Morfema Press

Es lo que es

Humberto García Larralde

Por Humberto García Larralde

La razón es muy sencilla: los incrementos de las remuneraciones que decreta en absoluto responden a mejoras en la productividad. Ahora bien, contra expectativas confiables de crecimiento futuro, un país puede endeudarse para pagar salarios que superen el valor de la productividad del trabajo. O, como ha sido el caso venezolano, al captar formidables rentas internacionales por la venta de su petróleo, también puede financiar niveles de remuneración por encima de tal valor. A esta práctica, claramente populista, los gobiernos acudieron reiteradamente en el pasado. Pero tiene tres grandes inconvenientes: 1) depende, necesariamente, de que pueda sostenerse el influjo rentístico, es decir, que no decaigan los ingresos por la venta internacional de petróleo; 2) el incremento en la remuneración salarial perjudica a los productores de bienes y servicios comercializables distintos al petróleo; y 3) este perjuicio se agrava por la tendencia a apreciarse la moneda nacional por la entrada de rentas, encareciendo aún más la mano de obra local en dólares, mientras que abarata, en bolívares, los bienes importados. O sea, dificulta la competitividad de la oferta productiva doméstica y, por tanto, su diversificación, sustento central de la tesis de “sembrar el petróleo” que liberaría al país de su dependencia de la exportación de hidrocarburos.

La idea no es dar aquí lecciones de economía venezolana. Basta con señalar que ninguna de las condiciones anteriores se cumple, por lo que el incremento actual de las remuneraciones al trabajo es, necesariamente, débil. Primero, porque Chávez y Maduro, al desmantelar las instituciones con base en las cuales se sostiene la confianza empresarial y al confiscar arbitrariamente negocios privados, redujeron drásticamente la base productiva doméstica. Segundo, porque con el aval de una exportación de crudo a más de $100 por barril, Chávez cuadruplicó la deuda pública externa, haciendo su servicio impagable cuando se redujeron los precios del petróleo a finales de 2014. El sector público venezolano entró en default –incapacidad de pago—en 2017, quedando aislado de los mercados financieros internacionales. No fue por las sanciones. No puede pedir prestado para financiar prácticas populistas. Tercero, Maduro terminó la destrucción de PdVSA iniciada por su predecesor, quien supeditó la gestión de la empresa a fines partidistas, entre los cuales está premiar a quienes le son leales. De tres millones de barriles diarios de crudo hace quince años, hoy el país produce menos de 900 mil.

Pero, si algún crédito puede reconocérsele a Maduro es que, luego de tanto sufrimiento –una de los peores y más prolongados episodios de hiperinflación padecido por país alguno en América Latina—entendió, ¡al fin!, que no puede aumentar sueldos exigiéndole al BCV que emita dinero (sin respaldo alguno) para pagarlos. Ahora, creyendo que domó al flagelo inflacionario, ofrece pagar el equivalente a treinta dólares más del llamado “bono de guerra”. ¿Subterfugio de la guerra librada por Maduro en contra del bienestar de los venezolanos? Lo cierto es que la remuneración base la eleva, así, a 120 dólares (equivalentes), un incremento de un tercio. Pero, si bien la inflación durante el primer cuatrimestre de 2024 se redujo a 6,3% –aún más alta que la de otros países de la región, salvo Argentina–, la inflación anualizada arroja 65%. Y, aun sosteniéndose la tasa del cuatrimestre, dentro de un año los precios habrán subido alrededor del 30%, borrando toda mejora del poder adquisitivo, abismalmente deprimido, del empleado público. OJO: como se viene denunciando, esta remuneración no es salario –que se mantiene en torno a los $3,6 al mes–, por lo que no incide en las prestaciones sociales.

Lo que el chavo-madurismo nunca entendió es que su “socialismo de reparto”, lejos de mejorar los niveles de ingreso de la población, los pulveriza. La visión primaria de Carlos Marx en la que pretende inspirarse argumentaba que la revolución socialista “liberaría las fuerzas productivas”, con lo que el obrero podía mejorar de manera sostenida su remuneración. Marx se equivocó en eso, por razones que no tengo espacio para explicar aquí. Pero tal idea productivista era ajena a Chávez y de Maduro.

Para ellos, Venezuela es (era) un país rico por producir petróleo, pero esta riqueza no era disfrutada por el “Pueblo”. Bastaba cambiar las reglas de juego –las instituciones— para repartirla directamente. Nacieron las misiones. Fue su “revolución bolivariana”, que acorraló al ordenamiento constitucional, acabó con el Estado de derecho y reemplazó los criterios económicos para la toma de decisiones y la asignación de recursos, por criterios políticos, en primer lugar, la lealtad al proyecto político de Chávez. En ausencia de transparencia, rendición de cuentas y de mecanismos de control externos –prensa y legislativo independientes, empoderamiento ciudadano– degeneró, como sabemos, en un régimen de expoliación que depredó la actividad económica del país. Quedó devastado. En ese proceso, el chavo-madurismo acabó también con los servicios públicos y la capacidad de gestión del propio Estado.

Maduro sigue aún en esa onda de repartir. Si no lo puede más, es por culpa del “imperio”. Pero se ha dado a sí mismo un tiro en el pie. Al violar lo acordado en Barbados a favor de unas elecciones limpias, ya no contará con ese ingreso petrolero adicional con que contaba para sostener su aumento.

La mejora sostenida de la remuneración salarial requiere de una reactivación económica robusta. Pasa por inversiones productivas alentadas por la confianza –garantías económicas, seguridad, estabilidad y previsibilidad—y perspectivas claras de negocio. Se asocia con el restablecimiento del Estado de derecho, con su régimen de libertades. La depredación y el reparto discrecional de lo que queda, con base en el cual se mantiene la alianza de mafias que sostienen a Maduro, tendría que desaparecer.

