Morfema Press

Es lo que es

Miguel Henrique Otero

Por Miguel Henrique Otero

Al final de la tarde del 11 de mayo de 1960, Ricardo Klement volvía de su trabajo. Entonces se desempeñaba como empleado de una lavandería. El bus se detuvo en una calle de un barrio de Buenos Aires y se apeó. De inmediato se encaminó hacia su casa. Cuando había dado unos cuarenta pasos, un vehículo se detuvo a su lado. De él se bajaron miembros del Mossad y de Shin Bet -servicios de inteligencia de Israel- y lo atraparon. Habrían podido ejecutarlo en ese momento, sin que nada lo impidiera. Pero lo introdujeron en un vehículo y partieron.

Lo condujeron a un escondrijo donde lo mantuvieron oculto durante 9 días. En 2 ocasiones estuvieron a punto de trasladarlo. Hasta que la noche del 20 de mayo, en un episodio de insólita audacia, esposado y amordazado, lo embarcaron en un avión que recorrería los más de 12.000 kilómetros que separan a Buenos Aires de Tel Aviv. 

Ricardo Klement era una falsa identidad. Se trataba de Adolf Eichmann, nazi y miembro de las SS que, tras mostrar sus considerables capacidades organizativas, ascendió en la jerarquía del Tercer Reich, y fue responsable directo de la deportación y aniquilación en campos de concentración, principalmente ubicados en Polonia, de millones de judíos.

No fue fácil para la inteligencia israelí establecer que Eichmann se había convertido en Klement, y más arduo todavía localizarle en Argentina. El criminal de guerra había escapado de una prisión en Hamburgo. Adquirió la identidad de Otto Heninger y se convirtió en leñador. En 1950, Odessa, la red clandestina nazi, con la colaboración de un sacerdote franciscano, logró esconderlo en Italia y dotarlo del nombre de Ricardo Klement y de un relato biográfico: apátrida, soltero, obrero agrícola y católico. Al llegar a Argentina trabajó, entre otros oficios, cuidando conejos en una granja. Establecido, Eichmann hizo los arreglos para que su esposa e hijos viajaran a Buenos Aires: siguiendo sus pasos llegaron a ella y a Eichmann, los agentes israelíes.

Ante la expectación que el juicio a Eichmann produjo en Europa y Estados Unidos, The New Yorker envió a la filósofa Hannah Arendt a Jerusalén a cubrir el juicio. Dicho de forma apurada, ocurrió esto: todas las previsiones de la pensadora se derrumbaron. Eichmann no era un sujeto satánico ni intimidante. En vez de un monstruo moral, se encontró con un hombre corriente, más o menos mediocre, de argumentos enrevesados y repetitivos, más opaco que astuto, mentiroso y simplón, burócrata desprovisto de la curiosidad o del vuelo necesario para pensar en su propia experiencia con alguna profundidad.

De aquella perplejidad, y de su poderosa mente analítica, no solo surgió un libro que desató resonantes controversias, Eichmann en Jerusalén; sino que en sus páginas se trazó una de las tesis de filosofía política más potentes, duraderas e influyentes del siglo XX: la banalidad del mal.

El concepto de banalidad del mal parte de esta propuesta: la de un sujeto que hace el mal, lo ejecuta, sin pensar en lo que significa. No se hace preguntas sobre las consecuencias de sus actos o decisiones. No se plantea la posibilidad de juzgarse a sí mismo. No se interroga por la legitimidad de los hechos. Por lo tanto, o no distingue los límites entre el bien o el mal, o siente que esa discusión no le concierne. Actúa sin levantar la vista hacia los asuntos más inmediatos de la responsabilidad.

En el fondo, está sometido, por decisión propia o por impotencia moral, a la exigencia del deber, del cumplimiento de las órdenes recibidas, del reconocimiento acrítico de las jerarquías, sometido también a las lógicas de la organización a la que pertenece, ajeno a las repercusiones de sus actos. “No siente un odio patológico, sino que está desconectado de la humanidad, del sufrimiento de sus víctimas”. No reconoce su responsabilidad, se ha limitado a ejecutar las órdenes recibidas.

Armados con el concepto de banalidad del mal, distintos historiadores han estudiado las lógicas, las culturas corporativas, los valores cotidianos, las conductas y hasta las conversaciones menudas de los funcionarios policiales, militares o paramilitares que persiguen, torturan, extorsionan  y ocasionan sufrimiento a los que han sido definidos como enemigos. 

El que llamaré “prototipo Eichmann” no es excepcional en sus trazos gruesos: la figura del mediocre sumiso, perruno y obediente; del que rompe la puerta de un hogar en la madrugada con una patada bestial; del que emplea su mejor concentración en el encargo de causar dolor extremo en una sesión de tortura; el que apunta a la cabeza de un joven manifestante que reclama libertad y, a continuación, informa a su superior con indisimulado orgullo, que ha cumplido como corresponde, todos son engranajes, piezas encadenadas de las maquinarias de violar los derechos humanos, que dirigen perversos con poder, insaciables resentidos con voluntad criminal, como Nicolás Maduro, Diosdado Cabello, Vladimir Padrino López, Daniel Ortega, Rosario Murillo, Miguel Díaz-Canel y otros.

Corresponde reconocer a Donald Trump una peculiar vocación para el drama por entregas. En las últimas tres semanas, con cuentagotas, han ido sumándose elementos al que comenzó como un despliegue de fuerzas militares de Estados Unidos contra el Cártel de los Soles, pero que en el transcurso de unos pocos días, se ha transformado en un amplio operativo multinacional, que ha incorporado a naciones de Europa, del Caribe y del continente americano, para actuar conjuntamente contra la masa de cárteles activos.

Utilizo la expresión “drama por entregas” no solo por la llamativa secuencia con que se han ido sumando naciones a la iniciativa de Trump y del Pentágono, sino porque, a medida que la alianza antidrogas se expande, también crece en la opinión pública de Venezuela y de otros países de América Latina la incertidumbre acerca de cuál es el objetivo final de tan grande y tan costosa operación. Son millones y millones de personas preguntándose, casi al unísono, ¿adónde va todo esto? ¿Cuáles son las metas?

