Morfema Press

Es lo que es

Juan Ramón Rallo

Juan Ramón Rallo indica que para quienes desconfían radicalmente de los gobiernos, hoy tienen alternativas de activos monetarios reales al oro como puede ser el Bitcoin.

¿Hasta qué punto se puede decir que nuestro dinero nos pertenece? En las sociedades actuales, el dinero que mayoritariamente utilizamos es deuda: deuda del gobierno o, normalmente, deuda de los bancos.

Un depósito bancario, por ejemplo, no es más que un pasivo de la entidad financiera que ésta se compromete a reembolsar a su acreedor en el momento en que le reclame el cobro. El hecho de que el dinero sea deuda conlleva indudablemente importantes ventajas: por un lado, abarata los costes de efectuar pagos y, por otro, introduce flexibilidad a la hora de ajustar la oferta monetaria a su demanda. Pero, evidentemente, esas ventajas también conllevan un importante riesgo: el riesgo de contraparte. Si nuestro deudor, cuyos pasivos estamos empleando como “dinero”, no puede o no quiere honrar sus compromisos, entonces ese dinero pierde su valor.

En circunstancias normales podemos sentirnos razonablemente seguros de que las deudas que utilizamos para pagar van a honrarse y que por tanto mantendrán su valor. Sin embargo, existen ocasiones excepcionales en las que esto deja de ser cierto: una de esas ocasiones excepcionales es cuando se produce una crisis bancaria generalizada que daña no sólo la solvencia de los bancos sino también la del Estado, de modo que los depositantes terminan sufriendo quitas extraordinarias; otra de esas ocasiones excepcionales es cuando las instituciones presuntamente encargadas de velar por que el deudor no deje de pagar caprichosamente sus deudas se convierten en las principales impulsoras de que el deudor no pague sus deudas.

Esto último es justo lo que ha sucedido en Canadá: como forma de reprimir a los manifestantes del llamado “Convoy de la libertad” (un heterogéneo grupo de canadienses liderados por camioneros que han paralizado y obstaculizado diversas zonas críticas del país en protesta por las medidas anti-Covid del gobierno), el Ejecutivo de Justin Trudeau no sólo ha declarado el estado de emergencia, sino que ha habilitado a los bancos a congelar las cuentas de cualquiera que participe en esas movilizaciones y sin necesidad de que medie orden judicial. Dicho de otro modo, Trudeau ha habilitado a la banca a que no abone las deudas que mantiene con algunos de sus acreedores. El dinero de esos acreedores no vale, en estos momentos, nada.

Y si el marco institucional que supuestamente debería velar por que los deudores paguen sus deudas se desentiende de ello, ¿entonces qué podemos hacer? Buscar otros activos financieros por parte de emisores más confiables no parece una buena alternativa: el gobierno canadiense podría hacer exactamente lo mismo con cualquier otra empresa que proporcionara su deuda a modo de dinero. Hasta cierto punto, de hecho, ya lo hizo con la compañía de crowdfunding GoFundMe, a la que ya obligó a suspender la campaña de financiación descentralizada hacia el Convoy de la Libertad.

Por eso, quienes desconfían radicalmente de los gobiernos harían bien en informarse acerca de otros activos monetarios de carácter real: es decir, aquellos activos que no son la deuda de nadie y que, por tanto, no son susceptibles de ser impagados. El activo monetario real más importante de la historia ha sido el oro: un dinero que no derivaba de la buena o mala voluntad de los gobernantes, puesto que su valor era independiente de la solvencia del Estado. Pero a día de hoy le han surgido importantes alternativas al oro como puede ser Bitcoin: una moneda digital cuya existencia y tenencia no descansa sobre la confianza centralizada en ningún agente, sino en el consenso descentralizado entre todos sus usuarios. Sólo con los activos monetarios reales podemos decir realmente que nuestro dinero es nuestro.


Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org.

Este artículo fue publicado originalmente en La Razón (España) el 25 de febrero de 2022.

Esta semana, tres de los principales bancos centrales del planeta, la Reserva Federal estadounidense, el Banco Central Europeo (BCE) y el Banco de Inglaterra, han tomado medidas de política monetaria muy distintas entre sí. Primero, el Banco de Inglaterra ha decidido subir los tipos de interés a corto plazo hasta el 0,25% al tiempo que ha mantenido sus compras de deuda pública a largo plazo. Segundo, la Reserva Federal ha anunciado que pondrá fin en marzo a sus compras de deuda pública a largo plazo y que, en 2022, planea incrementar en tres ocasiones los tipos de interés (hasta el 0,75%). Y tercero, el Banco Central Europeo ha comunicado que pondrá fin en marzo a sus adquisiciones de deuda pública derivadas de la pandemia, pero que seguirá con las compras (a mucho menor ritmo) a través de otro programa durante todo 2022. A su vez, no tiene ninguna intención de subir los tipos de interés en este próximo año.

Claramente, el perfil monetario más laxo es el del Banco Central Europeo. Pese a que debería ser el banco central con una política más estricta –a diferencia de la Reserva Federal o del Banco de Inglaterra, su único mandato es el de mantener la estabilidad de precios y, en la actualidad, la inflación en la eurozona se halla muy lejos de su objetivo del 2%–, mantiene un perfil muy acomodaticio bajo la premisa de que la inflación que estamos experimentando en la eurozona no tiene un origen monetario, sino que es inflación importada por la existencia de cuellos de botella en diversas áreas de la economía mundial. Dicho de otro modo, la economía europea no se está sobrecalentando, sino que está sufriendo de la escasez global de determinadas mercancías. En ese contexto, tensionar la política monetaria no solucionaría ningún problema y sí generaría otros, según el BCE. Sin embargo, que la inflación europea pueda no estar causada por el recalentamiento interno no implica que la autoridad monetaria no deba preocuparse por estabilizar el valor de la divisa, tal como empiezan a reconocer en EE.UU. o el Reino Unido. Si se desanclaran las expectativas de inflación –es decir, si los agentes económicos comenzaran a desconfiar de la capacidad o de la voluntad del banco central para mantener los precios a raya–, entonces la inflación podría convertirse en una especie de profecía autocumplida. Si en el momento de mayor estallido inflacionista de los últimos treinta años, el Banco Central Europeo se pone de perfil, ¿no corremos el riesgo de que su credibilidad quede en entredicho?

No sólo eso. Si EE.UU. y el Reino Unido endurecen más tempranamente que la eurozona su política monetaria, el euro tenderá a depreciarse frente a ambas divisas. Así ha sucedido en el último año tanto con respecto a la moneda británica (el euro ha perdido un 6,6% de su valor) cuanto frente al billete verde (el euro ha perdido el 9% de su valor). Y un euro que se deprecia es un euro que facilitará que importemos todavía más inflación.

Cualquiera diría que el Banco Central Europeo sabe que se le está acabando el tiempo para hacer lo que tiene que hacer y que está expirando sus últimos meses antes de que se vea forzado a subir los tipos de interés. Si la inflación no retrocede durante la primera mitad de 2022, será inevitable que el BCE siga aceleradamente los pasos dados por la Reserva Federal y del Banco de Inglaterra.

Este artículo fue publicado originalmente en La Razón (España) el 19 de diciembre de 2021.

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