Por José María Asencio Gallego en ABC

«Un mecanismo de puntuación para los ciudadanos a través del cual estos pueden conseguir puntos o perderlos en función de su conducta pública. Si se portan bien, subirán en el ranking. Pero si cometen infracciones o realizan ‘malas acciones’ en comunidad, bajarán»

l laboratorio de ingeniería social más grande del mundo se llama China. Un país superpoblado que durante años ha encabezado la lista de los regímenes autoritarios más duros de todo el globo. Mientras unos pocos, las élites, se enriquecen hasta límites inmorales, la inmensa mayoría de la población trata de sobrevivir al penoso día a día con sueldos exiguos.

La economía, sin duda, es una forma de control social, pues quien debe dedicar la práctica totalidad de su tiempo a procurarse su sustento y el de su familia apenas puede filosofar sobre política o cultura. Y claro, una sociedad iletrada es mucho más controlable, mucho más obediente que una formada y conocedora de sus derechos. Aquellos que posee cada individuo no por su reconocimiento en un texto legal o por concesión de una cámara legislativa, sino por naturaleza, por el mero hecho de ser persona.

Ahora bien, el tiempo pasa y nada permanece estático. Tampoco los mecanismos de control social que, como prácticamente todo, quedan anticuados y precisan de una actualización. Lo que antes gozaba de una eficacia cuasi absoluta empieza a adolecer de determinados problemas que exigen su revisión.

En este contexto ha surgido lo que se conoce como «sistema de crédito social chino», un sistema de calificación del comportamiento social y de la confiabilidad de las personas. O, en otras palabras, un mecanismo de puntuación para los ciudadanos a través del cual estos pueden conseguir puntos o perderlos en función de su conducta pública. Si se portan bien, subirán en el ranking. Pero si cometen infracciones o realizan «malas acciones» en comunidad, bajarán. Por supuesto, los puntos generan beneficios. Por ejemplo, descuentos en los seguros médicos, en el transporte público o en actividades de ocio. E incluso facilidades para obtener visados para viajar.

De todos los problemas que esto plantea cabe mencionar dos. Primero, la concreción del concepto «conducta pública correcta». Y segundo, aunque no menos importante, la vigilancia permanente a que el Estado somete a los ciudadanos como requisito esencial para juzgar dicho comportamiento.

Que esto ocurra en China, régimen autoritario por excelencia, no es de extrañar. Lo realmente preocupante es que determinados visionarios europeos (en concreto, italianos), quieran copiar este sistema e implantarlo en el corazón de la vieja Europa.

El gobierno municipal de Bolonia pretende instaurar lo que ha bautizado como ‘smart citizen wallet’, que podríamos traducir como «cartera ciudadana inteligente». Un mecanismo de puntuación similar al chino que permitirá a los boloñeses recibir puntos digitales si demuestran su «comportamiento virtuoso». Así pues, cuanto mejor ciudadano sea, cuanto más sonría al prójimo y más amabilidad desprenda, más puntos y beneficios tendrá. Podrá acceder a descuentos o adquirir ciertos productos.

¿Y cómo se convierte un ser descarriado en un ciudadano ejemplar? ¿Cómo transmutar el plomo en oro? Fácil. A través de la alquimia social. Un proceso en el que, por supuesto, entran en juego las exigencias impuestas por la Agenda 2030. Los boloñeses, muchos de ellos traviesos y desobedientes, se verán obligados a cambiar de proceder y entrar de nuevo en el redil. Entre otras cosas, deberán reciclar (aunque el contenedor de vidrio se encuentre a diez calles de su domicilio), usar el transporte público, ahorrar recursos energéticos en su vida privada (es decir, no encender la calefacción en enero y ducharse, entre catarro y catarro, con agua fría), no cruzar el paso de peatones con el semáforo en rojo o usar la tarjeta cultural (sin importar, claro está, si acuden al cine a ver una de Bertolucci o la nueva de Jennifer Aniston).

Todo esto, además, bajo la atenta mirada de las autoridades que, como en un panóptico generalizado, controlarán el comportamiento de cada ciudadano para decidir si su concreto sacrificio del miércoles por la mañana merece uno o dos puntos digitales. Un sistema paranoide que recuerda demasiado a los capítulos más espeluznantes de la serie distópica ‘Black Mirror’.

Porque claro, ¿cómo podrá la municipalidad de Bolonia saber si un ciudadano utiliza o no el transporte público o recicla los cascos de las botellas? El único medio es mediante la observación, mediante el control permanente que las nuevas tecnologías proporcionan. El dinero electrónico, los dispositivos de geolocalización, las redes sociales, etc.

Han dicho, sin embargo, que, a diferencia de China, este mecanismo será voluntario y que no implicará sanciones, sino solo beneficios para los buenos ciudadanos. Pero claro, ¿acaso podrían decir otra cosa? No. Es lo que toca ahora. Una primera aproximación. Normalizar la anormalidad. Y luego, cuando llegue el momento, cuando la publicidad haya cumplido su cometido de demonizar a quienes todavía no hayan pasado por el aro, serán los «virtuosos» los que soliciten la obligatoriedad de la medida.

La historia siempre se repite. Y ello a pesar de las máximas de la experiencia: a más control social, menos libertad.


José María Asencio Gallego es Juez español y escritor.