Quiero llamar la atención, en primer lugar, sobre el carácter inédito de esta movilización militar. Cierto es que la iniciativa concebida a finales de los años noventa por los presidentes de Colombia y Estados Unidos de entonces, Andrés Pastrana y Bill Clinton, el Plan Colombia, bien puede considerarse un antecedente muy destacado, de la amplísima operación multinacional anticárteles en curso. Sin embargo, lo que está ocurriendo en estos días es radicalmente novedoso. Y lo es por dos razones sustantivas, que ameritan la reflexión sosegada de los ciudadanos demócratas del mundo, más allá del factor Donald Trump.

La primera razón sustantiva es que lo ocurrido en Venezuela es inédito: a lo largo de un cuarto de siglo, el régimen inaugurado por Hugo Chávez en 1999 ha derivado en un narcoestado. Ese narcoestado ha adquirido la única forma posible en que puede sobrevivir: como una dictadura política-militar, que no solo ha destruido el Estado de derecho, sino que también persigue, secuestra, tortura y mata a quienes la oponen. Lo radicalmente nuevo es el proceso que ha conducido en Venezuela a la fusión entre Estado y cártel del narcotráfico. Esta realidad, como es inevitable, ha dado origen a una pervertida forma de Estado, desconocida hasta ahora: una entidad en la que la totalidad de los poderes públicos, las autoridades militares y la economía del país, se conciben como instrumentos para promover y proteger el negocio del narcotráfico. Un Estado que es estructuralmente delincuente y violador de los derechos humanos.

La segunda cuestión, que por obvia olvidamos, es que el negocio del narcotráfico es planetario -corrosivamente planetario-, en casi todas sus fases, especialmente en sus consecuencias: existe y se mantiene asociado a la criminalidad, erosiona los sistemas educativos, impacta los sistemas de salud, disminuye la productividad, ocasiona formas de violencia extrema, destruye la convivencia en familias, barrios y ciudades. No necesito insistir en lo que bien sabemos: el narcotráfico es, por excelencia, el negocio de la muerte. Y mata, tanto a los campesinos en Colombia o Ecuador que cultivan la hoja de coca, como a los jóvenes traficantes en las calles de Ámsterdam, Barcelona, Bombay o Ciudad de México. Mata en todas partes. Es la más perniciosa y constante de las amenazas globales.

Y es esto lo que está en el trasfondo de la iniciativa de Trump: la comprensión de que la guerra contra los cárteles debe afrontarse de forma colectiva y haciendo uso de todos los recursos disponibles, más allá de lo mero policial: sistemas de inteligencia, nuevas tecnologías, sofisticados recursos armamentísticos y presión de gobiernos y entes multilaterales que mantienen activas políticas a favor de los derechos humanos.

Ese conglomerado militar e institucional en crecimiento no tiene entre sus metas invadir el territorio venezolano. No necesita someter a sus soldados a los riesgos inherentes a cualquier confrontación terrestre o en concentraciones urbanas, por muy superiores que sean las unidades armadas estadounidenses, francesas, inglesas o canadienses, a las maltrechas y hambrientas fuerzas armadas venezolanas.

El vocero militar de la narcodictadura, Padrino López, ha sostenido que la movilización militar multinacional es desproporcionada para combatir a los cárteles. El meollo de la cuestión es que el Cártel de los Soles dispone de los recursos militares del Estado venezolano. Dispone, además, de contingentes del Ejército de Liberación Nacional de Colombia -ELN-, de grupos paramilitares, de unidades clandestinas de Hezbolá y de bandas de delincuentes con un poderío armamentístico que los califica como estructuras de altísima peligrosidad.

¿Qué tareas realiza y realizará la fuerza militar multinacional? La primera, ya lograda: diseminar el pánico y la incertidumbre agobiante en los jefes del gobierno/Cártel de los Soles; estimular en la dictadura decisiones nerviosas, absurdas y sin propósito; aumentar la calidad y cantidad de fracturas dentro de las fuerzas armadas; poner en evidencia el nivel de incompetencia de la alta jerarquía militar y la situación de corrupción y podredumbre presente en todas las unidades de las fuerzas armadas; impedir las operaciones de llegada de cargamentos de droga -cocaína, heroína y fentanilo, principalmente-  a territorio venezolano y el subsiguiente envío al Caribe, México, Estados Unidos y Europa; destrucción de pistas aéreas clandestinas que utilizan los narcovuelos; destrucción de laboratorios de procesamiento de cocaína; destrucción de almacenes que contienen equipos y sustancias para producir cocaína; destrucción de depósitos de armas y guaridas de narcoguerrilleros; captura de delincuentes responsables de delitos de narcotráfico; captura de fugitivos.

Por Miguel Henrique Otero

Se ha llegado al extremo de comparar el Tren de Aragua con una enorme corporación privada y transnacional. De acuerdo con ese modelo, se trataría de una estructura jerárquica, con una cúpula o alta dirección que planifica, ordena y controla las filiales de una red distribuida en Estados Unidos, México, Panamá, Colombia, Ecuador, Perú, Chile y otros países. El que se haya elegido el modelo corporativo de la gran empresa no es producto de la pura arbitrariedad: responde a la necesidad de encontrar un modo de comprender o interpretar un fenómeno inédito o casi inédito en América Latina, que es el de la migración masiva de delincuentes en un período relativamente corto de tiempo: entre 7 y 8 años, aproximadamente.

En la historia del Tren de Aragua, de acuerdo con el documentado libro de la periodista Ronna Rísquez, tres peligrosos  y experimentados delincuentes -Yohan Romero López, alias Johan Petrica; Héctor Guerrero Flores, alias El Niño Guerrero; y Larry Amaury Acuña, alias Larry Changa- serían “los 3 papás” del Tren de Aragua. Por debajo de estos, habría pranes y jefes de bandas, así como representantes en Chile y Colombia. Sin embargo, esta banda de tentáculos, alianzas y crímenes muy sonoros, a pesar de su considerable tamaño, está lejos, al menos hasta ahora, de la estructura disciplinada e interconectada de la que hablan ciertos analistas y políticos. Es un pulpo grande o muy grande, que no tiene la envergadura, por ejemplo, que tuvo en su momento el Cartel de Cali o el Cartel de Medellín. 

