Por Julio Pérez
En Venezuela, el régimen autoritario, inspirado en el centralismo cubano, ha convertido la devaluación del bolívar en un instrumento deliberado de dominación económica. Lejos de ser un error fortuito o una simple incapacidad en el manejo de la economía, se trata de una estrategia premeditada para desmantelar la estructura productiva del país y consolidar el poder político. En lugar de asumir su responsabilidad, las autoridades recurren a la narrativa del «bloqueo imperialista» como cortina de humo para ocultar su objetivo y la opacidad en el manejo de los recursos nacionales. En palabras de Carlos Rangel, autor de Del buen salvaje al buen revolucionario, esta obsesión por culpar a enemigos externos es una constante histórica en América Latina: una evasión de la autocrítica que idealiza al «buen revolucionario» y exonera a los líderes de rendir cuentas por sus fracasos. La gestión de los ingresos petroleros ilustra esta opacidad: no existen registros públicos que revelen cuánto aportan las empresas extranjeras ni cómo se destinan esos fondos, sumiendo a la población en una indefensión informativa que perpetúa su subordinación.
Históricamente, los regímenes socialistas concentran el poder económico para sofocar la autonomía individual y generar una dependencia estructural del Estado. En Venezuela, esta lógica se materializó en un control cambiario que dio paso al dólar paralelo, un mercado negro que el gobierno demoniza, acusando a los empresarios de especulación, mientras reparte divisas de forma arbitraria entre sus aliados. Este no es un fenómeno accidental, sino un diseño deliberado para doblegar al sector privado y mantener a la ciudadanía en un estado de precariedad controlada. Sin embargo, esta estrategia comenzó a encontrar resistencia en la voluntad popular: el 28 de julio de 2024, la victoria electoral de Edmundo González Urrutia marcó un quiebre, reflejando un rechazo rotundo a este modelo y una demanda colectiva por transparencia, desarrollo y libertad.
A pesar de este mandato ciudadano, el régimen redobla su apuesta por el control. Nicolás Maduro ha amenazado a quienes operan con el dólar paralelo y ha promovido un «dólar de mercado» estatal junto al «Plan Nacional de Verificación de la Tasa Cambiaria» del Banco Central de Venezuela, desplegando fiscales de la Sundde para imponer una tasa oficial y recolectar denuncias contra el uso del dólar informal. Estas medidas, disfrazadas de protección socioeconómica, no corrigen las distorsiones que el propio sistema genera como la escasez de divisas o la inflación galopante, sino que castigan a quienes buscan sobrevivir en un entorno asfixiado por la intervención estatal. Friedrich Hayek lo explicó con claridad: la economía es un proceso espontáneo y amoral que, al ser obstruido por controles artificiales, encuentra su cauce en mercados negros y espirales inflacionarias. Así, los comerciantes, perseguidos por operar en un sistema distorsionado, y los ciudadanos, obligados a indexar precios al dólar paralelo para subsistir frente a una moneda sin valor, son víctimas de esta lógica. Lejos de atacar las raíces del problema, el régimen opta por sancionar sus consecuencias, avivando el espectro de políticas fallidas que históricamente han desencadenado escasez y colapso.
Esta exclusión estructural se hace evidente en la brecha entre una élite que se enriquece con los ingresos petroleros y una población forzada a llevar medicinas a hospitales desabastecidos o comida a cárceles abandonadas por el Estado. La devaluación, en este contexto, trasciende lo económico para convertirse en una herramienta de coerción que elimina la libertad individual y refuerza la hegemonía del régimen. Frente a esta realidad, el mandato expresado en las urnas abre una ventana hacia un modelo económico liberal: uno que restaure la estabilidad monetaria mediante la disciplina fiscal, fomente la inversión privada eliminando trabas burocráticas, proteja la propiedad privada como pilar del progreso y libere las fuerzas del mercado para impulsar el crecimiento. Este cambio exige instituciones robustas, ancladas en la división de poderes y el estado de derecho, que aseguren transparencia y rendición de cuentas en lugar del actual sistema empobrecedor.
Superar esta crisis requiere honrar esa demanda ciudadana y rechazar a quienes defienden el control socialista bajo excusas revolucionarias. La fiscalización de la Sundde no es una solución, sino una extensión del problema: un ataque a la iniciativa privada que ahoga la economía real y perpetúa la dependencia. La retórica de culpar al exterior, como bien desmontó Rangel, solo apuntala un régimen que se niega a enfrentar las consecuencias de su propio diseño. Solo un sistema que devuelva las libertades económicas e individuales, sustentado en el mercado libre, la competencia y la responsabilidad individual, podrá romper este ciclo de dictadura y devaluación, ofreciendo a Venezuela un horizonte de estabilidad y prosperidad.