Por Luis Cinco
Parece más cómodo y seguro para los gerifaltes del castrismo escribir sobre la guerra revolucionaria de hace casi siete décadas que narrar desde el poder cómo construyeron un nuevo orden similar al comunismo soviético
De la revolución bolchevique y la maoísta quedaron pocas imágenes fílmicas y fotográficas. Pero, en cambio, abundan, desbordan los archivos, las fotos y películas de la revolución castrista.
Salvo por esa profusión de fotografías y filmaciones —en muchos casos reeditadas y retocadas para borrar personajes inconvenientes—, la historia de la revolución cubana —ahora que se les acaba el tiempo a sus protagonistas que aún viven para contarla como realmente fue— estará incompleta. Y a fuerza de tanta retórica, manipulación y silenciamiento de las voces de sus víctimas, será una historia muy mal contada.
Che Guevara consideraba que la historia de la revolución cubana debía ser escrita por los que la hicieron. De hecho, fue el primero en intentarlo. Con Pasajes de la guerra revolucionaria inició la escritura de la historia de la insurrección fidelista. Pero el relato se quedó en la toma de Santa Clara, en los días finales de diciembre de 1958.
Los castristas, lo mismo los generales de las FAR que los altos funcionarios gubernamentales que se han animado a escribir sin mucha vocación sus memorias, abundan en detalles sobre la etapa insurreccional: o sea, los dos años que duró la lucha guerrillera, pero paran en seco, como si hubieran perdido totalmente el resuello y las ganas de contar, en enero de 1959 o poco después, en los inicios del nuevo régimen.
En el caso de los militares, tanto en sus memorias publicadas por la Editorial Verde Olivo como hace una década atrás, cuando el periodista Luis Báez entrevistó a varios de ellos para el libro Secretos de generales, dan una zancada y caen en los pormenores de la batalla de Playa Girón, y otra zancada aún más larga, y refieren sus aventuras bélicas en Angola y Etiopía. Y luego dan por terminados sus relatos. Como si no sólo sus historias, sino también la de Cuba, hubiera llegado a su definitivo final. O a un largo interregno hacia sabrá Dios qué, porque ya sabemos que el paraíso comunista que una vez nos anunciaron, definitivamente ya no será.
Parece ser mucho más cómodo y seguro para los gerifaltes del castrismo escribir sobre la guerra revolucionaria de hace casi siete décadas que narrar desde el poder cómo, sin saber el oficio de gobernar, destruyeron el viejo orden y construyeron uno nuevo, similar y diferente a la vez al comunismo soviético; un orden caprichoso y antinatural que en pocos años empezó a hacer evidentes sus numerosos fiascos y fracasos hasta llegar al esperpento inmovilista que es hoy.
Los antiguos guerrilleros, una vez en el Poder, arrellanados en sus cargos de jefes militares o ministros, rodeados de privilegios, ajenos a los absurdos y los disparates o partícipes de ellos, se limitaron a obedecer sin chistar, sin hacer demasiadas preguntas y menos en voz alta, porque a la hora de mostrar absoluta fidelidad primero al Máximo Líder, y luego a su hermano que lo sustituyó, desconfiaban hasta de las paredes y las almohadas. Y ese tipo de historias que pudieron escribir, si iban en serio, resultaban demasiado peligrosas y deprimentes para contarlas en libros que quién sabe si podrían ser utilizados por “el enemigo”.
Tampoco fueron mucho más allá de los primeros años del régimen los intentos de historiar la revolución en libros como Gobierno Revolucionario. Primeros pasos, de Luis M. Buch (ministro de la Presidencia y secretario del Consejo de Ministros desde enero de 1959 hasta marzo de 1962) y Reinaldo Suárez; En marcha con Fidel, de Antonio Núñez Jiménez, y La complejidad de la rebeldía, de Oscar Puig y Reinaldo Suárez.
Fidel y Raúl Castro, que son los que más tenían que decir, nunca se animaron a escribir sus memorias. El primero, luego de jubilarse, prefirió escribir, antes que sus memorias, unas desconcertantes reflexiones para Granma y Cubadebate que firmaba como “el Compañero Fidel”. Y cómo no, él también, hizo —o más bien le hicieron los amanuenses suyos que recopilaron y organizaron la documentación utilizada— dos libros sobre la guerrilla en la Sierra Maestra.
Para escribir sus memorias, Fidel hubiera podido contar con el auxilio de las periodistas Rosa Miriam Elizalde y Katiuska Blanco, que se dedicaban a él a tiempo completo, y hasta del mismísimo Gabriel García Márquez, que se preciaba de ser su amigo. Pero no se decidió, y en vez de las memorias de Fidel Castro, hubo que conformarse con la trascripción de las 100 horas de su conversación con el periodista hispano-francés Ignacio Ramonet.
Paradójicamente, Norberto Fuentes, un desenganchado de la corte castrista que dice ser “la memoria de la memoria de Fidel Castro”, escribió en dos tomos (El paraíso de los otros y El poder absoluto e insuficiente) unas memorias apócrifas donde se apodera de su aliento y hace el cuento más parecido al Comandante que como lo hubiese hecho él mismo.
En cuanto a Raúl Castro, en su tiempo como presidente estuvo demasiado ocupado en intentar componer los enredos que le dejó su hermano con las reformas a cámara lenta, que no quiso llamar reformas sino “actualización y perfeccionamiento del modelo económico socialista”. Y después que delegó el mando (aunque siga mandando), ya nonagenario, es harto improbable que le quede tiempo ni cabeza para escribir sus memorias ni algo que lo parezca.
Este artículo fue publicado originalmente en Cubanet el 29 de agosto de 2023