Por Laura Alonso

La historia no es lineal y, a pesar de la tragedia que significaron las dos guerras mundiales del siglo XX en la lucha contra los totalitarismos, el optimismo de aquella hora ha entrado en crisis

Hace más de tres décadas, América latina inició la transición hacia la democracia. En 1989, la caída de la Cortina de Hierro aceleró la doble transición (económica y política) en Europa del Este y en Rusia. Se escribió sobre la tercera ola de la democratización y el fin de la historia (no como su final sino como objetivo). Se entendía que el mundo había entrado en el camino de la libertad y la democracia que lo llevaría al progreso y el desarrollo de los países de la mano del capitalismo. Sin embargo, la historia no es lineal y, a pesar de la tragedia que significaron las dos guerras mundiales del siglo XX en la lucha contra los totalitarismos, el optimismo de aquella hora ha entrado en crisis. Repentinamente, las viejas democracias y las nuevas, mucho más frágiles e imperfectas que las primeras, se ven amenazadas desde adentro. Y también, desde afuera.

En 2017, Walker y Ludwig acuñaron el concepto del “poder agudo” o sharp power para caracterizar a nuevas formas de interferencia de poderes extranjeros autoritarios en busca de la desestabilización de las democracias liberales. Si bien, el concepto ha generado un contrapunto con, por ejemplo, Joseph Nye, coinciden en el diagnóstico: en los últimos años los poderes autoritarios extranjeros han utilizado nuevos instrumentos (y viejos) para influenciar y desestabilizar a las democracias.

En su esencia, las sociedades abiertas y el capitalismo competitivo ofrecen ventanas de oportunidad a los países que buscan influenciar la vida de las democracias establecidas y disruptirlas. La influencia se compra con los dineros públicos de la corrupción doméstica que se lava en grandes centros financieros internacionales y en el sistema off-shore. Ello permite el blanqueo y el ingreso (directo o indirecto) de cleptócratas, sus socios y otros criminales a las esferas de influencia en las democracias liberales que buscan destruir. Lo hacen a través de negocios, donaciones académicas, donaciones políticas, inversiones inmobiliarias, el mercado del lujo, la compra y venta de arte y también, con propaganda, financiamiento o propiedad de medios, manufactura de campañas de desinformación en redes sociales, ciberataques, interferencias en procesos electorales. Utilizan las normas vigentes y los servicios de una cantidad innumerable de “facilitadores” profesionales.

Thorsten Benner sostiene que la influencia de los actores autoritarios se da en tres grandes esferas: a) la opinión pública y las instituciones que la apoyan: medios, ONGs, tanques de pensamiento y universidades; b) los partidos políticos y el financiamiento de las campañas electorales; y, c) los negocios a través de las inversiones y los “facilitadores”.

La búsqueda por la influencia en terceros países es una vieja estrategia de las relaciones internacionales. Lo que se ha perfeccionado o cambiado son algunas herramientas y métodos. Las redes sociales han acelerado, por ejemplo, las campañas de mentiras, noticias faldsas y difamación. No es un nuevo truco político: va más rápido y alcanza en un instante a miles de millones. Por ello, las respuestas de política pública deben ser nacionales y globales basadas en la cooperación, la armonización de normas y el intercambio de información.

En el proceso de protegerse contra las influencias dañinas, las democracias liberales deben responder con sus mejores armas: la transparencia, la integridad y la “accountability”. No pueden ni deben correr el riesgo de transformarse en lo que combaten. Las respuestas deben ser proporcionadas, adecuadas y basarse en la defensa de las libertades de conciencia, pensamiento, expresión, de prensa, de comercio y de propiedad. No pueden reaccionar como sociedades cerradas y autoritarias. Las restricciones o las prohibiciones a determinadas inversiones o presencias podrían ser contrarias al objetivo buscado a menos que violen las normas vigentes, los derechos humanos e incurran en prácticas corruptas. Ello deberá ser investigado y probado por un poder judicial independiente y lubre de interferencias.

Nye no niega la importancia del desafío que impone la guerra de la información y la desinformación propalada desde China y Rusia. Sin embargo, es sólido en su argumento en favor de evitar cualquier tentación de imitación del método de los adversarios. Y retoma la importancia de responder también, en la arena internacional, con estrategias de “poder blando” (la habilidad de afectar a otros por la persuasión y la atracción). En su opinión, el “poder agudo” (o sharp power) es una versión sofisticada del poder duro (o hard power).

En América latina y el Caribe, el retroceso democrático por el ascenso de populismos y de nuevas dictaduras es incuestionable. Por ello, promover iniciativas regionales y domésticas, que multipliquen el impacto basadas en la colaboración entre actores de distintos sectores (incluido el público cuando es viable) para proteger a la democracia liberal, deben tener presente el marco actual de la gran competencia global y la guerra en Ucrania. La corrupción transnacional es estratégica y aprovecha las oportunidades de las sociedades abiertas y las debilidades de instituciones frágiles, con poca transparencia, mala gobernanza y bajo o nulo control, para ganar influencia.