El Tren de Aragua -nombre peculiar-, banda organizada que había adquirido fama en Venezuela, y que nació como distorsión de una actividad sindical, tenía su centro de mando en el penal de Tocorón. 

Sacó provecho del proceso de migración forzosa que se intensificó a partir de 2016. En la marcha terrible y forzada de casi 8 millones de venezolanos, varios centenares de delincuentes -he leído una estimación que sugiere que sumarían entre 2.000 y 3.000 aproximadamente- cruzaron las fronteras venezolanas y se establecieron en otros países. A medida que la cantidad de migrantes venezolanos se incrementaba y diseminaba, el número de delincuentes también se dispersó en el continente.

Algunos de esos delincuentes viajaron en grupo, acompañados de sus socios de canalladas. Otros lo hicieron con familia o solos, escapando de la precariedad y en búsqueda de oportunidades. Puede parecer irónico, pero no lo es: buscaban nuevos campos, más jugosos, en los que cometer sus delitos. En un reportaje emitido por un informativo de la televisión peruana, una reportera entrevista a la madre de un delincuente venezolano capturado in fraganti durante el atraco a una joyería en Lima en mayo de 2022. Días después la madre va a las puertas del lugar donde el atracador está detenido, pero no le permiten ingresar ni hablar con él. Insiste durante varias mañanas consecutivas. Hasta que un día se presenta con un cartel que dice “quiero a mi hijo vivo”. El mensaje capta la atención de la reportera, que la entrevista. Entonces le pregunta cómo es posible que su hijo haya “venido de tan lejos a robar”, a lo que la señora responde, con simpleza sobrecogedora, “es que allá no hay nada que robar”. 

Pasó, por una parte, que cuando los delincuentes venezolanos comenzaron a actuar en distintas ciudades del continente, cometieron acciones de extrema violencia: rápidamente se posicionaron en el interés de la opinión pública. Hubo delitos, por ejemplo, en Bogotá y Quito, que sí fueron cometidos por migrantes que habían pertenecido al Tren de Aragua. No tardó “el Tren de Aragua” en convertirse en una etiqueta, etiqueta cada vez más repetida, un comodín de uso pegajoso, en el que confluyen realidad y fantasía. 

Pero, increíblemente -y esta es una historia que merece ser investigada, analizada y escrita por un equipo multidisciplinar- el uso de la categoría Tren de Aragua se extendió de forma tan poderosa e indiscriminada que fue adoptada por autoridades, investigadores y gobiernos, sin considerar dos hechos sustantivos: el primero, la historia específica y las realidades concretas del Tren de Aragua, que ya he mencionado; la segunda, la aparición en los últimos años de centenares de pequeñas y medianas bandas en todas las regiones del país y no relacionadas entre sí, muchas de ellas dedicadas al narcotráfico, que formaron parte de la huida del territorio venezolano. Quiero decir: entre los criminales que salieron del país los había pertenecientes o relacionados con el Tren de Aragua y los que no. 

Es en ese marco de cosas cuando el régimen de Maduro comenzó a liberar delincuentes comunes incitándoles a salir de Venezuela, para así bajar los índices delictivos, aliviar el congestionamiento carcelario y crearle problemas a otros países -especialmente a Estados Unidos-, y una vez que se ha conocido que hay funcionarios de la dictadura de Maduro que tienen vínculos con líderes de la banda, la marca Tren de Aragua -porque es como una marca de lo negativo- ha crecido todavía más, se ha hinchado, ha adquirido proporciones en las que la realidad se confunde con la fantasía.

Lo que está ocurriendo es una consecuencia inevitable: Trump y su gobierno detienen a centenares de emigrados venezolanos y los envían a una cárcel en El Salvador. En el procedimiento hay delincuentes y hay inocentes, que ni tienen relación con la banda ni han cometido delitos. Es probable, muy probable, que haya quienes no disponían de los documentos necesarios para permanecer en territorio estadounidense. Eso no significa que pertenezcan al Tren de Aragua ni que esté justificado el modo en que han sido deportados. La actuación del gobierno de Estados Unidos es doblemente peligrosa: arrastra a inocentes a una prisión en El Salvador y añade un estigma a la reputación de los venezolanos que tuvieron que salir de su país en contra de su voluntad porque sus vidas estaban en peligro o la sobrevivencia se había tornado insostenible. ¿Acaso eso los convierte en criminales? 

Por Miguel Henrique Otero

Antes de entrar a considerar si la decisión del presidente Donald Trump de suspender de modo indefinido los permisos contenidos en la Licencia 41 es positiva o negativa para la sociedad venezolana, estoy obligado a insistir en dos aspectos que, en el debate corriente sobre estas cuestiones, no se mencionan.

El primer asunto, sin duda ineludible, es la absoluta falta de transparencia de la dictadura de Maduro. Como he repetido una y otra vez, el nuestro es un país sin cifras. No hay modo de saber cuánto petróleo y derivados se producen; cuáles son los precios de venta y los descuentos que hacen a los amigos del régimen en otros países; cómo son los contratos firmados con los compradores -intermediarios, gobiernos o empresas refinadoras-, y cuáles son los mecanismos de control establecidos; tampoco es posible saber cuánto del petróleo que se produce está destinado a pagar deudas -es decir, qué corresponde a petróleo que fue pagado por adelantado a precios irrisorios-; ni mucho menos, la cuantía de los ingresos que obtiene Pdvsa y otros entes estatales por todos estos negociados que hacen.

Esa opacidad es un lineamiento que está en el núcleo del régimen. Con el paso del tiempo ha ocurrido que cada vez son menos los funcionarios que conocen las realidades financieras del Estado venezolano. Seis o siete funcionarios en Petróleos de Venezuela, tres o cuatro en el Banco Central, dos o tres en el Ministerio del Poder Popular de Economía y Finanzas, y no mucho más. Algunos de estos funcionarios han sido amenazados. Están obligados a mantener en secreto información que tiene un carácter público y es de interés colectivo. Si alguno de ellos intentase viajar, por ejemplo, las alarmas se encenderían de inmediato. Están obligados a permanecer en el país, ellos y sus familias. Porque ese pequeño grupo de hombres y mujeres tienen la información que permitiría estimar con alguna proximidad el monto de lo robado, el tamaño de la corrupción.

