Por Miguel Henrique Otero en El Nacional
Nos equivocaríamos si aceptáramos el discurso que sostiene que la problemática de la Amazonia —su destrucción— es un asunto que interesa estrictamente a los nueve países que comparten la región amazónica, y que lo que está en situación de riesgo creciente se limita a lo medioambiental y a la supervivencia de numerosas especies. Lo dicho hasta aquí, por sí mismo, es gravísimo, pero no da cuenta del conjunto de los peligros.
Por ello, me apresuro a decir que las amenazas son mucho peores. Y que ellas se proyectan sobre la estabilidad y futuro inmediato del planeta. Entre otras razones, porque en el caso de Venezuela —uno de los 9 países con jurisdicción sobre el territorio amazónico—, lo que está ocurriendo es un programa sistemático de extracción brutal de las riquezas minerales de la zona, resultado concretísimo y evidente, de la alianza entre el régimen de Maduro, Cabello, El Aissami y Padrino López, con la narcoguerrilla del ELN y con otros grupos de la delincuencia organizada.
La operación minera en curso, en la región sur de Venezuela, debe ser una de las más feroces del planeta. Comienza con el destierro, la expulsión de comunidades indígenas de sus territorios y de los lugares en los que han vivido desde siempre. Pasa por el asesinato de los dirigentes sociales y comunitarios que se les resisten u oponen. Incluye el establecimiento de condiciones de vida, bajo el yugo de criminales que amenazan, golpean, violan y abusan de los indefensos habitantes de la región. E incorpora, como parte del paisaje corriente, el tráfico y consumo de drogas, la venta de alcohol procesado sin control alguno, la prostitución de menores de edad, el acoso sexual sin disimulos, y muchas otras prácticas de coerción y control social. Son más de un centenar de pequeños poblados y pueblos los que, ahora mismo, están bajo una situación de extremo sometimiento, sin acceso a ninguno de sus derechos, toda vez que este estado de cosas ocurre con la solidaridad, apoyo, protección o complicidad de unidades militares con los delincuentes.
Que el gobierno de uno de los países amazónicos mantenga un acuerdo que tiene implicaciones en el mundo del narcotráfico, el lavado de dinero, la exportación ilegal de minerales estratégicos a países enemigos de la democracia, el tráfico de personas y otros, no es ni podría ser un problema de nueve países, sino que es asunto que concierne a América Latina, Estados Unidos y Europa, regiones destinatarias de drogas, de los dineros de la droga, del contrabando de oro y de otras mercancías que viajan sin control alguno.
La complejidad de la crisis de la Amazonia no solo se debe a que en ella concurren 9 países —Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Guyana, Guayana Francesa, Perú, Surinam y Venezuela— sino a que, en el caso de los países de superficie más pequeña —Guyana, Guayana Francesa y Surinam— la porción amazónica ocupa casi la totalidad del territorio: 98%, 96,5% y 90,1%, respectivamente. Sin embargo, la suma de los tres representa solo un poco más de 6% de la Amazonia, lo que contrasta, de modo evidente, con la que ocupa Brasil, que es de 60,3%, aproximadamente.
Que sean 9 países los directamente involucrados constituye una verdadera dificultad. Se trata de 9 legislaciones; de 9 gobiernos, cada uno con una política propia; de 9 entramados de intereses, donde los apetitos y las urgencias económicas, la corrupción, la economía extractivista, el uso de las selvas como guaridas o rutas del narcotráfico, han generado una cada día más peligrosa consecuencia: el avance indiscriminado de la destrucción. En el tiempo que el lector destine a la lectura de este artículo, unas 10 hectáreas en algún punto de la Amazonia serán arrasadas para siempre.
La preocupación por lo que está ocurriendo ha conducido, por ejemplo, a la creación de entidades como la Iniciativa Concordia Amazonia —que cuenta con el respaldo de la ONU—, en la que participan el expresidente Gustavo Duque (Colombia), el expresidente Sebastián Piñera (Chile) y Guillermo Lasso, actual presidente de Ecuador. En la visión de esta institución —a la que se han sumado empresas y fundaciones de proyección mundial— hay, entre otros, dos elementos cruciales que debo destacar aquí: uno, que la acción debe ser el resultado de la alianza entre los sectores público y privado; y, dos, que deben producirse inversiones significativas para que miles y miles de pequeños campesinos, cuyas vidas dependen de producciones en escala reducida, se conviertan en los garantes de la salud, en los promotores de la sostenibilidad de la Amazonia.
Frente a esta visión está la meramente gubernamental y política, que por ahora lidera Lula da Silva, el populista presidente de Brasil, amigo de Putin y su agente en América Latina, quien convocó a la Cumbre Amazónica que se celebró esta semana en la ciudad de Belém, con resultados apenas promisorios. Lula quiere aprovechar la emergencia amazónica para ampliar su influencia en la región.
Que Nicolás Maduro haya cancelado su participación en la misma era previsible: Lula —amigo de Odebrecht—, Petro —amigo de los amigos de su hijo— y el resto de los participantes, pero muy especialmente los grupos ambientalistas que se concentraron en la mencionada ciudad de Belém, conocen bien las salvajes prácticas depredadoras cometidas en el Arco Minero, saben de la minería a cargo de la narcoguerrilla, tienen noticias del reparto de territorios para la explotación minera destructiva, que se ha establecido entre los altos mandos del régimen y los grupos al margen de la ley. En la web hay miles de fotografías y decenas de videos que documentan lo que no puede sino calificarse como la tragedia de la Amazonia venezolana.
Si afirmo que Maduro es un enemigo siniestro de la Amazonia es porque desde el gobierno ha puesto el poder y las instituciones del Estado, incluyendo a las fuerzas armadas, al servicio de la destrucción. De hecho, la vasta región sur del país está militarizada, no para proteger a los ciudadanos, sino para ocultar, para invisibilizar, para evitar que la opinión pública, dentro y fuera de Venezuela, conozca la extrema aniquilación en curso, cuyo carácter es ambiental, social, cultural, étnico, económico y humano.