Por Alberto Ray

En 1935, el Tercer Reich aprobó lo que se llamó las Leyes de Nuremberg. Se trataba de una “Ley de Sangre” en la que establecía quiénes tenían derecho a ser ciudadanos alemanes, excluyendo a los judíos y a muchos otros, privilegiando a lo que definieron como “la raza aria”.

La ley se aprobó por unanimidad en el congreso del Partido Socialista Obrero Alemán, y a partir de allí, se oficializó la persecución al pueblo judío y otros enemigos, no solo en Alemania, sino en todos los países que en los años siguientes llegaran a ser ocupados por las tropas nazi en la Segunda Guerra Mundial. Inclusive en la Francia de Vichy, el mariscal Pétain entregó a miles de judíos franceses a los campos de concentración operados por la SS.

Hitler había puesto ya de lado la Constitución alemana y esta ley, junto a muchas otras, eran decretos de emergencia que cada vez daban más poder al totalitarismo Nacional Socialista. El Tercer Reich armó una estructura que servía para legalizar sin control alguno las violaciones a los Derechos Humanos.

En paralelo, la guerra convirtió a Europa en una inmensa zona gris, lo que sirvió de marco y tapadera para desarrollar esta política de “depuración” racial en campos de exterminio distribuidos desde Francia hasta Estonia.

El nazismo, al sustituir el estado de Derecho por todo el aparato legal del Tercer Reich había convertido a los ciudadanos alemanes en parte del proyecto totalitario, por ello, el disidente u opositor se convertía en enemigo del sistema, y por tanto podía ser perseguido y asesinado.

En el entramado legal nazi no existía la posibilidad de cambiar el sistema, al contrario, cada acto del Reich era una reafirmación de su condición totalitaria. Por eso Hitler aseguraba que duraría mil años. Dentro del Nazismo todo, fuera del Nazismo nada.

Aun siendo ario, sólo había una forma de vivir en Alemania y era aceptando y sometiéndose a las leyes del Reich e integrándose al proyecto Nazi. A la más mínima señal de inconformidad o crítica, las fuerzas represivas de la SS se encargaban de poner de nuevo las cosas en “su sitio”.

El proyecto de Hitler siempre fue la guerra, era la única manera de expandir su Reich y asegurarse la trastornada prevalencia de la Ley de Sangre, además del dominio del espacio, dónde sólo era posible una visión totalitaria, por ello, Stalin y él no cabían en el mismo continente.

A finales de 1945, con la derrota de Hitler comenzaron los juicios al nazismo, y ocurrieron precisamente en Nuremberg, como símbolo para no olvidar el horror desatado por aquello que empezó con unas leyes que justificaban la barbarie y terminó en la guerra y el holocausto.

Los juicios de Nuremberg se extendieron por un año y concluyeron casi todos con sentencias de muerte. Un aspecto muy notorio del juicio fueron las discrepancias entre los fiscales de la Unión Soviética con los del bloque aliado (Reino Unido, Francia y EE. UU) en relación con el holocausto. Los soviéticos sostenían que las principales víctimas de Hitler habían sido ellos y no los judíos, por tanto, estos crímenes debieron ser juzgados por separado.

En la realidad, ya durante los juicios de Nuremberg la nueva dinámica de la guerra fría ya determinaba el balance del poder en el planeta y a las potencias de Occidente les resultó más conveniente transformar a la República Federal Alemana en un aliado y no en un rehén de la posguerra, pues la amenaza soviética era mucho más peligrosa que el extinto peligro del totalitarismo nazi.

“La cuestión judía” como la denominaban los líderes nazis y para la cual habían aprobado las leyes de Nuremberg, se cobraron la vida de millones de personas que además de los judíos sufrieron las crueldades del exterminio. Los horrores de las guerras no deberían ser olvidados nunca, pues pareciera que aún no aprendemos la lección.