La protección de la democracia e incluso la pelea por su restauración donde se ha perdido, debe concentrarse en fortalecer las instituciones liberales, haciendo uso de las iniciativas de gobierno abierto, la digitalización y la explotación de los datos abiertos, entre otros. La corrupción estratégica es utilizada por los poderes autoritarios y representa una amenaza a la seguridad regional y mundial. Algunas veces toma formas legales – inversiones regulares en infraestructura-, otras veces aprovecha la extendida informalidad de la economía y los bajos o ineficientes controles del ingreso de divisas para financiar actividades ilícitas como el narcotráfico y el terrorismo.

Los equipos transnacionales de periodismo de investigación (ICIJ, OCCRP) han demostrado una alta efectividad a la hora de exponer la trasnacionalidad de la corrupción, el rol de profesionales como facilitadores, los agujeros negros en los sistemas financieros y en los países que, por acción o por omisión, han dado refugio a grandes sumas de recursos que proceden de la corrupción, el crimen organizado y el lavado. Algunas de las democracias más consolidadas vienen avanzando en la aprobación de nuevas normas, por ejemplo, para regular la actividad de los “facilitadores” (abogados, contadores, inmobiliarios, mercaderes de arte, entre otros) y garantizar la transparencia de los registros públicos de beneficiarios finales para conocer a los verdaderos dueños detrás de entramados societarios que operan transnacionalmente.

Algunas normas deben revisarse permanentemente y otras incorporarse porque la tarea es permanente. Allí no se detiene el asunto. Monitorear la implementación de las mismas es crucial para mejorar las posibilidad, por ejemplo, del control del lavado de dinero y proteger a las democracias de actividades dañinas financiadas por terceros desde el exterior. Iniciativas o acciones que parecían superadas por la “sanción de una o varias leyes”, deben retomarse para analizar, a partir de la evidencia, qué debe mejorarse o detectar dónde existen riesgos de influencia indebida. Siguiendo los ejes originales planteados por Benner, surgen varios temas a revisar:

El Estado como organización que posee el monopolio legal dentro del territorio, debe transformarse en profesional e impersonal. No hay buen gobierno si es botín de guerra de los electos u otros grupos o bandas. La integridad y la transparencia no son un “cuadradito” en un organigrama. Son políticas transversales que deben permear a todas las ramas, las áreas y las políticas del Estado: desde los bancos centrales a las empresas de propiedad estatal, pasando por la energía, el cambio climático, la salud pública, las obras de infraestructura y el desarrollo social, las contrataciones, licencias y concesiones públicas, las transferencias a los gobiernos subnacionales, el comercio exterior e interior, la propiedad de la tierra, las políticas de género, sólo para mencionar algunas. En sistemas presidencialistas, el liderazgo del Presidente es necesario y urgente.

Las democracias deben ser protegidas de influencias indebidas que, aprovechando la falta de transparencia y control, los altos niveles de corrupción y haciendo uso y abuso de determinados secretos, resultan contrarios a los intereses de los países. Para evitar abusos por parte de los Estados, es importante que las autoridades a cargo del cumplimiento de la ley no se vean interferidas impropiamente en su tarea y que cuenten con los recursos necesarios para avanzar sus investigaciones en cooperación con actores internacionales.

El escenario global es muy diferente al que las democracias liberales enfrentaban hace una década atrás siquiera, incluso antes de la pandemia o de la guerra no provocada e injusta en Ucrania. Están bajo asedio doméstico y externo de terceros países que buscan su desestabilización. Y, lamentablemente, cuentran socios locales entre partidos o grupos políticos, empresarios, comunicadores y actores de la sociedad civil.

A las discusiones sobre la gran corrupción y la captura de determinadas políticas públicas o del Estado por parte de actores locales que no podemos obviar-, se suma la corrupción estratégica y transnacional, facilitada por los grandes movimientos de dinero electrónico y la opacidad de esos sistemas que muchas veces recurren al secreto para evitar informar. No se trata sólo de cuánto se roba, o quién lo hace y lo que se recupera sino cómo protegemos a las sociedades de esas democracias liberales de la clara amenaza a su seguridad que representa la corrupción estratégica. La protección de las democracias liberales requiere de buenas instituciones y, también, de una sociedad educada, instruida y defensora de aquella que comprenda los desafíos geopolíticos de la hora a los que casi ningún país podrá escapar.

Transcripción de la conferencia dictada en la sesión “Bolstering democratic resilience to foreign authoritarian influence through transparency and accountability measures”, realizada en Buenos Aires el pasado 23 de junio de 2022 y organizada por el International Republican Institute. Las expresiones corresponden a la autora.


Laura Alonso es una politóloga argentina. Fue jefa de la Oficina Anticorrupción de su país y electa dos veces diputada nacional. En 2021 fue World Fellow en la Universidad de Yale y en 2020 fue Reagan-Fascell fellow en el National Endowment for Democracy.