La otra cuestión, que parece estar casi por completo fuera del radar de la opinión pública, es el costo financiero, operativo y reputacional que tienen para las empresas contratistas estos vaivenes que consisten en que un día de noviembre de 2022 se les haya autorizado a operar en Venezuela y 28 meses después se les prohíba, como si la actividad de producción petrolera fuese como un campamento scout que instala y desinstala de un momento para otro. Solo quienes trabajan o han trabajado en campos petroleros entienden la complejidad, los riesgos, los costos y las consecuencias -incluso para los pozos- de parar de repente las labores extractivas. ¿Se ha preguntado alguien por el número de desempleados venezolanos que producirá la súbita cancelación de la Licencia 41 en las próximas semanas?

Para intervenir en el debate de si la medida de Trump es beneficiosa o lesiva para los venezolanos, hay que preguntarse qué pasó con la vida cotidiana de las familias venezolanas entre noviembre de 2022 -fecha en que el gobierno de Joe Biden anunció la Licencia 41- y febrero de 2025, cuando el nuevo gobierno de Estados Unidos declaró su intención de cancelar de inmediato el permiso.

Las estimaciones de expertos sostienen que las ventas produjeron entre 14.000 y 15.000 millones de dólares. ¿Qué destino tuvo ese enorme volumen de dinero?

Por ejemplo: ¿sirvió para reactivar el funcionamiento del aparato productivo y estimular la creación de empleo? ¿Para aumentar el salario mínimo y aumentar los ingresos de los millones de empleados públicos que hay en Venezuela? ¿Incrementaron el monto mensual que reciben los pensionados para sacarlos del foso en que se encuentran hundidos? ¿Organizaron un gran programa de dotación de los hospitales y centros de atención primaria en todo el territorio nacional? ¿Iniciaron un proyecto para mejorar el estado de las infraestructuras escolares en todo el país? ¿Hubo inversiones en las redes de agua potable o en las redes de suministro eléctrico, especialmente en aquellos estados en los que las fallas son constantes y abrumadoras? ¿Se ejecutó una acción para subsidiar el costo de algunos alimentos básicos, de modo de reducir con acciones concretas los indicadores de la desnutrición en todo el territorio?

¿En alguna parte del país hubo algún avance, alguna disminución de las penalidades del diario vivir? No. No hubo. Esto es lo esencial que hay que debatir: que el ingreso de una cifra de entre 14.000 y 15.000 millones de dólares no significa nada para la sociedad venezolana.

Quien siga la circulación de las notas de prensa que emiten las diversas instancias de la dictadura, y quien converse con funcionarios de ministerios, gobernaciones, alcaldías y empresas del Estado, puede hacerse una idea del uso que se dio a una parte significativa de ese dinero. Los años 2023 y 2024 fueron de adquirir vehículos, sistemas de vigilancia, bonos para directivos de las entidades, fiestas en apoyo al dictador, propaganda, camisas y gorras rojas, adquisición de armas y equipos antidisturbios, cámaras y equipos de telecomunicaciones, viajes, ayudas para los enchufados y otros gastos afines.

Las historias que escucho del nivel de vida grotesco y exhibicionista de la oligarquía madurista, no tienen antecedentes ni en Venezuela ni en América Latina. Las escenas de enormes casas donde se celebran fiestas que se prolongan por dos o tres días, a las que asisten los capitostes del régimen y decenas de señoritas contratadas para amenizar las mismas, guardan parte de la respuesta a la pregunta del destino de los ingresos petroleros. Muestran cómo la corrupción y el despilfarro están en la mentalidad que predomina en la dictadura sobre cómo usar los recursos de la nación. Y ratifican, tal como se ha dicho, que autorizaciones como la Licencia 41 solo contribuyeron a fortalecer a la dictadura y a su estructura represiva.

Por Miguel Henrique Otero

Mientras dentro y fuera de Venezuela están en curso una serie de iniciativas políticas y diplomáticas -que incluyen a los gobiernos de varios países: Brasil, Colombia, México, Estados Unidos, España y otros-, que tienen como propósito que Nicolás Maduro reconozca el triunfo electoral de Edmundo González Urrutia; mientras cada vez resultan más rotundas las evidencias de que Maduro perdió y que la victoria de González Urrutia fue abrumadora (como acaba de suscribir el Centro Carter); mientras hay personas analizando y debatiendo cómo podría adelantarse el proceso de transición política en Venezuela, proceso que no solo será singularísimo sino de inédita complejidad; mientras, insisto, la buena voluntad de los demócratas venezolanos y de otros países está concentrada en los preparativos y acuerdos posibles en el camino hacia el 10 de enero de 2025, fecha en que debería ocurrir la entrega del mando al presidente electo González Urrutia; de forma simultánea, en los mismos días y horas, el régimen anuncia una iniciativa cuyo objetivo es la destrucción del sistema electoral venezolano.

Han anunciado que se proponen matar con una ley el único recurso con que los demócratas venezolanos contamos para hacer posible que las cosas cambien en el país. Según ese proyecto, de aquí en adelante, Maduro y sus secuaces se atribuirán la potestad de elegir a los candidatos que podrían participar en los procesos electorales, para cualquier cargo de representación política: concejales, alcaldes, gobernadores, parlamentarios y presidente de la República.

No solo escogerán a sus propios candidatos, sino que decidirán quiénes pueden o no ser candidatos de la oposición. Esta ley convertiría el veto, el mismo veto injustificado, absurdo, ilegal e ilegítimo con que impidieron a Corina Yoris Villasana ser candidata presidencial, en ley. A la académica Yoris, que no ha hecho otra cosa en su vida que estudiar, investigar y ejercer la docencia, se le impidió ejercer sus derechos políticos, solo porque en el criterio del régimen podría resultar una candidata popular y de eficaz proyección.