Además, requerirá acceder a un generoso financiamiento internacional para poder sanear las cuentas del Estado, rescatar la prestación eficiente de servicios públicos y atender la emergencia humanitaria generada por el régimen. Pero a este financiamiento, proveniente del FMI, el Banco Mundial y/o de otros multilaterales, se accede sólo si se reestructura la gigantesca deuda pública externa, se restablece el ordenamiento constitucional, base de las garantías que permitirán la reinserción de Venezuela en los mercados financieros internacionales, y el país se compromete a observar los derechos humanos.

Lo que está en juego es la diferencia entre aumentos epilépticos de remuneración que no superan los niveles de miseria, de sostenibilidad dudosa, o un proceso sostenido de recuperación que, de conducirse apropiadamente, podrá recuperar en el espacio de una década, niveles de remuneración, de disfrute de servicios públicos y de libertades ciudadanas, propios de una vida digna y promisoria. A pesar de la devastación, Venezuela sigue ofreciendo oportunidades atractivas. Cuenta con talento, tanto dentro como migrado, con planes de gobierno realistas, elaborado por profesionales altamente calificados, como los de María Corina Machado, y con una población comprometida con el cambio.

No seguir languideciendo en la miseria actual pasa por asegurar el desplazamiento del chavo-madurismo en las elecciones de este año.  Con la soberbia que le da creerse dueño de Venezuela, lanzó al peor candidato. Igual que los adecos en 1998 con Alfaro Ucero; “la maquinaria gana con cualquiera”. La diferencia, ahora, es la naturaleza fascista de Maduro: el zarpazo en contra de unas elecciones competitivas está siempre entre sus opciones. Pero sería a un altísimo costo. Ya no tiene nada que ofrecerle al país y el hechizo de muchos que obró Chávez hace tiempo se esfumó.

Hace poco se vio a Maduro vestido de militar –¡qué vergüenza para las FAN!— exigiendo, con arengas destempladas, lealtad a la tropa. La excusa, el reclamo del Esequibo. Y Torquemada Saab infla, aún más, sus denuncias de conspiración, ahora promovidas por El Aíssami quien, dice, estaba en eso desde 2018. Pero la desesperación es mala consejera.  Corresponde al liderazgo democrático, con el apoyo de países de la región y de la Unión Europea, convencer al núcleo chavo-madurista que más vale negociar una transición, con las debidas garantías para ambos bandos, antes de precipitarse en una aventura que podrá salirle muy cara. ¡Edmundo para todo el mundo!

Humberto García Larralde, economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela, humgarl@gmail.com

Por Humberto García Larralde

Preocupación permanente del liderazgo opositor en su lucha por la democracia ha sido saber a qué nos enfrentamos. El aprendizaje ha sido duro. La ilusión de que el régimen bolivariano entraría en razón ante las protestas y denuncias de derechos violados, o que se deslegitimaría con la abstención electoral, se estrellaron contra la férrea determinación de Chávez de ignorar reglas de juego que consideraba de la “democracia burguesa”. Como “revolucionario”, estaba comprometido con la “refundación de la patria”, tarea histórica que no admitía concesiones al adversario –ahora enemigo— en respeto al juego político tradicional. Evitó ser desarmado en la prosecución de su misión desmantelando las instituciones de la democracia liberal y rompiendo con el orden constitucional que él mismo había prohijado al comenzar. Su carisma, el deterioro de los partidos tradicionales y las prácticas populistas que le permitió financiar la renta petrolera, lograron cautivar a amplios sectores de la población, galvanizados tras de sí por una retórica maniquea que proyectaba a quienes lo enfrentaban como enemigos del pueblo.

Resultó que Chávez no era sólo un líder heterodoxo, difícil de encasillar conforme a cánones conocidos. No era demócrata. ¿Dónde ubicarlo, entonces? Su prédica populista, confrontacional, intolerante y militarista, junto a otros aspectos de su conducta, suscitaron la obvia tipificación de fascista. Pero, no en los términos denigratorios con que cierta izquierda descalifica a sus detractores, sino en atención a los rasgos fundamentales que caracterizan lo que algunos analistas[1] llaman “fascismo genérico”: la lucha política entendida como la guerra por otros medios, la invocación de épicas mitificadas que animan al “verdadero” pueblo –noble, puro y homogéneo— al combate contra sus enemigos, tanto internos como externos, la pasión por encima de la razón como fuerza movilizadora y un patrioterismo extremo. Ello se acompañó con la violencia callejera como medio de lucha, la regimentación partidaria en movimientos paramilitares “de camisa”, la militarización de la sociedad y el culto a la muerte –“Patria, socialismo o muerte”. Todo ello cobijado en una falsa realidad construida con base en un discurso maniqueo lleno de odios contra los adversarios, el cercenamiento de las libertades, el sometimiento de la población a la voluntad de un carismático líder, la discriminación de la disidencia y la imposición de una verdad única. Dada la distancia con respecto al fascismo clásico de los años ’20 y ’30 del siglo pasado, y en atención a las particularidades que le tocó vivir, cabe el uso del término “neofascista” en referencia a Chávez.

Pero con su alegre entrega a la tutela de Fidel Castro y el protagonismo de un núcleo de la vieja izquierda entre sus partidarios, Chávez asumió un porte filocomunista para su “revolución”. Le permitió heredar clichés e imaginarios de la mitología comunista, dándole mayor cuerpo a sus inflamas contra el “imperio”. Propuso implantar un “socialismo del siglo XXI”, con lo cual se granjeó simpatías entre sectores izquierdosos a nivel mundial. Dio pie a que se tildase a su régimen de comunista o “castrocomunista”. Sin embargo, salvando la deriva hacia categorías retóricas afines al marxismo, su comportamiento político cambió muy poco con respecto a la matriz fascista original. Puede argumentarse, al respecto, la similitud del comunismo con el fascismo en cuanto a su naturaleza proto-totalitaria.

