Por Laureano Pérez Izquierdo
A dos meses de la invasión rusa a Ucrania, el jefe del régimen de Beijing mantiene una supuesta neutralidad que lo coloca, finalmente, del lado del agresor. El peligro en el horizonte y las enseñanzas en torno a Taiwán
Una adolescente de 17 años de Irpin, en las afueras de Kiev, vio traumatizada cómo su madre y su hermana de 15 eran violadas y golpeadas hasta la muerte por tres soldados rusos que se pasaban una y otra como si fueran latas de cerveza para después desechar. A ella, cuya identidad permanece a resguardo, le avisaron con un macabro cinismo que era demasiado fea como para ser ultrajada. Pero su pesadilla no concluyó cuando se apagó la vida de su hermana y su madre frente a sus ojos: debió permanecer junto a sus cadáveres durante cuatro días. Esta historia se repitió (se repite) sistemáticamente en cada pueblo donde las tropas invasoras atacan como caníbales a la población local.
El caso -uno de cientos- fue expuesto por Lyudmila Denisova, ombudsman por los Derechos Humanos de Ucrania. La joven ahora es asistida psicológicamente a diario. Seguramente jamás alcance a borrar la profunda cicatriz que las fuerzas rusas provocaron en su vida asesinando brutalmente a su familia en su presencia.
El pasado 4 de febrero -exactamente 20 días antes de que Rusia invadiera Ucrania- Vladimir Putin voló a Beijing para firmar con Xi Jinping un extenso documento en el cual sellaban algo más que un acuerdo político: un pacto de sangre, de famiglia. En ese encuentro, además, el jefe de estado ruso le informó al anfitrión que tomaría por asalto Ucrania. Su aliado lo escuchó atento, entendió los términos, compartió los objetivos y asintió. Sólo le pidió un favor: que la excursión militar -de la que Occidente advertía desde hacía meses- fuera una vez que culminaran los Juegos Olímpicos de Invierno que tendrían lugar en la capital china. No quería que la sangre ensuciara su fiesta.
Hermanados, Putin y Xi rubricaron un documento que presentaron orgullosos ante el mundo. En él no sólo ponían en tela de juicio los valores de Occidente, sino también que pretendían reescribir la historia y, sobre todo, el concepto de democracia. Sintéticamente, argumentaban que la construcción del término era un invento de ciertos países pero que no se correspondía con la cultura de otras naciones. Es decir: cada administración debe definir lo que es o no es democracia según sus propios parámetros. Una manera de justificar su permanencia eterna en el poder e impedir que asomen otras figuras nuevas que amenacen su estructura. “Sólo los ciudadanos del país pueden decidir si su Estado es democrático”, dice el texto en uno de sus párrafos. Extraña idea en países donde nadie puede levantar la voz para opinar si allí se respetan los más elementales derechos humanos.
Lo que se firmó aquel 4 de febrero fue mucho más que una enumeración de intenciones. A dos meses de iniciado el ataque militar ruso contra Ucrania, Xi se muestra como un sólido e incondicional aliado de Putin. Esto pese a algunas distracciones diplomáticas que Beijing ejecutó en los pasados 60 días para mostrarse como un activo promotor de la paz o un estado respetuoso de la soberanía de otros países. Algunos se ilusionaron con que el jefe del Partido Comunista Chino (PCC) pudiera convencer a su par del Kremlin de alcanzar una tregua definitiva que pusiera fin a las violaciones que centenares de mujeres y niñas ucranianas sufren a diario.
Pero en China, las autoridades replican la misma narrativa que Moscú difunde a sus ciudadanos. Reiteran que se trata de una “operación militar especial”, que en Ucrania hay un “conflicto”, que la responsabilidad de lo que ocurre es de Occidente, de la OTAN y de los Estados Unidos. Las argumentaciones parecerían graciosas si el contexto no fuera lúgubre. El diario Global Times -un órgano propagandístico del PCC- publicó el pasado 20 de abril un insólito editorial en el cual se preguntaba desde el título: “¿Tiene la paz alguna posibilidad con más ayuda militar estadounidense a Ucrania?”. Para el régimen de Xi, Kiev debería deponer sus armas y rendirse incondicionalmente. Volodimir Zelensky no tiene derecho a defenderse o proteger a su pueblo o pedir armas, su principal y más desesperada preocupación.
¿Qué clase de mediador pide que la víctima deje de defenderse y no hace nada para que el agresor desista en sus ataques? La diplomacia china se mostrará al mundo como estandarte de la paz cuando tenga la certeza de que Rusia ya ha logrado sus objetivos. No antes. Es parte del pacto de sangre. Xi se convierte así en instrumento fundamental de la invasión. Hasta el momento, la segunda potencia económica mundial se exhibe ante el público como supuesta espectadora del mayor conflicto bélico del Siglo XXI sólo para intervenir en favor de Moscú.
Pero el acuerdo del 4 de febrero llevaba entre líneas algo más: el permiso para violar la soberanía de otros países cualquiera sea el motivo, el argumento, la justificación o el camino para conseguirlo. Ucrania fue violentada bajo innumerables excusas enumeradas por el Kremlin. Desde la “desnazificación” hasta la amenaza de ingresar a la OTAN, lo que significaría un riesgo a la seguridad de Moscú. Cuando Beijing habla de Estados Unidos y sus armas apoya este último relato.