Si tal adefesio se aprueba y el régimen se niega a entregar el poder el 10 de enero, el escenario de todos los procesos electorales posteriores a esa fecha, comenzando por las elecciones regionales de 2025, serán torneos electorales entre candidatos del PSUV y candidatos alacranes. En otras palabras, ellos contra ellos mismos. Equivalente a una elección interna del partido de gobierno. No habría candidatos de la oposición democrática. No se permitiría la participación de nadie que no sea miembro nato del régimen, aliado abierto o solapado, enchufado, testaferro o socio de sus innumerables explotaciones y negocios.

Para consumar esa siniestra meta han dado un primer paso: llamar a un diálogo para debatir el asunto, que no es diálogo, sino una descarada escenificación, donde el pequeño e impotente rebaño de los alacranes escuchará la decisión de reformar las leyes electorales, y la elogiará y aplaudirá, porque de eso trata su contrato: en contribuir a la simulación de que la dictadura consulta y escucha a la sociedad. Para eso les han pagado y les continuarán pagando.

Dice la noticia: se trata de impedir que los fascistas puedan ser candidatos en las elecciones. Esto, en un país donde el fascismo no ha existido nunca, ni mucho menos ha tenido expresión en alguna organización, partido político, movimiento social, tertulia o vocero. Simplemente no ha existido. Han desempolvado un anacronismo, una etiqueta sonora, desdeñable, genérica e incierta, con la que estigmatizar a los opositores. Una etiqueta para señalar a cualquiera sin justificación alguna.

Porque de eso se trata, además: se intenta aprobar una ley que, contrariando, vulnerando enunciados esenciales de la Constitución, no solo vetaría, sino que también estigmatizaría. Se pretende, una vez más, institucionalizar la estigmatización de los demócratas. ¿O es que la Ley contra el Fascismo no es, en esencia, un instrumento de estigmatización y castigo, de falacia e infamia, que permite secuestrar, apresar y encerrar por años a los promotores de las libertades?

Quieren una ley que le permita al régimen fascistoide, creado por Chávez y Maduro, ejecutar las mismas prácticas violentas y estigmatizantes que realizaban las milicias de los camisas pardas de Benito Mussolini o los paramilitares miembros de los “escuadrones de protección” (las Schutzstaffel), en contra de quienes se les oponían en la Italia fascista y la Alemania nazi. Se proponen dar continuidad a los modos de los promotores del Estado Legionario de Rumanía o de los militantes del Partido de la Cruz Flechada (que tiene en su expediente el haber asesinado a casi 50.000 judíos en escenas salvajes de persecución, y de haber entregado a la industria de aniquilación de Hitler a más de 80.000 judíos más).

¿Hay relación entre las prácticas políticas y sociales del fascismo europeo (décadas del veinte al cincuenta del siglo XX) con los métodos de Chávez y Maduro? Crear milicias armadas y protegidas por el Estado; marcar las viviendas de los opositores; elaborar listas para perseguir y excluir; aprobar leyes para impedir la posibilidad de cambio en el poder; despojar a la gente de sus derechos ciudadanos y políticos; distorsionar el uso de la lengua, de modo que ella se convierta en un arma de violencia política y terror: justo lo que hace el régimen de Maduro, cuando le grita fascista a un demócrata, sin que haya justificación alguna para ello, semejante a lo que hacían los fascismos europeos del siglo XX.

Por Miguel Henrique Otero

Quiero comenzar este artículo volviendo a cómo estaban las cosas para la oposición democrática venezolana hacia finales de 2022. Recuerdo con nitidez haber leído los informes de cuatro o cinco encuestas, que coincidían en la fuerte asociación que había en ese momento, entre desesperanza y oposición democrática. El pensamiento de “no hay nada que hacer ante la dictadura” predominaba entre quienes aspiraban a un cambio. De hecho, el régimen sentía que tenía el campo despejado, sin amenaza alguna para su continuidad.

Pero a partir de enero de 2023, una vez que el debate sobre la elección presidencial de 2024 se fijó en el horizonte, las expectativas comenzaron a cambiar de modo paulatino, a pesar del poderoso golpe al ánimo de los demócratas que significó el inicio del exilio de Juan Guaidó Márquez, en abril de 2023. Fue entonces cuando la tesis de las elecciones primarias, que tenía más de dos años en debate (a pesar de los empeños de algunos por imponer la tesis del candidato de consenso), adquirió forma creciente, hasta que la misma se realizó, con éxito sorpresivo para todos, el 22 de octubre, con el resultado que ya conocemos: María Corina Machado no sólo arrasó con el resto de los candidatos, también con las trampas en forma de candidaturas alacranes y con los que aspiraban a ser ungidos como candidatos por consenso.

Tengo que recordar que el régimen hizo uso del más diverso arsenal, ilegal y arbitrario, para impedir las primarias. Disfrazó a maduristas como opositores; eliminó partidos de la contienda; inhabilitó el uso de ciertas tarjetas; ejecutó un plan de amedrentamiento y chantaje dirigido a los miembros de las juntas regionales del Consejo Nacional Electoral y también a los responsables regionales de las primarias. De hecho, lograron que algunas de estas personas renunciaran a los compromisos que habían adquirido. Simultáneamente, se desató una campaña de desinformación y de persecución de dirigentes. Cuando se revisan los archivos hemerográficos, previos al 22 de octubre, las sorpresas abundan. Por ejemplo, aparecen las declaraciones de los alacranes pronunciándose a favor de un plan B, es decir, abandonar la ruta de las primarias y designar un posible candidato unitario, desde la cúpula de los partidos. El objetivo era evitar la movilización electoral de los ciudadanos opositores.