Empero, hay una importante diferencia que incide en la calificación del régimen chavo-madurista actual. El fascismo no fue un movimiento doctrinario. Careció de una visión omnicomprensiva de la realidad a partir de la cual entresacar las claves de la conducta partidaria. Sus posturas ideológicas se construían en respuesta a los imperativos de lucha contra quienes identificaba como enemigos. El comunismo, al contrario, se cimentaba en una escolástica marxiana adosada con prescripciones políticas de Lenin en su lucha contra el régimen zarista, sistematizada por Stalin. Entre sus implicaciones doctrinarias, destaca un criterio de verdad que se define por su funcionalidad para con la revolución. Si la superación del capitalismo por el socialismo es inevitable, como pronostica el materialismo histórico, todo lo que facilita tal desenlace es, por tanto, verdad, impermeable a desmentidos empíricos independientes. Ello legitima la conducta y la moral comunista ante todo cuestionamiento externo. A despecho de las pretensiones “cientificistas” del propio Marx, la prédica comunista terminó siendo un asunto de fe. Esta confianza en una teleología inexorable llevó a la conformación de un poderosísimo instrumento de lucha política en la forma del Partido Comunista, tan útil a las ansias de dominio de Stalin. Horroriza la admisión de culpa de viejos bolcheviques ante las acusaciones fabricadas en su contra durante los juicios de Moscú (1937) –que llevaron a muchos a ser condenados a muerte—por no debilitar el rol histórico del Partido.

El disparate chavo-madurista no comulga en nada con tal disciplina bolchevique. No obstante, su criterio acomodaticio de “verdad” favorece la absolución y legitimación de la profunda y deliberada corrupción de cúpulas militares, jueces y de muchas policías, para convertirlos en cómplices del régimen de expoliación que resultó del desmantelamiento del ordenamiento constitucional y del Estado de Derecho. No olvidemos que Maduro se formó políticamente en la escuela de cuadros en Cuba. Se sostiene hoy gracias a una alianza entre cofradías mafiosas amparadas en las fuerzas más retrógradas y perniciosas del planeta –Putin, la teocracia iraní, Ortega, las narcoguerrillas colombianas y Cuba. Sus multimillonarias fortunas emergen a cada rato en las pesquisas de valiosos periodistas de investigación y/o a través de escándalos que estallan en la prensa internacional. Y, con la complicidad militar y la impunidad que otorga una justicia abyecta, ha podido activar prácticas de terrorismo de Estado para aplastar a sus detractores. El blindaje ideológico “absuelve” los tratos más crueles contra quienes luchan por sus derechos, recogidos en reportes de la ONU, la OEA y de respetadas ONGs: persecuciones, detenciones, desapariciones, maltratos a familiares, robos, torturas y muertes. La responsabilidad directa de Maduro, Diosdado Cabello y Vladimir Padrino en estos crímenes, atribuida en el último informe de la Misión Internacional Independiente de Determinación de los Hechos sobre la República Bolivariana de Venezuela del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, no es óbice para que personajes tan depravados se yerguen sobre un pedestal de pretendida “supremacía moral revolucionaria” para denostar a quienes los acusan por arremeter contra los “intereses del Pueblo”. ¡El mundo al revés!

El menjurje de tan nefastos componentes –fascio-comunismo militarista y mafioso— dibuja un régimen en descomposición capaz, no obstante, de legitimarse a sí mismo y ante sectores muy primitivos de “izquierda” con su retórica “revolucionaria”. Su mejor calificativo es el de “gansteril”. Como se ha visto obligado a liberalizar aspectos de su manejo de la economía, se han producido reacomodos en su interior que podrían favorecer las posibilidades de cambio. Pero poco indica que el poder tan cruel que se ha atrincherado en Venezuela para conservar, como sea, sus privilegios, haya cambiado en su esencia.

Ello plantea la pregunta obligatoria, ¿Puede negociarse una salida basada en elecciones confiables con este poder? No hay más remedio que intentarlo. Pero la única esperanza de que sus personeros accedan a acuerdos que rescaten la democracia, es que se negocie desde una posición de fuerza. El canje reciente de los narcosobrinos presos en EE.UU. por estadounidenses mantenidos como rehenes por Maduro indica que, de parte del gobierno de aquel país, predominan criterios e intereses que no coinciden, necesariamente, con los de la lucha por la democracia en Venezuela. Pone de manifiesto que la constitución de esa fuerza capaz de arrancarle al chavo-madurismo concesiones que faciliten el retorno a la democracia es, sobre todo, asunto de los propios venezolanos.


[1] Stanley Payne, A History of Fascism 1914-45, Routledge, London and New York, 1997; Robert Paxton, Anatomía del fascismo, Ediciones Península, Barcelona, España, 2005

Humberto García Larralde, economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela, humgarl@gmail.com

La posibilidad de negociar con el chavo-madurismo bases mínimas de un acuerdo para superar la terrible tragedia que sufren los venezolanos, descansa en la suposición de que podemos entendernos y que estamos dispuestos a ello, que usamos palabras con igual significado y hacemos referencia a una misma realidad, aun discrepando en la manera como abordarla. Pero tal obviedad no está dada.

Si hay algo que caracteriza a regímenes de naturaleza fascista es su sujeción a una realidad alternativa, construida con base en símbolos que sirven para proyectar una visión maniquea, moralista, de la lucha política, según la cual los buenos (“nosotros”) enfrentan a los enemigos del pueblo –aquellos que no se pliegan a los designios de la patria declaradas por el líder– para asegurar su necesaria derrota. De ahí la preeminencia de la jerga militar, de conspiraciones hostiles y de la búsqueda de culpables. En el caso venezolano, Chávez erigió esa falsa realidad invocando la lucha independentista, posicionándose como una especie de Bolívar redivivo y descalificando a todos que se le opusieran como “traidores”. Campañas de odio llevaron al acoso y la discriminación de estos “apátridas” y a la suspensión progresiva de sus derechos. En absoluto había interés en entenderse con estos; había que aplastarlos.