Putin decidió en un primer momento el intento de una toma absoluta de la nación democrática vecina para sustituir a su gobierno. Era su “Plan A”. Pero fracasó estrepitosamente y luego de 40 días de intensos combates, debió replegar sus tropas en el este y el sur, donde radicalizó sus bombardeos. Allí planea ahora realizar “plebiscitos” con la población local remanente para declararlas independientes de Kiev, la capital que no pudo tomar. Quizás China en ese momento vuelva a hablar de “soberanías nacientes”.
Es parte de la “nueva democracia” que sueñan para el resto del planeta Rusia y China. El asesinato y la violación sistemática de civiles como se presenció casi en vivo en Bucha, Irpin o Mariupol quizás sean considerados por Xi y Putin como “daños colaterales”. La crisis humanitaria de los cinco millones de ucranianos que debieron abandonar su país, también.
La invasión también le dio tiempo a Xi para pensar largamente. El riesgo de una invasión a Taiwán persiste aunque se sabe que los costos serán cuantiosos. Tiene 3500 misiles apuntando a Taipei. Pero si decide hacer de la capital taiwanesa la nueva Aleppo o Mariupol, se quedará sin la principal fuerza económica de la isla, que es en definitiva su principal motivación. El jefe del régimen sueña con apoderarse de las empresas tecnológicas -las productoras de microprocesadores, sobre todo- que están del otro lado del estrecho a apenas 180 kilómetros. Pero una invasión anfibia también tendría sus costos. Sobre todo en un ejército, el chino, que no entra en combate desde hace más de 40 años cuando fracasó en la frontera con Vietnam.
Taiwán, en tanto, vive en un estrés pre-traumático permanente. El colmo de ello sucedió el pasado jueves cuando un presentador de TV emitió un alerta en el cual se avisaba a la población que la tan temida invasión china finalmente había comenzado. Pero todo se trató de un error descomunal: un SMS mal emitido despertó una cadena de pánico que nadie detuvo a tiempo. La estación televisiva se disculpó por el fallido.
La amenaza de Beijing a la isla democrática es seguramente la más evidente. Sin embargo, el bélico no es el único camino para perder soberanía en la actualidad. No hace falta una invasión convencional para socavar la independencia de una nación. Así como el régimen chino aprendió que será sometido a sanciones económicas similares a las que recayeron sobre Moscú si decide practicar una “operación militar especial” sobre Taiwán, el mundo debería tomar nota de lo ocurrido con Europa en los últimos 20 años.
Aquel continente se adentró en un laberinto del que no puede salir: la dependencia del gas y petróleo ruso. Esta adicción propuesta por Putin -y que a los líderes europeos pareció no preocuparles durante un largo tiempo- precipitó en gran medida la encerrona del actual escenario en Ucrania. Advertida durante años, Europa ahora no encuentra cómo escapar sin pagar costos altísimos. Alemania, sobre todo, pareciera contar con una gran responsabilidad. Los vínculos políticos con las empresas de energía hablan por sí. Gerhard Schröder, ex canciller entre 1998 y 2005, es un eslabón fundamental: es el presidente de Rosneft, la petrolera preferida del Kremlin y el 30 de junio, en San Petersburgo, ingresará a la junta de directores de la gasífera Gazprom, la mayor compañía rusa. Esto último se anunció el mismo 4 de febrero en que Putin y Xi sellaron en Beijing su pacto para refundar una nueva era.
Al final del camino, la generosidad rusa con Europa no resultó gratuita. Las sanciones que más lastimarían a Moscú y que harían posible un colapso total de su economía dependen, sobre todo, de que Alemania y otras potencias europeas corten de inmediato su sumisión energética. Sin ese dinero, Putin no podría alimentar a los caníbales que arrasan con las poblaciones ucranianas.
Este sometimiento extremo debería hacer reflexionar a otros gobernantes que fueron tentados en diferentes sectores estratégicos por China: minería, pesca, dragado, energía nuclear y convencional, puertos, exploración espacial, bases militares y telefonía e internet (5G). En Asia, en África y en América Latina, el régimen de Beijing ha tejido negociados con administraciones “tentables” que involucran la explotación de recursos naturales con créditos poco transparentes. La soberanía podría ser atacada desde adentro. El gigante asiático tendría la capacidad de cortar diversos suministros cuando así lo requiera, haciendo rehenes a otras naciones en todas partes del mundo de sus planes. Incluso promoviendo crisis e inestabilidad. La soberanía de estas naciones pasaría a ser meramente testimonial. Dependería de las políticas y necesidades del PCC. No verlo es ceguera ideológica. O tentación metálica.
Sólo un alerta despierta en el horizonte del jefe del régimen chino: es la celebración del XX Congreso del Partido Comunista Chino para continuar en lo más alto del poder otros cinco años. Deberá demostrar en él que el principal motor de China continúa encendido. Esto es, su economía. Sin embargo, los números no están a su favor y deberá revertirlo. Su política del COVID Cero complica sus metas. Los jerarcas del PCC no podrían permitirse fallar en este eslabón clave para la armonía interna del gigante.
En tanto, Xi Jinping y el régimen continúan en silencio. Un silencio que también mata en Ucrania.