Lo que ocurrió después del 22 de octubre es conocido, aunque tendemos a olvidarlo. Alrededor de marzo de 2024, el régimen entendió que la derrota era el escenario más probable, y eso hizo patente su desesperación. Encendieron la máquina de fabricar expedientes, denunciaron conspiraciones, eliminaron tarjetas y hasta impidieron que la profesora Corina Yoris fuese candidata presidencial. Así se llegó a Edmundo González Urrutia como el candidato-solución. En un ambiente de enormes complejidades y dificultades reales para votar, bajo amenazas y con el Consejo Nacional Electoral absolutamente tomado por representantes de Maduro, la voluntad popular resultó abrumadora e inequívoca: entre 7 y 8 de cada 10 electores votaron a favor de Edmundo González Urrutia.

Cuando Elvis Amoroso declaró ganador a Maduro, contrariando todas las evidencias que lo desmentían, sin sustentar sus afirmaciones con el fundamento de las actas, presentando unas cifras absurdas y chuscas, cometió el más descarado y flagrante delito electoral del que haya noticia. Se declaró ganador ante la mayoría de los ciudadanos venezolanos, y también ante la comunidad internacional, que siguió el proceso electoral minuto a minuto, a través de los más diversos mecanismos de seguimiento.

Y así hemos llegado hasta aquí, con un régimen cada vez más aislado; con un presidente electo y legítimo en el exilio; y con un activismo político-diplomático en curso, según el cual, en este período -posterior al 28 de julio de 2024 y anterior al 10 de enero de 2025- estaría en proceso una negociación para que Maduro entregue el poder en términos pacíficos, a cambio de impunidad e inmunidad para él y su familia, de modo que González Urrutia asuma la Presidencia de la República a partir de esa fecha. A ese objetivo están dirigidos esfuerzos múltiples, coordinados o no, que incluyen también iniciativas de carácter legal.

Si esa múltiple presión sobre el usurpador Maduro y sobre la dictadura que encabeza producirá o no el resultado que se espera de ella, es ahora mismo el principal asunto que ocupa a los expertos analistas, a los políticos de oficio, a los organismos de inteligencia de numerosos países y también a las empresas que harían inversiones en Venezuela, si se produce el cambio político ordenado por los votantes el 28 de julio.

Sin embargo, hay una pregunta que no puede eludirse: ¿Y si Maduro ya decidió que no entregará el poder como anuncian varios de sus voceros? ¿Y si Maduro ha escogido ya la vía de la violencia total sobre la sociedad venezolana? ¿Y si su objetivo es mantenerse en el poder, a pesar de que su condición de usurpador es inocultable?

Pregunto: Y si Maduro insistiera en desconocer los resultados electorales, con lo cual cerraría la posibilidad de producir un cambio por la vía electoral, ¿a qué destino se empujaría a la sociedad venezolana? ¿Es que Maduro quiere promover la violencia para justificar las más brutales prácticas de represión y tortura? ¿Acaso se propone que, tras la voluntad de cambio expresada el 28 de julio, la sociedad se someta a su fraude en silencio y sin mover un dedo, imponiendo un estado de violencia total e ilimitada?

Cuando hablo del último capítulo del fraude electoral, el lector de este artículo y, por supuesto, el elector de las próximas elecciones presidenciales, entiende a qué me refiero: al fraude electoral que tiene años organizándose y produciéndose, cuyo último capítulo, en el guion del régimen, consiste en la pretensión de declarar a Maduro ganador la noche del 28 de julio.

Hay algo en esa pretensión, que no ha sido considerado en su magnitud política y humana: el estado de ánimo de los sectores chavistas y maduristas de la sociedad, que dicen apoyar al régimen pero saben que Maduro perderá las elecciones. De los reportes que recibo desde diversas comunidades del país, me atrevo a ofrecer una conclusión: ya no se engañan. En las estructuras de base del PSUV y sus organismos acólitos saben que la derrota es inminente. Lo perciben. Hablan de ello. Desde comienzos de marzo las energías de la simulación se han ido diluyendo. Los gritones de franela roja han ido enmudeciendo.

Esas personas que se presentan como maduristas, hoy son una minoría. Viven en comunidades en las que ya nadie oculta su rechazo a Maduro. Escuchan, en silencio, la presencia cotidiana, vecinal y hasta ruidosa del apoyo popular a Edmundo González Urrutia y a María Corina Machado. Esos venezolanos, vigilados y asediados por redes de control social -colectivos, milicianos, simples sapos- saben que van a perder. Y en muchos casos confiesan a su entorno más inmediato: perder es lo mejor que puede pasar. Saben que Venezuela no aguanta más. Y cada vez creen menos en los fantasmas que el régimen azuza: no solo no habrá persecución política sino que el funcionamiento de los programas sociales tendrá una sustantiva mejoría.

Hago este comentario como preámbulo a una doble hipótesis. Una: el ambiente a favor del cambio político en el país es de tal intensidad y magnitud que ha comenzado a contagiar a las bases chavistas. Todos los días aumenta el número de los que, con camisa roja y sin alharaca, votarán a favor de la oposición democrática. Dos: también son cada vez más numerosos los que se opondrán a la intentona de fraude, gente a la que resultaría intolerable que el régimen intentase realizar un arrebatón e imponer el fraude por la fuerza: militarizando las calles, reprimiendo, haciendo uso de las diversas y enormes fuerzas a su disposición.

Hay que recordarlo: la práctica del fraude es sistémica en el Consejo Nacional Electoral venezolano. En sí mismo, el CNE es un organismo fraudulento, secuestrado por el régimen. No es autónomo ni equilibrado. Es uno de los brazos operativos de Maduro y el PSUV. Podrían escribirse volúmenes enteros con la sucesión de decisiones descaradas, como por ejemplo, la eliminación de tarjetas de los partidos políticos de la oposición democrática, la invención de votantes y votos que no se han producido o, lo que pertenece al reino de lo insólito, la realización de eventos electorales como la fracasada consulta sobre el Esequibo, de la que nunca fueron presentados resultados!!!

En realidad, el Consejo Nacional Electoral de hoy es un ente especializado en urdir trampas y violar los derechos constitucionales. Ha hecho los arreglos para que, de un universo aproximado de 25 millones de ciudadanos con derecho a votar -insisto, según lo establecido en la Constitución Nacional-, cerca de 7,5 millones no puedan hacerlo. Eso es nada menos que 30% de los electores.