Pero esto es historia conocida. El abandono del “socialismo del siglo XXI” con el levantamiento de los controles, la dolarización de las transacciones y ciertas privatizaciones, ¿no indicaría que estamos, hoy, frente a una realidad distinta, que permite pensar que, al fin, el oficialismo empieza a entender la realidad del país? Pero ahí está Diosdado Cabello, vicepresidente del PSUV, recogiendo la costumbre del nefasto Motta Domínguez, de acusar, ahora no a las iguanas o a un francotirador por la caída del servicio eléctrico, sino al gobierno estadounidense por la ruptura de una tubería de gas. El ministro de Relaciones Interiores, Justicia y Paz, Remigio Ceballos, se molesta por la denuncia que hace Valentina (¡valiente!) Quintero, del cobro de matraca por militares en las alcabalas, denuncia repetida innumerables veces por agricultores del Táchira, ganaderos y comerciantes en general. Declara que es irresponsable “opacar la labor policial y militar enmarcada en la ética profesional de quienes se dedican a la protección, defensa y servicio al pueblo venezolano, poniendo a un lado su propia seguridad”. ¿En qué país vive este señor? Con los miserables sueldos que se les paga y el patrón que exhiben sus superiores, ¿por qué no la extorsión? El expolio de oro y coltán en Guayana, la negociación de crudo, el contrabando de hierro y cabillas, el narcotráfico y mucho más, dan cuenta de esta supuesta “ética profesional”. Cuentan, además, con una impunidad cómplice al ser ensalzado como herederos del Ejército Libertador. Y se lo creen.

El problema está en que los militares traidores que sostienen a Maduro se comportan, en realidad, como un ejército de ocupación. Sus patrones, referencias y su desprecio por el mundo civil, inculcados por la retórica patriotera de Chávez, reflejan la convicción de ser dueños del país, ungidos por la Patria. Permanecen anclados en esta visión retrógrada y primitiva porque les absuelve sus atropellos. Ampara, además, sus pretensiones patrimoniales como columna vertebral de un sistema que expolia a la nación. ¿Dónde están los resguardos institucionales que limitan el abuso de quienes tienen el poder de las armas? ¿Cómo ponerles coto a sus arbitrariedades en zonas fronterizas, en Guayana? ¿Y las torturas en la DGCIM y el SEBIN? ¿Es parte de la “protección, defensa y servicio al pueblo venezolano”?

Pero, algunos aparentan no estar anclados en el pasado. El propio protegido por este gorilismo, Nicolás Maduro, anuncia medidas de apertura para atraer inversiones. Rompe con el hechizo que lo ataba al charlatán español, Serrano Mancilla –aquel que lo había convencido de que el financiamiento monetario del gasto no era inflacionario– para suspender, primero, los controles de precio y permitir la libre circulación de la divisa. Y, para darles contenido, contrae drásticamente el gasto público, en el más rancio sentido neoliberal, y asfixia el crédito con encajes prohibitivos para contener la hiperinflación. Y combina lo anterior con la quema de escasas divisas para estabilizar el precio del dólar.

La economía privada no podía dejar de responder a este pequeño respiro. Entusiasmado, Maduro, lanza ahora un folleto anunciando las maravillas que aguardan a quien invierta en el sector de hidrocarburos. Salvando el pésimo gusto de ponerle el nombre de Hugo Chávez Frías a la Faja petrolífera del Orinoco, sorprende que proyecta la imagen de una industria integrada: yacimientos, gasoductos, mejoradores de crudo, oleoductos, refinerías y empresas petroquímicas asociadas, operando al unísono, sin problemas. Y con las mayores reservas probadas del mundo. El folleto culmina con una serie de incentivos dispersos acumulados en distintos instrumentos jurídicos aprobados por el chavismo, incluida una “Ley (in)constitucional de Inversión Extranjera Productiva” aprobada en 2017 por la infausta asamblea constituyente. Cierra con alusiones a la Ley de Zonas Económicas Especiales y una extraña referencia a la “Ley Antibloqueo” como “mecanismo de protección de los activos públicos y de los socios e inversores del país” (¡!). Todo el mundo sabe que esta ley se aprobó para evadir controles y la rendición de cuentas al privatizar, bajo el amparo de condiciones de confidencialidad otorgadas a discreción.

En fin, nos enfrentamos a una oligarquía opresiva cuyo componente militar sigue viendo a Venezuela como su coto particular de caza, mientras Maduro intenta cambiar la narrativa para atraer inversiones. ¿Rompe con el pasado? El folleto referido se delata con una foto a toda página, al comienzo, de un “comandante eterno” visionario oteando el futuro, acusa a las sanciones impuestas por los EE.UU. del deterioro de PdVSA, y repite frases emblemáticas de los planes chavistas (“Suprema Felicidad del Pueblo”). Maduro va a tener que ir más allá si quiere, de verdad, atraer inversiones. ¿O se trata sólo de un expediente temporal para solventar problemas de caja? Hechos valen más que palabras. Garantías, acuerdos bilaterales / multilaterales de inversión, financiamiento, la taquilla única ofrecida, respuesta oportuna de la Administración Pública y, por supuesto, servicios públicos –agua, luz, gas, seguridad, infraestructura vial, de puertos y aeropuertos—confiables. Incompatible con el sistema de expoliación que ha servido hasta ahora como base del apoyo prestado por militares traidores, cobijada en mitos revolucionarios. Se pone a prueba la autenticidad de la “normalización” alardeada por Maduro.

Es posible que la dinámica desatada por estas medidas de liberalización, hasta ahora incompletas e inconexas, pueda plasmarse en aspectos de una institucionalidad favorable a la iniciativa privada y ello permita aprovechar las enormes potencialidades existentes en el país para que los venezolanos vayan conquistando, para sí, medios para una vida digna. Pero los intereses atrincherados en el sistema de expoliación existente se resistirán a abandonar sus privilegios. Muchos se amparan en el imaginario construido por Chávez para desentenderse de toda presión de cambio.

