La palabra “arepa” proviene del cumanagoto erepa, que en dicho idioma caribe era nombre genérico del maíz. Pero el uso de esta especie de pan en forma de disco,  que hoy es unánime providencia de toda mesa venezolana, debe ser tan antiguo como la “cultura arcaica del maíz”, que se extendió por toda América no menos de cinco milenios antes de que aparecieran en el continente los prime­ros europeos. Cereal de uso múltiple, que es para “bestias y para hombres, para pan, vino y aceite” –como decía el Padre José de Acosta– el monumento americano más antiguo que testimonia su domesticación y uso es la venerable pirámide de Cuicuilco, cerca de Coyoacán, México, ejemplo de una cultura  neolítica que algunos arqueólogos  alargan  a  una  vejez  de diez mil  años. Y en todas las mitologías indígenas, en las leyendas cosmogónicas del Popol Vuh, libro sagrado de los mayas; en el culto azteca del dios Cinteotl y de la diosa Xilonen, en las más divertidas tradiciones y ritos, desde Norteamérica hasta Chile, los aborígenes veían en la dorada y nívea mazorca la más benévola y útil ofrenda que los dioses hicieron a los hombres. Sólo la palma moriche en las leyendas de nuestra Guayana compite mitológicamente con el maíz su calidad de extraordinaria dádiva celeste. Y ya un viajero filósofo, con pupila afectuosa para captar y definir todo lo que se ve en América, como el gran jesuita español José de Acosta, observa en pleno siglo XVI que “en todos los reinos de Indias Occidentales, en Perú, en Nueva España, en Nuevo Reino, en Guatemala, en Chile, en toda Tierra Firme”, era el próvido grano el primero y más variado de los alimentos. Su fina prosa, en un capítulo de la Historia Natural de las Indias, describe y encomia todas las comidas que se elaboran con maíz: el “mote” de chilenos y peruanos; las “tortillas” de México; el vino que en “el Perú llaman azúa y por vocablo de Indias, común, chicha”; ciertos “bollos redondos y sazonados que duran y se comen por regalo”, y nuestras “arepas” de Tierra Firme. Una excepción en ese universal banquete son –según el jesuita– “las islas de Barlovento: Cuba, la Española, Jamaica, San Juan (ahora Puerto Rico), donde los aborígenes preferían la yuca y cazabe”. Pero el padre Acosta formula un pronunciamiento caluroso a favor del maíz, que “en fuerza y sustento no es inferior al trigo, es más grueso y más cálido y engendra sangre”. Tan noble producto fijaba, así, y aun antes de la Conquista, un como parentesco y linaje alimenticio entre los pueblos continentales: entre la “tortilla mexicana” y nuestra ‘’arepa” y las “humitas» del imperio incaico; entre la “chicha” y  ‘“azúa” del Perú y el áspero masato llamado “muday” por los araucanos de Chile. Quizás algún arqueólogo que fuera también un poco poeta repararía en la circunstancia de que los dos más famosos “panes” de maíz de América, la tortilla y la arepa, tienen la forma del disco solar, como si en ellos las nobles razas que los crearon quisieran venerar a ese primero y más visible dios que calienta la tierra e hincha los frutos. Asimismo el recipiente en que se cuecen “arepas” y  “tortillas”, “comal” entre los mexicanos y “budare” en Venezuela, tiene la redonda forma del sol. Es como piedra o arcilla de sacrificio para el rito del primer pan.

Al trasplantarse de su paisaje español, los colonizadores que venían debieron acostumbrarse a comer “arepas” o hibridizarlas con otros guisos de su tradición culinaria. Pero era tanta la fuerza del alimento autóctono que aun en regiones venezolanas –como los Andes– donde pronto se cosechó trigo, y el castellano y el extremeño pudieron disfrutar del pan blanco y de las “roscas”, “acemitas” o “mojicones”, de noble abolengo peninsular, se injertó como buena mestiza, junto a la de maíz, una “arepa” de harina que aún convive con la otra en las mesas de Mérida, el Táchira y los páramos trujillanos. El pan europeo se “arepizaba”, así, como impulso e ineludible voluntad de la tierra. Ya en los cronistas coloniales –en el tan embustero y fanfarrón Fray Pedro Simón, en Yangues, en la Conversión en Píritu, del Padre Ruiz Blanco– se habla de la “arepa” como de la más obligada nutrición del país. Gumilla observa que hasta se produce en ciertas regiones del Orinoco “un maíz de dos meses”, de pequeña pero muy blanda mazorca, que permite a los indios, en toda época del año y en inextinguible provisión de cosechas, comer siempre sus “cacha­chas” frescas.