¿Quiénes son esos electores a los que se les despoja del más esencial de los derechos democráticos, del modo más descarado? Por una parte, estamos los más de 5 millones de venezolanos mayores de edad que vivimos fuera del país; por la otra, los 2,5 millones de nuevos votantes a los que se les ha negado el derecho a inscribirse, sembrando de obstáculos e imposibilidades la ruta de acceso al Registro Electoral Permanente. Una simple proyección de las más recientes encuestas sugiere que, de los 7,5 millones de electores, 7,2 millones votarían a favor del candidato de la oposición democrática.

A todo esto hay que añadir las dificultades que se producirán el día de votar. Han establecido mesas en lugares remotos, deliberadamente inaccesibles, adonde deberán dirigirse miles de electores. Han cambiado las direcciones de los votantes, sin justificación alguna, para obligarlos a viajar -trasladarse cientos de kilómetros, en algunos casos a lugares peligrosos- para cumplir con el deseo de ejercer el voto.

Pero estas son solo algunas de las dificultades planteadas, a las que muchos dirigentes opositores y periodistas se han referido ampliamente. Uno de los objetivos, central en la estrategia del gobierno, es lograr que el mayor número de mesas no cuente con testigos representantes de la oposición democrática. Así, al momento del cierre, los agentes gubernamentales podrán fabricar votos a favor de Maduro, provenientes de todos los que no puedan asistir a ejercer su derecho. El sufragio de los que estamos inscritos en el REP y vivimos fuera del país bien podría terminar como parte del caudal de votos por el candidato del PSUV.

Sin embargo, esto no ocurrirá, porque no habrá mesa de votación en el país sin la presencia de testigos de la oposición democrática. A esta hora, la mayor dificultad está del lado de Maduro: no tienen los testigos suficientes. Hay un deslave, un rompimiento del compromiso de los militantes con el PSUV. En Lara, y mi fuente es directa, esta semana han estado reclutando a testigos con la promesa de un pago de 200 dólares. Pero como la experiencia con esas transacciones es que o no les pagan o les pagan solo una parte de lo acordado, los posibles testigos están exigiendo el pago adelantado.

¿Y qué ocurre del lado de la candidatura de González Urrutia? Esto: en un mitin, al que asisten 90% o más de los adultos del lugar, a la pregunta de María Corina Machado sobre la disposición a cuidar los votos, la respuesta es unánime. Un sí rotundo. Lo comenté la semana pasada y lo reitero aquí: no podrán ultimar el fraude. Serán cientos de miles de electores los que estarán activos para impedirlo.

Por Miguel Henrique Otero

Escucho a Maduro vociferar en contra de Deutsche Welle en Español -la televisión pública de la nación alemana- y es inevitable experimentar una inmediata sensación de vergüenza. Avergüenza que, desde el más alto eslabón del poder, el titular de ese poder sea capaz de decir, con la boca inflada de aire, que DW en Español es un “canal nazi”.

Avergüenza la envergadura del anacronismo. El talante bárbaro con que se grita. Avergüenza su falsedad ramplona. Avergüenza la falta de escrúpulos con que Maduro exhibe su crasa ignorancia. El hombre que controla todo el régimen que Chávez le entregó, diez años después de continuo, ilegal e ilegítimo usufructo del mismo, rodeado de toda clase de recursos, todavía no es capaz de articular un discurso que apele a hechos históricos, que no esté plagado de falsedades e imprecisiones.

Han transcurrido 25 años desde que fue diputado a la Asamblea Constituyente de 1999, ha detentado una seguidilla de cargos públicos, pero Maduro sigue siendo, en lo esencial, el mismo manganzón que llegaba a la sede del parlamento con una revista hípica doblada en el bolsillo trasero del pantalón, su lectura predilecta en las horas en que se discutía el contenido de la Constitución que se aprobaría en diciembre de ese año.

Un insulto es una medida de quien lo emite. Una suerte de radiografía de las capacidades de la mente. Es famoso el intercambio de tarjetas entre George Bernard Shaw y Winston Churchill. Dos inteligencias que se odiaban. Un día el dramaturgo envió una tarjeta de invitación al político y le escribió: Te envío dos invitaciones, para que traigas a un amigo (si es que tienes). De vuelta recibió esta respuesta: No podré asistir la noche de tu estreno, pero iré a la segunda función (si es que hay).

Pero estas son sutilezas que ni siquiera debería citar en este artículo, porque en Maduro la dimensión de lo sutil no existe. No lo afirmo yo, lo demuestra él de forma abrupta y tajante, cuando expele su precaria difamación, “canal nazi”, que es, ni más ni menos, el único y estrecho canal por el que circula su pensamiento: el de la violencia. El mismo ducto subterráneo por donde van y vienen órdenes como detener, secuestrar, torturar, cerrar medios de comunicación, amenazar. El precario ducto mental de un dictador con una revista hípica en el pantalón.

Cuando el poderoso dice en 2024 que Deutsche Welle en Español es “nazi”, ¿qué está ocurriendo en la cabeza del tiranuelo que se ha desgañitado en semejante afirmación? ¿Quiere mostrarse ingenioso, presumir de una astucia argumental ante los otros miembros de la élite del régimen, los Cabello, los Padrino López, los Hernández Dala y demás hombres cultos de la dictadura? ¿Quiere estigmatizar a un medio de comunicación, que es modelo en Europa por sus prácticas profesionales como institución de Estado? ¿Quiere colgarle una apurada etiqueta para justificar, otra vez el bloqueo de la señal, como ya ocurrió en 2019? ¿O acaso Maduro está aterrorizado, asustado por el tsunami que está a punto de levantarse en su contra, una vez que no le ha quedado más remedio que convocar a las elecciones? Si me permiten la imagen, ¿es que estamos ante el berrinche de un dictadorzuelo, embadurnado del ocre y hediondo amarillo de su miedo?

Hay que recordar que la Deutsch Welle fue fundada en mayo de 1953: justo 8 años después de la capitulación del Alto Mando militar alemán y del suicidio de Hitler. En su acta fundacional quedó establecido el que ha sido su sello ininterrumpido de estas siete décadas: su plena autonomía ante la sucesión de gobiernos. Pocos conglomerados de medios del Estado pueden exhibir una trayectoria semejante, dentro o fuera de Europa. A su lado, la RTVE de hoy, no es más que un pasquín al servicio del sanchismo.

