Por Leandro Cantó
Mi primer y único encuentro personal con Carlos Rangel fue a finales de 1987, cuando me correspondió el honor de moderar el foro sobre libertad de expresión organizado por CEDICE, dentro del marco de su evento aniversario en la Universidad Metropolitana. Intercambiamos algunas ideas durante unos minutos y luego pasamos al salón, junto a Luis Pazos y José Vicente Rangel. Nunca más hablé con él.
En su firme estilo, tajante y entrecortado Rangel defendió un principio fundamental para la justa expresión del pensamiento: sólo medios de comunicación verdaderamente libres pueden acoger la libre expresión. Sus palabras impresionaron al público asistente, acostumbrado a ver el estereotipo de un moderador y entrevistador televisivo; la gente se arrellanó en sus butacas al escuchar a Rangel leer un largo párrafo sobre la libertad y muchos sonrieron cuando vieron aquel personaje de todos los días convertirse en un ameno y polémico expositor.
Las ideas de Rangel tuvieron muchas malas fortunas, como la siguen teniendo las ideas de otros serios defensores de la libertad. Un país aclimatado a la retórica populista de los oradores del 28, un tema reiterativo y poco original que, sin embargo, ha dado origen a toda una cultura política, terminó por darle forma a un esquema de pensamiento político, económico y social demasiado alejado de las grandes y fundamentales ideas que Rangel defendió desde sus tribunas. Sin embargo, igual que como él celebraba el lento pero seguro triunfo de las ideas de Joaquín Sánchez-Covisa, de la misma forma podemos decir que los principios que defendió y difundió han ayudado a esa “labor de Desintoxicación, cuyos frutos estamos cosechando”.
Ello fue posible gracias a dos textos fundamentales del pensamiento liberal latinoamericano: “Del Buen Salvaje al Buen Revolucionario” y “El Tercermundismo”. La crítica salvaje de la izquierda demuestra cuán duro fue el buril de Rangel con una cultura que se creía ya sacralizada: Los pensadores de la ultra conservadora izquierda latinoamericana nunca se imaginaron que alguien iba a despellejar con tan acertada cirugía su mitología, Rangel lo hizo: es posible que no fuera su intención destruir, pero lo hizo y, aunque el tiempo permitió que cerrasen las heridas y la hipocresía del discurso populista terminase elogiando al Rangel ya ido, no existe político de la camada tercermundista que en su fuero interno no lleve el estigma de la cruda interpretación que hiciera Rangel de nuestra realidad.
El propósito de este ensayo es explorar la obra mayor de Rangel. Cuando la crítica ayuda a comprender al intelectual, ¿qué importancia tiene la apología forzada de la desaparición física? Rangel sabía el riesgo que corría: todo pensador debe partir del supuesto de que su obra es siempre sujeto de observación. Yo quisiera no sólo recordarla, sino incluso ampliarla a la luz de los acontecimientos actuales. Espero que ello ayudará a decantar la esencia de la obra de Rangel y a convertirla en una fuente importante de inspiración de cosas trascendentes, descartando los lugares comunes que la mediocridad política populista quiere fomentar.
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