Toca a las fuerzas democráticas aprovechar la promoción anunciada por el gobierno para recoger las aspiraciones de mejora de la gente y presionar por la concreción de las reformas ahí implícitas. Y ojo, de ser sincero Maduro, muy probablemente quiera ir hacia alguna modalidad del modelo chino, con control centralizado y derechos restringidos. Y lo haría lentamente, para evitar afectar intereses. No hay nada que indique, hasta ahora, que lo anunciado redunde en una ampliación de los derechos civiles y políticos de los venezolanos y el retorno a un eventual Estado de Derecho.

No hay sustituto de una fuerza democrática mayoritaria, consustanciada con una plataforma política unitaria de cambio, para forzar, cuanto antes, las condiciones que nos permitan salir de esta tragedia.


Humberto García Larralde, economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela, humgarl@gmail.com

Por Humberto García Larralde

El levantamiento de los controles de cambio y de precio en Venezuela marcaron cambios que, pensaban algunos, inaugurarían la apertura hacia una mayor “normalidad” económica, capaz de superar las terribles penurias que han azotado al pueblo venezolano por tantos años.

Reaparecieron muchos bienes importados en los “bodegones” que, cual hongos, brotaron en las principales ciudades. También los supermercados volvieron a llenar sus anaqueles con productos otrora desaparecidos, ahora bastante más caros. La economía detuvo su caída libre, llegando incluso a crecer el año pasado hasta en un 4%, según algunos analistas. Como se sabe, no se publican cifras oficiales al respecto desde 2018. Para 2022, las proyecciones iniciales señalan la posibilidad de un incremento del 8%. Por otro lado, han pasado seis meses seguidos con un alza general de precios de sólo un dígito. La hiperinflación quedó atrás. Se anuncia, asimismo, un incremento del salario mínimo y del bono de alimentación, desde unos 2 USD al mes, a más o menos 30 USD, que se comenzaría a pagar este mes (marzo). Hechos como la devolución de las instalaciones del Sambil de La Candelaria a sus legítimos dueños indicarían, a su vez, que van quedando atrás las arbitrariedades que arruinaron al país bajo la bandera del “socialismo del siglo XXI”. Y existen augurios de una recuperación sostenida en la producción petrolera, ridiculizadas, empero, por la falta de criterio de Maduro quien, en declaraciones recientes, prometió que a finales de este año se estarán produciendo dos millones de barriles diarios de crudo en Venezuela (¡!).

Es menester poner en perspectiva estos registros. Aun suponiendo que la economía creciera el año pasado en 4% y que cerrase el actual aumentando adicionalmente en un 8%, su tamaño, es decir, el Producto Interno Bruto (PIB) de 2022, apenas superaría la cuarta parte del de 2013. Y, aunque se haya superado la hiperinflación, la subida de precios del año pasado fue de 686.4% (¡!), la más alta del mundo. Por otro lado, el entramado legal de los controles existe todavía. No ha sido abrogado, sólo fue suspendida su aplicación. Y, con toda la alharaca en torno a la recuperación de la actividad productiva petrolera, ésta, según cifras oficiales, no ha superado los 800 mil barriles diarios durante los primeros dos meses del año, el 27% de la producción en 2013.

No hay nada que indique que estamos ante los primeros pasos de un programa de medidas coherentes destinadas a crear las condiciones necesarias para reactivar la economía, como quieren creer algunos. Una muestra es la promulgación de la Ley de Impuesto a las Grandes Transacciones Financieras, según la cual se podrá pechar hasta el 20% de los pagos realizados en moneda extranjera (o criptomonedas) “sin mediación de entidades financieras”. Lejos de promover la mayor actividad derivada de la dolarización de las transacciones o de otorgar créditos en dólares –los depósitos de la banca en la moneda estadounidense casi duplican el monto en bolívares–, el gobierno parece buscar desestimularla.

Y es que el desplome de la actividad económica, incluyendo la petrolera, ha mermado drásticamente los ingresos tributarios y, estando el fisco en default, recurre a la emisión monetaria del Banco Central para cubrir el déficit en sus cuentas. La dolarización plena eliminaría esta posibilidad –el BCV no imprime dólares–, obligando a cortar todavía más el gasto. Ya Maduro ha instrumentado una contracción drástica del gasto público, contribuyendo a contener la inflación, pero a expensas del mantenimiento de los servicios y de los sueldos del personal. Como resultado, las capacidades administrativas del Estado y sus posibilidades de producir los bienes públicos requeridos para atender a la población –su responsabilidad central–, están postradas. De seguir con los recortes, se agravaría la situación de Estado fallido, arrojando costos aún mayores sobre la población.

Por otro lado, la estabilización del precio del dólar como instrumento antinflacionario, sacrificando reservas y sobrevaluando el bolívar, ha tenido el efecto de aumentar la cantidad de dólares requeridos para cubrir el componente local, no transable, de la actividad económica. De ahí que los precios en dólares también aumentan, aunque no hay inflación en dólares en el mercado internacional. Por otro lado, con la penuria de ingresos provocados por el desastre económico infligido al país, el incremento del salario mínimo seguramente será financiado con mayor emisión monetaria, poniendo en jaque la estabilidad del dólar. ¿Podrá seguir bajando la inflación? Y no puede quedar fuera la acentuación de la inequidad que representa el hecho de que quien no tiene acceso regular a los dólares estará condenado a permanecer en las abismales honduras de miseria a que lo arrojó el régimen de expoliación chavista.

La economía venezolana creció el año pasado –o dejó de caer—y podrá crecer este año, por la sencilla razón de que tiene grandes potencialidades, pero que han sido reprimidas. Bastó con quitar la asfixia de los controles de precio y de tipo de cambio para que la actividad económica empezase a brotar. Es como si, de repente, se abriese una verja para que alguien pudiese enterrar una semilla en un terreno baldío, pero fértil. Emerge una planta. Pero, para que siga creciendo y haya muchas más, se requiere garantizar el agua, los fertilizantes y pesticidas, y que nadie vuelva a cerrar la verja o deje entrar animales que aplastarían el cultivo naciente. Llevando el símil con la economía más allá, se necesitarían inversiones para cercar el terreno, importar semillas certificadas y contar con la maquinaria y los equipos para extender el plantío, amén de la electricidad para operar muchos de éstos. El individuo tendría que adquirir los saberes necesarios para mejorar su cultivo y contar con los servicios de investigación especializados para prosperar (competir) en el tiempo. Y hemos dejado afuera de esta analogía todo lo concerniente a los desafíos de una comercialización eficiente, el financiamiento y la idoneidad de las instituciones para ello, y la estabilidad macroeconómica, la previsibilidad y la confianza para acometer las inversiones y las innovaciones, que están en la base de un crecimiento robusto y sostenible.