No se han vuelto a ver en este universo mundo, que cada día se nos torna más uniforme y angosto, arepas que equivalgan en tersura y nitidez a las que hacía la rolliza negra Josefa en su fonda bautizada de Hotel del Comercio, en el pueblo de Motatán

Caliente regalo de las anchas cocinas coloniales, del legendario “pilón” y del budare de barro –antiguo como las más antiguas cul­turas de Tierra Firme–, sustento inaugural de la mañana acom­pañando a la jícara de chocolate, al meloso guarapo y, a partir del siglo XIX, al excitante café, la arepa evolucionó y aceptó múltiples metamorfosis y aliños a lo largo de su proceso histórico. No en balde la frase “ganarse la arepa” es como la más unánime versión venezo­lana del Padrenuestro. Otro modismo criollo –que es toda una invi­tación al incremento demográfico– observa que no hay que preocu­parse mucho por los hijos que nacen, pues cada chico que viene al mundo trae su arepa bajo el brazo. También con ella –como una venerable abuela– se vinculan otros condumios del mismo linaje autóctono: la familia de las cachapas, hijas del maíz más primave­ral en las dos variaciones de la rubia “cachapita” de budare y la de hoja, y toda la variada progenie de los “bollos” y “hallaquitas”. La imaginación nativa vertió cornucopia de guisos y sazones: desde la inevitable mantequilla, los quesos de mano y criollo, las cuajadas llaneras y andinas, la ardiente “guasacaca” y el chicharrón. “Denme la arepa con pasajero”, dicen al dueño o mayordomo de la hacienda los peones andinos. Y se llama “pasajero” al trocito de carne o al oleoso aguacate con que el pan de maíz complementa su rico sabor. Tanto cabe en la absorbente masa, que en ciertas sofisticadas fondas caraqueñas ya le agregan –como suma y cosmopolita modernidad–­ hígado trufado a la francesa y sardinas de Rodel.

Si en la austera provincia o en el campo es comida madrugadora, y al último canto de gallos, cuando los celajes de la mañana comien­zan  a  dorar los cerros, el chisporroteo  del budare acompaña musicalmente el acto de colar el café y forma la primera sinfonía do­méstica, en la Caracas mal acostumbrada se trueca en bocado de noctámbulos. El “carrito” del vendedor de arepas, con su candil romántico y su hornillo ambulante, es como una pupila insomne de la ciudad cuando ya todo comienza a acallarse y a dormirse. Hay cor­tejos medianochescos de damas pintadas en traje de baile y de caballeros de frac que, de vuelta del festín y antes de retornar a sus casas, se detienen popularmente ante la tiendecilla nómade o inva­den –como extraña comparsa que hubiera pintado Goya– las últi­mas fondas donde expenden el venerable pan  cumanagoto. A esa hora lívida de la alta noche y en los venezolanísimos mostradores de los ventorrillos, con su olor a mondongo y a pernil, desaparecen las clases sociales y las gentes que bajaron del Cadillac –como  some­tidas a la misma ley igualitaria del hambre– no temen confundirse con el carretero que se desayuna, mientras los otros toman la última cena, o con el borrachito nocharniego que sigue repitiendo entre cabezadas de sueño las frases de su monólogo. Durante largos años fue el muy criollo restaurante de Jaime Vivas, gran compadre y pro­veedor de “arepas”, como el último refugio nocturno de la ciudad, la antesala abastecida y bulliciosa de los insomnes. Ahora que la me­trópoli  crece, con nombres  tiernos y  folklóricos: Alma llaneraMi arepa y yo, se difunde en todos los barrios la oferta universal de las areperías.

El otro pan aborigen: el cazabe, hecho de yuca, no alcanza tanta extensión, popularidad y honores citadinos. Alimento específico de las llanuras y selvas del sur del país, apenas logra franquear el límite de las altas cordilleras. Mientras la “arepa” es símbolo de vida agrí­cola, de pacífica y ordenada comunidad familiar, el seco y enjuto cazabe se adapta más bien a las condiciones de gentes pastoras y cazadoras: del llanero que terciando sobre la silla vaquera su “porsi­acaso” recorre las vastas lejanías de la sabana, o del explorador y aventurero guayanés que en frágil curiara cabalga en la no menos pávida soledad de los grandes ríos. Poéticamente pudiera decirse que ambos panes, anteriores a Cristóbal Colón, inventos con que el dios Amalivaca premió a los hombres, son símbolos primarios de la vida criolla, y todos los que nacimos en Venezuela somos un poco hijos de la arepa y del cazabe. Ya en el siglo XVI –como lo recuerda Arturo Uslar Pietri en su Camino del Dorado– las gentes híspidas y delirantes de “El Tirano Aguirre” llamaban “comedores de arepas” a los primeros mestizos del país.

