ucrania tanto como usted y yo, estimado lector. No es tranquilizador que quienes deciden en nombre de Occidente, y cuya responsabilidad es la seguridad, la paz, y la estabilidad de esa gran porción de geografía, no sean capaces de anticiparse a los hechos.

Incluso con la invasión en curso, los primeros anuncios de sanciones comunicados por el Alto Representante de la UE para Asuntos Exteriores fueron absurdos: la exclusión de Rusia de Eurovisión y la cancelación de la final de la Champions League en San Petersburgo. Al mismo tiempo, OTAN anunciaba la imposibilidad de involucrarse por no tratarse de un conflicto que implicara a países miembros, el famoso artículo 5.

El primer punto es banal, hasta ofensivo con Ucrania pensar que esas podrían ser sanciones capaces de modificar en algo la agresión rusa. La vigencia del articulo 5 es cierta, pero es relativa. En los noventa OTAN intervino en la ex Yugoslavia para detener el genocidio en Bosnia y Kosovo, y ello incluyó bombardeos aéreos. No se llevaron a cabo en nombre del artículo 5, Yugoslavia no era miembro, sino con el objetivo de proteger los derechos humanos y mantener la paz.

A su vez, Suecia y Finlandia, por ejemplo, no son miembros de OTAN pero tienen múltiples acuerdos de cooperación en seguridad que las hacen miembros “de facto”. Bien podría haber sido ese el modelo para Ucrania. Tal es así que dos días después, OTAN y una serie de Estados europeos, Alemania, Países Bajos y Polonia, anunciaron el envío de armamento, municiones y equipamiento militar a Ucrania. OTAN ha activado su Fuerza de Respuesta Defensiva por primera vez. Las unidades están en “stand-by.”

Resulta que era posible, después de todo. Europa, OTAN y Estados Unidos parecen haber despertado, finalmente, cerrando el espacio aéreo europeo a aviones rusos e imponiendo sanciones financieras. La resolución dice que “bancos seleccionados” serán excluidos del sistema de pagos interbancario SWIFT. El diablo siempre está en los detalles, el poder de la sanción depende de la importancia de los “bancos seleccionados”, precisamente. Al mismo tiempo, se han bloqueado las reservas internacionales del Banco Central ruso a efectos de impedir su posible intervención en socorro de dichas transacciones bloqueadas.

Occidente despierta y actúa en buena parte por la extraordinaria muestra de apoyo a Ucrania de parte de la sociedad civil de los más diversos países y en las más diversas latitudes. Pues en todos ellos se vota. En hora buena, ya que no es frecuente, ahora esos electorados también expresan sus preferencias de política exterior. Viva la democracia, una vez más, sus gobiernos deben escuchar.

Putin es un bully peligroso y ha hecho a la propia Rusia mucho mas débil hoy que una semana atrás. Excelso en “brinkmanship”, está acostumbrado a salirse con la suya. Con presencia militar en Siria, con la invasión de Georgia en 2008, la anexión de Crimea en 2014, el financiamiento y apoyo de actividades terroristas en la región de Donbas, oriente de Ucrania, y ahora esta invasión, sin contar el envenenamiento de opositores internos, Putin es un déspota que debe ser neutralizado.

Su racionalidad comienza a estar en duda, sin embargo. Quedarse en Donbas y negociar habría sido lo más conveniente a sus intereses. Avanzar hasta Kiev con el objetivo de derrocar al gobierno, y en el camino atacar civiles—crímenes de guerra—y, ante la frustración de no lograr los objetivos propuestos, amenazar con el uso de armas nucleares, sugiere que no está pensando bien. Acusar de nazi a un presidente judío con abuelos víctimas del Holocausto, lo confirma.

Queda claro que esta es una campaña militar mal diseñada y peor ejecutada. Más de la mitad del poder militar ruso está ahora comprometido dentro de Ucrania. Sus fuerzas militares están sobre-extendidas, no es sostenible. Aún así el “derrocamiento” del gobierno de Ucrania no ocurre, y el territorio nacional está desprotegido. Es una pésima ecuación de seguridad, Putin ha hecho a Rusia más vulnerable, no menos.

Además ha perdido de manera devastadora una batalla fundamental en cualquier guerra: la de la opinión pública. Los generales deben sentirse humillados por el hecho que un espía de la KGB les dé órdenes y los embarque en una guerra por demás desaconsejable, un espía que ejerce el poder de manera personalista. Todo ello subvierte la vieja lógica soviética, incluyendo el revisionismo de Krushchev después de 1956.

En esa concepción, el poder lo ejercían los civiles del partido en el Politbureau, las decisiones eran colegiadas y la KGB y los militares obedecían. Me pregunto que estará pensando esa oficialidad. Y también la burocracia del Estado y, por supuesto, los oligarcas, quienes necesitan seguir haciendo buenos negocios en la City de Londres, donde son, o eran hasta las sanciones, pesos pesados.

Esta irracional guerra también es un pasivo para todos ellos. Putin bien puede estar fugándose hacia adelante. Eso rara vez termina bien.

@hectorschamis

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