Pues todos estos “aditamentos”, cruciales para una reactivación económica que se sostenga y devuelva a los venezolanos condiciones de vida dignas, están en buena medida ausentes en la Venezuela de Maduro. Pero no sólo eso, a pesar de algunos efectos cosméticos, como la detención de funcionarios acusados de narcotráfico y cambios anodinos en el poder judicial, sigue campante la arbitrariedad y el abuso de poder, como lo testimonian los centenares de presos políticos detenidos sin razón valedera, Roland Carreño y Javier Tarazona, entre otros. Y continúan las extorsiones en aeropuertos, puertos, alcabalas y en negocios y entidades diversas por parte de la Guardia Nacional, distintas policías y funcionarios ahítos por un “resuelve”, sin mencionar los grandes beneficiarios de la depredación de la riqueza mineral de una Guayana sin ley, de lo que queda de la industria petrolera y del narcotráfico, este último en alianza con el ELN y disidentes de la FARC colombiana.

Si, la economía venezolana podrá crecer. Pero podrá dejar de hacerlo si priva la arbitrariedad, con mayores controles, y la caza de rentas. Algunas actividades crecerán más que otras, algunas podrán desaparecer o disminuir aún más. Porque el entramado institucional para que el crecimiento se mantenga y beneficie a las grandes mayorías para asegurar un mínimo de justicia social que asegure la estabilidad social y política, ha sido desmantelado. Las condiciones para que prospere la actividad económica siguen siendo muy precarias. Es menester, por tanto, luchar por la restitución de un Estado de Derecho, con sus garantías jurídicas y procesales, respeto a los derechos humanos, transparencia y rendición de cuentas, así como garante de las demás libertades, para poder activar una ciudadanía protagónica en el ejercicio de sus corresponsabilidades de gobierno.

De lograrse la estabilidad y la confianza necesaria para generar una tasa de crecimiento del 5% interanual –un supuesto negado de continuar el presente régimen— se tardarían 27 años en regresar al nivel de ingresos de 2013. De producirse un cambio político fundamental que reinstalase la democracia plena, permitiese la instrumentación de un programa de estabilización macroeconómica y de reformas que le devuelvan al Estado su capacidad de gestión, con el respaldo de un ingente financiamiento multilateral, este lapso se acortaría significativamente, dada la enorme capacidad ociosa existente.


Humberto García Larralde es economista venezolano. Es Individuo de Número de la Academia Nacional de Ciencias Económicas y presidente de la misma para el periodo 2016-2018. Fue profesor universitario de la escuela de economía de la Universidad Central de Venezuela.​​umberto García Larralde, es economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela, humgarl@gmail.com

¿Cuántas veces apelará uno a la fábula del alacrán y la rana para explicar el sinsentido (aparente) del comportamiento fascista? Consciente de que su labor destructiva nacional se pasó de maracas y que su violación extendida de los derechos humanos transgrede normas básicas de convivencia internacional, Maduro pareció entender la necesidad de crear condiciones propicias para adquirir un mínimo de legitimidad ante el mundo. De otra forma, será poco probable que le alivien algunas de las sanciones que pesan sobre él y sus secuaces, una restricción significativa al margen de maniobra para sus diversos “negocios”. Corre el peligro de que, sin recursos, el tejido de alianzas cómplices sobre las que se mantiene su tiranía se deshilache y, “amor con hambre no dura”.

Confiado en que el desgaste del liderazgo opositor y sus pugnas internas le facilitarían la victoria, decidió que las elecciones regionales y locales del 21-N de este año contasen con condiciones que pudiesen obtener el visto bueno de las naciones democráticas de mayor relieve. Aceptó, por tanto, incluir dos reputados demócratas como rectores del CNE (conservando su mayoría de tres), indultó a importantes dirigentes políticos perseguidos por su condición opositora e invitó a una misión de observadores electorales (MOE) de la Unión Europea para que le dieran su sello de aprobación. Nada de las marramucias con las que se hizo reelegir en 2018. El propio demócrata, pues. Pero, como se reveló luego, su puesta en escena resultó muy distinta a la Disneylandia electoral con la que pensaba redimirse.

La MOE constató que el proceso comicial ocurrió en presencia de numerosas irregularidades: ausencia de un poder judicial independiente, fuerte ventajismo oficial, políticos inhabilitados, acceso desigual a los medios de comunicación y tarjetas y símbolos de partidos opositores confiscados. Y, encima, ¡Freddy Superlano ganó las elecciones para gobernador de Barinas, patria chica del Eterno! Como eso desafiaba las leyes de la Historia (con mayúscula), siempre a favor de la “revolución”, había que “corregir” los hechos. Y –bajo las propias narices de la MOE a la que se trataba de enamorar– salió el esperpento del tsj (minúsculas bien ganadas, con el perdón de las minúsculas) invalidando ese triunfo. Sucede que, secretamente, Freddy Superlano seguía “inhabilitado”. Como si eso no fuera suficiente, el ejército de ocupación en que ha devenido el chavo-madurismo quiso vaciar el significativo triunfo de Manuel Rosales en el Zulia, despojándolo del manejo de aeropuertos, peajes y del puente sobre el Lago. Y, para culminar, se canceló de una vez la permanencia de la MOE en Venezuela. ¡Fuera esa caterva de espías!