Naturalmente que en la varia geografía de la “arepa” cada comarca del país se enorgullece y exalta las suyas. Hay cábalas y pe­culiares secretos, como el de las mujeres guaiqueríes de Margarita que frotan y humedecen el budare (que ellas  llaman “aripo”) con grasa de tiburón antes de colocar la masa, pensando lograr una amalgama más perfecta. Hay la casi insoluble disputa –muy viva en ciertas comarcas andinas–   sobre qué forma de arepa: la “pelada” con lejía, o la “pilada”, la de maíz amarillo o la de maíz blanco, complace más al paladar. Hay grandes diversidades morfológicas entre la arepita pequeña y muy abultada del centro de Venezuela y el extenso y delgado disco de los Estados de los Andes. Ya en la zona de Carora, en el Estado Lara, punto de encuentro de varias influen­cias culturales, la “arepa” de la antigua provincia de Caracas co­mienza a “andinizarse”, o a la inversa, la “andina” se centraliza. Tam­bién en el Estado Lara se inicia una curiosa rama genealógica de la “arepa”: la de los dulces “panes de horno” caroreños que en Mérida originan las deliciosas “arepitas” de horno, regalada y primorosa invención de los antiguos conventos de la ciudad serrana. Las nuevas generaciones casi ya no las conocen, porque para su artística manu­factura eran indispensabIes aquellos grandes hornos semejantes a casas de esquimal y calentados con leña fragantísima, que fueron desplazados por el uso del kerosene, el gas y la apremiante economía de espacio. En el orgullo regionalista de cada arepa, los hijos de Coro pueden decir que las suyas son las únicas que “tumban budare”, como los trujillanos que no hay blancura, hoja y “punto” como los del país de Sancho Briceño.

Viajo un poco más por mis reminiscencias y andanzas gustativas en varios rincones venezolanos para decir cuáles fueron las que más me deleitaron. A pesar de ser merideño, y sin ánimo de ofensa o querella areperil contra ninguna provincia, daría mi voto por las del Estado Trujillo. No se han vuelto a ver en este universo mundo, que cada día se nos torna más uniforme y angosto, arepas que equivalgan en tersura y nitidez a las que hacía la rolliza negra Josefa en su fonda bautizada de Hotel del Comercio, en el pueblo de Motatán y cuyos extraordinarios guisos saborearon hasta el año veintitantos los viajeros que aguardaban los despaciosos y chirriantes convoyes del fenecido ferrocarril de La Ceiba. Toda esa tierra del Distrito Valera es privilegiada de arepas. Y tres o cuatro especies de quesos: el salado de la tierra caliente, el mantecoso de los páramos, el arenoso de Perijá, contribuyen a sazonarlas en forma inenarrable.

Podría seguir extrayendo del desván de la memoria –especialmente de los primeros años mozos– la imagen y gusto de otras arepas, a ejemplo de las gordezuelas como manos de abad e hincha­das de cuajada de los páramos que hacía para el ilustre  Obispo de Mérida, Monseñor Silva, su anciana y diligentísima criada Micaela. ¡Qué primores alimenticios que el  virtuoso pastor casi no proba­ba, pero se ofrecían a los visitantes de aquel Palacio Episcopal de Mérida! Por derecho de infancia y de vecindad concurría con fre­cuencia a la cocina y solar del caserón a escuchar los cuentos de Micaela, a hurtar higos de una higuera casi bíblica y a recibir la primicia de inolvidables boronas.

En este vínculo cósmico y casi religioso entre el hombre y los frutos de la tierra, los campesinos de Yaracuy aún llaman “estrella arepera” a la stella matutina de las letanías; e inclinada sobre el pilón, la mujer mestiza marca en música y versos el ritmo de la faena: 

Las manos de este pilón
van  subiendo y  van  bajando; 
parecen dos corazones 
cuando se están alejando.

Ya me duele la cabeza
de darle y darle al pilón
para engordar un cochino
y comprarme un camisón.

Mariano Picón-Salas


Tomado de TrópicoAbsoluto. Publicado por primera vez en El Farol, Nº 145, Caracas, abril de 1945, pp. 2-5. Reproducimos aquí el texto compilado en Biblioteca Mariano Picón-Salas, al cuidado de Guillermo Sucre, con notas y variantes de Cristian Alvarez; Tomo II: Suma de Venezuela, pp. 316-321. 

Mariano Picón-Salas fue un escritor, diplomático y académico venezolano. En su obra destacan los ensayos históricos, de crítica literaria y la historia cultural de América Latina, los cuales lo convierten en uno de los intelectuales venezolanos más universales