Es bueno detenernos un instante en el vergonzoso fraude perpetrado en Barinas, pues arroja luz sobre la naturaleza del régimen. En primer lugar, la inhabilitación política de cualquier venezolano sólo es posible por decisión judicial motivada. Un órgano de la administración pública como la Contraloría General de la República no puede inhabilitar políticamente a Freddy Superlano o a otros. Segundo, el indulto de un presidente –y el chavismo reconoce a Maduro como tal—de todas maneras anularía esa “inhabilitación” amañada. Tercero, la máxima autoridad electoral, el CNE, en razón de este indulto, había autorizado la candidatura de Superlano (como de otros indultados). Cuarto, el alegato del tsj de que inhabilitó de nuevo a Superlano (¡!) nunca fue comunicado al CNE. Nadie lo conocía. Quinto, no le toca a ese tsj intervenir las competencias de la autoridad electoral, el CNE, para imponerle que suspenda el conteo de votos y convoque a nuevas elecciones en ese Estado. Sexto, si la supuesta “inhabilitación” de Superlano era razón para ello, ¿por qué no suspender, también, las elecciones en otros estados en los que habían concurrido candidatos “inhabilitados”? En fin, una ristra de disparates y atropellos pseudo-legales –seguramente se me escapan otros—que magnifican, a los ojos de cualquier observador, la ausencia absoluta de garantías para que se respetara la voluntad popular. Y uno de pregunta, ¿a qué se debió, entonces, el esfuerzo por simular unas elecciones confiables?

Si se esperaba que Maduro y sus cómplices actuasen en términos políticamente racionales, la torpeza cometida con las elecciones de Barinas, la conculcación de atribuciones a la gobernación del Zulia y la salida de la MOE no tienen sentido. Los sacrificios incurridos en abrirles espacios a la oposición, reducir su arsenal de trampas electorales, permitir el triunfo de la oposición en numerosas alcaldías y algunos estados, ¿no era para conquistar legitimidad internacional? ¿Por qué echar todo por la borda?

Algunos atribuyen tal desatino a las contradicciones internas del chavo-madurismo, en particular, a las maniobras de Cabello por sabotear la iniciativa de Maduro. Desde luego, entre truhanes no pueden esperarse conductas de “gentlemen” ingleses, del “fair play”. Pero la razón es otra.

Para el fascismo, la política es una guerra. Los adversarios no son tales; son enemigos. A la hora de las chiquitas, no se respeta norma alguna si ello hace peligrar el triunfo de esa guerra. Y un aspecto central a todo triunfo, sobre todo en la confrontación política, reside en lo simbólico. ¿Cómo admitir que fue derrotado Chávez, el hermano, en la tierra en la que nació y creció el venerado héroe de Sabaneta? El mito requiere preservar inmarcesibles los elementos y signos que le dan vida y suscitan apego. Es consustancial al encantamiento que alimenta la fe de secta. ¡La tierra santa debe defenderse como sea! En un plano más terrenal, el manejo non-sancto de la familia Chávez al frente del estado no debe mancillar ese imaginario. Sus haciendas y otros negociados irregulares no pueden salir a la luz pública. Ya se procedió con la derrota de Francisco Rangel Gómez ante Andrés Velásquez en las elecciones para gobernador de Bolívar en 2017. Para tapar los robos asociados a su gestión al frente del estado Bolívar, había que “cortar por lo sano” (¡!) y robarse, también, las elecciones. Y, así como la naturaleza del alacrán lo llevó a aguijonear a la rana y ahogarse, donde quiera que peligre directa o indirectamente (por el colapso de la simbología “revolucionaria”) el régimen de expoliación chavo-madurista, se echará por la borda cualquier compromiso democrático. Es un asunto de economía política de mafias.

Ahora bien, quienes no deben dejarse llevar por simbolismos y pasiones sectarias, son las fuerzas democráticas. Las cifras del 21-N revelan que, de haberse producido candidaturas unificadas, habrían triunfado en unos 14 estados, aun con la altísima abstención que hubo. Además, se mostró que, en el bastión chavista de Barinas, la voluntad popular se inclina por rescatar la democracia. De manera que no hay excusa para aunar esfuerzos para propinarle a los fascistas una derrota aun mayor en Barinas en enero próximo. Aparentemente, ya se han celebrado acuerdos auspiciosos al respecto. Pero lo ocurrido obliga a anticipar nuevas trampas por su parte y tomar las previsiones en materia organizativa, de equipos de mesa y de denuncia a los medios, ante lo que puedan tramar.

Finalmente, lo sucedido es una alerta más a la estrategia trazada de conquistar condiciones favorables a la realización de elecciones presidenciales y legislativas confiables por medios pacíficos, como se ha tratado de adelantar a través del proceso de negociación interrumpido en México. Sólo ante una correlación de fuerzas que perciba como abiertamente contraria, el chavo-madurismo verá la necesidad de ceder. Ello implica capitalizar el triunfo esperado en Barinas e insuflarle a los venezolanos confianza en el voto como poderosa arma para el cambio. La firmeza de nuestros aliados internacionales en torno a las condiciones que justificarían el levantamiento de las sanciones cierra el cuadro.

Maduro y sus cómplices salieron bastante más golpeados, políticamente hablando, que la oposición de la contienda de 21-N. Aprovechemos al máximo la oportunidad que ello representa para avanzar.

Humberto García Larralde, economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela, humgarl@gmail.com

En un artículo reciente, la periodista e historiadora, Anne Applebaum, alerta sobre la existencia de una especie de trasnacional de las autocracias –la denomina (en inglés) “Autocracy Inc”.—, constituida por Estados paria que se auxilian entre sí ante la reprobación que su conducta provoca a la comunidad democrática internacional. Tienen inclinaciones ideológicas variadas, desde la extrema izquierda (Cuba, Corea del Norte) hasta la extrema derecha (Myanmar), incluyendo las teocracias conservadoras de Irán y de los talibanes. En este club de los malos, violadores de los derechos humanos consagrados por las Naciones Unidas, pueden mencionarse, entre otros, a Alexandr Lukashenko, Bashar Al-Assad, Vladimir Putin, Recep Erdogan, Daniel Ortega, Miguel Díaz Canel, al menos seis dictaduras africanas y –no podía faltar—Nicolás Maduro. No pertenecen a ninguna organización formal, ni responden a liderazgo alguno. Más bien gravitan instintivamente hacia sus similares por razones de solidaridad criminal.

A pesar de su diversidad, emulan aquellos comportamientos que el “amigo” ha probado que son eficaces para contener a su propia población. Han ido homologando herramientas de un arsenal represivo que cada uno ha afinado con estos fines: desapariciones selectivas para sembrar terror; acoso a medios de comunicación nominalmente libres; elecciones trucadas; contrainteligencia para difamar, intrigar y sembrar falsas noticias; judicialización de la política; criminalización de la protesta; uso de bandas paramilitares disfrazadas de “pueblo” para reprimir; hackeo, espionaje y control de información en las redes sociales; y mucho más. Esta caja de herramientas se complementa con alianzas para evadir sanciones, complicidades en corruptelas numerosas e, incluso, apoyo financiero.

Son dictaduras de nuevo cuño que, como se puede apreciar, han perfeccionado dispositivos más “sofisticados” de control y represión que la brutal bota militar clásica. Desde luego, esta estará siempre a la mano si la protesta se desborda. Pero la primera línea de defensa está en asfixiar las posibilidades de que los opositores acumulen fuerzas capaces de desafiar su poder. Denuncias, movilizaciones o protestas son desarticuladas fabricando cualquier acusación absurda para apresar a sus cabezas más visibles o con medios más mortíferas –lamentables “accidentes”–, que le ponen sordina a la expresión democrática. Cada una de estas dictaduras ha confeccionado su propia burbuja ideológica como refugio, sea de naturaleza religiosa, patriotera, anticomunista, procomunista, etc., con la cual “justifican” sus abusos ante sus partidarios y forjan sentimientos de solidaridad entre sí, casi siempre formulados como “defensa ante los ataques” de Estados Unidos (el imperio) y de la Unión Europea (colonialista).

Otro elemento distintivo con respecto a las dictaduras más clásicas es que éstas buscaban cubrirse de las críticas con campañas propagandísticas cuidadosamente articuladas, reservándose en secreto toda información inconveniente. Applebaum señala el caso de la URSS. Pero a los integrantes de la presente trasnacional autocrática parece que la crítica les rueda. En su escrito, cita al activista prodemocracia, Srdja Popovic, quien designa a este comportamiento como el “modelo Maduro”. Los dictadores que lo adoptan –afirma—están dispuestos a pagar el precio de ser un Estado fallido, a aceptar el colapso de su economía y a quedar aislados internacionalmente, si ello es conducente a que puedan mantenerse en el poder y seguir enriqueciéndose. Como ejemplo, se refiere a Al-Assad, el carnicero de Siria, quien ha asumido el modelo Maduro. El disfraz ideológico es lo de menos, acaso para respuestas automáticas.

De manera que el comportamiento de Maduro, totalmente insensible, displicente y despreocupado por la tragedia que su conducta ha urdido sobre los venezolanos, le ha valido para servir de ejemplo, según estos analistas internacionales. Es emblemático de un ejercicio despótico del poder que, más allá del saludo a la bandera de ciertas consignas antiimperialistas y patrioteras, le importa un bledo la suerte de sus compatriotas. Como hemos venido insistiendo, transformar a Venezuela de ser el país más próspero de América Latina hace pocas décadas, a ser hoy el más pobre junto con Haití, no es tanto por ignorancia o incompetencia –que las habido mucho—sino resultado inexorable del régimen de expoliación que montó el chavismo, alegando estar construyendo el “socialismo de siglo XXI”. La guinda que puso Maduro, al extremar la corrupción de militares traidores para hacer de ellos los principales dolientes (cómplices) de semejante desastre, ha hecho que su “modelo” sea muy resiliente: todo le rueda.

Las particularidades del ”modelo Maduro” subrayan la descomposición moral y personal de quienes han hecho de él una referencia. Pone de relieve, además, que en el fondo –¡y en la superficie!—de lo que se trata es de un poder ejercido por una organización criminal. Es necesario tomar esto en cuenta a la hora de pensar que en torno a determinados objetivos o propósitos debería existir un interés común con base en el cual negociar acuerdos para superar la terrible tragedia que agobia a Venezuela. A juzgar por lo comentado, las probabilidades de que ello exista son, cuando menos, remotas. Los valores (si es que pueden llamarse tales) y prioridades de quienes se han forjado tan infame distintivo internacional, están fijados en otra cosa: cómo sostener, valiéndose de las armas a su disposición, su régimen de expoliación. Los intereses de la nación, el bienestar del venezolano o el disfrute a plenitud de las libertades ciudadanas no parece tener sintonía alguna con ésta, su principal misión.

De manera que negociar una salida que le devuelva a la población las posibilidades de disfrutar de una vida digna, en libertad, no va a tener mayores posibilidades de éxito sino persigue acumular una posición de fuerza ante la cual los titulares del “modelo” les sea costoso desestimar. Dada la apatía evidenciada en las elecciones regionales y locales recién culminadas, el desafío del liderazgo democrático es, hoy, aún más significativo. Para bien del país, de los jóvenes que les han confiscado su futuro, y de los adultos y viejos que les arruinaron lo que les queda de vida, no debe escatimarse iniciativa o esfuerzo alguno para construir esa fuerza. Un análisis crítico de lo ocurrido, incluyendo el esfuerzo de numerosos compatriotas por levantar y promover, con sus errores y aciertos, la alternativa democrática, a pesar de las circunstancias adversas, constituye una tarea inescapable para asumir, de manera honesta y productiva, una estrategia capaz de insuflar aires frescos al liderazgo opositor para que, progresivamente, pueda tener éxito en esa labor. En pro de la necesaria unidad que debe fundamentar estos esfuerzos, que cada quien asuma su responsabilidad.

Humberto García Larralde, economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela, humgarl@gmail.com

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