Pero vayamos al programa que desató la iracundia madurista. Se llama Cómo te afecta, y es conducido por un joven periodista venezolano, Ernesto Andrés Fuenmayor. Se trata de 26 minutos construidos con rítmica agilidad, despliegue de fuentes y testimonios, cuyos temas se refieren a problemáticas de América Latina. Esto que acabo de escribir muy probablemente apenas sugiera el innovador poderío del programa. Y es que lo que hace tan peculiar esos 26 minutos es que Fuenmayor, en cada entrega, se propone responder a la pregunta de cómo afectan de modo directo, cotidiano y real, las extendidas problemáticas de América Latina: la desigualdad, la pobreza, la debacle de la calidad de la educación, el aumento de los alquileres y otros. En su programa los que hablan son las víctimas de esas realidades, por una parte, y especialistas independientes, por la otra. Luego, cada edición de “Cómo te afecta” tiene un colofón, en el que su conductor esboza soluciones.

La entrega que revolvió a Maduro, Cabello, Padrino López, demás socios y a los recaderos de Conatel se tituló “Cómo los corruptos te roban lo tuyo”. Denuncia lo que los ciudadanos conocen y padecen: que el venezolano es un gobierno mafioso, pero también los de México, Nicaragua, Brasil y otros. Invito al lector a repasar los 26 minutos y desmentir una, solo una de las afirmaciones que allí se hacen.

Sin embargo, dado que Maduro ha puesto sobre la mesa la cuestión de un “canal nazi”, cabría preguntarse, ¿qué hay en Venezuela más parecido al sistema de medios del Tercer Reich -que incluía diarios, revistas, libros, carteles, conferencias, mítines, emisoras de radio y hasta la producción cinematográfica, todos al unísono dedicados a propagar el pensamiento único de Hitler y su incesante discurso de odio? ¿Qué hay en Venezuela más parecido a una actividad mediática de difamación, degradación, ruindad y desinformación? ¿En qué lugar del espacio público venezolano hay una versión barata y procaz de Goebbels, titubeante de pocas palabras, proclamador semanal del odio a todos, cuya visión de la sociedad no es más que un mundo constituido solo por cómplices y enemigos? ¿Acaso el “canal nazi” del que habla Maduro puede ser otro que Venezolana de Televisión y su indiscutido tutor, Diosdado Cabello?

Por Miguel Henrique Otero en El Nacional

16 años de prisión. El régimen ha dictado 16 años de prisión para los ciudadanos Gabriel Blanco, Néstor Astudillo, Reynaldo Cortés, Alcides Bracho, Alonso Meléndez y Emilio Negrín. 16 años de prisión por hacer uso de derechos consagrados en la Constitución Nacional vigente. 16 años de prisión por oponerse a las decisiones gubernamentales dirigidas a menoscabar los beneficios salariales y laborales de los trabajadores públicos venezolanos. 16 años de prisión por denunciar el empobrecimiento creciente. 16 años por exigir aumentos salariales. 16 años por decir que no es posible continuar trabajando en las condiciones actuales. 16 años de prisión por hablar con sus colegas trabajadores –a los que representan–, por reunirse, por resistirse, por no aceptar el robo, abierto y descarado, de beneficios que constituyen sus derechos.

¿Y quiénes son Blanco, Astudillo, Cortés, Bracho, Meléndez y Negrín? Repetiré lo más obvio: simples ciudadanos venezolanos. Dirigentes sindicales. Alguno, defensor de derechos humanos. Varios de ellos, vinculados a la organización política Bandera Roja. Uno de ellos, Negrín, nada menos que presidente de la Federación de Trabajadores Tribunalicios. Muy probablemente, uno o más, han sido simpatizantes o afectos al régimen, trabajadores que creyeron que Hugo Chávez Frías, en efecto, tenía un compromiso con los pobres, o que Nicolás Maduro, “el presidente obrero”, fomentaría alguna forma de bienestar, respetaría las conquistas esenciales como el derecho a organizarse, a defenderse y a plantear, en el ámbito público, sus reivindicaciones.

16 años de prisión. ¿Y de qué delitos han sido acusados estos dirigentes sociales, para justificar una sentencia tan brutal, perversa y fuera de toda proporción? Los acusan de unos delitos enunciados con fórmulas genéricas: conspiración, el primero, y asociación para delinquir, el segundo, que son los señalamientos frecuentes –no los únicos–, destinados a borrar, a erradicar, a disolver el derecho a la protesta en Venezuela. Se trata de una acción, ejercicio evidente de una dictadura capaz de ejercer formas de violencia ilimitada, que no está asociada a ningún hecho, sino al propósito único de establecer un ejemplo, de dar una lección al universo de los trabajadores públicos, dejar bien claro, fijado en cada mente, que protestar, sea cual sea la razón, será castigada con este castigo feroz, despiadado e insensato: 16 años de prisión. De lo que se trata es de destruir, sin parpadeos, el precepto de libertad sindical. Conducir a los trabajadores, como el resto de los ciudadanos de Venezuela, a un estatuto de indefensión plena. De indefensión absoluta.

16 años de prisión: ¿Y cuáles han sido las pruebas, en las que se ha basado la jueza Grendy Alejandra Duque Carvajal, a cargo del Tribunal Segundo con Competencia en Terrorismo, para dictar esta sentencia monstruo? Ninguna. Ninguna prueba y 16 años de prisión. Peor: 16 años de cárcel, basado en una acusación cuyo protagonista no se presentó en el tribunal. 16 años por una acusación sin fundamentos, sin hechos probatorios, sin sustancia alguna. Sentencia de 16 años de cárcel, a partir del supuesto informe de un “patriota cooperante” desconocido, un sujeto al que nunca lograron localizar. Es decir, un testigo desaparecido, volatilizado, sin rostro, sin voz, sin palabras. ¿Un testigo? ¿Es eso un testigo? ¿Alguien que no testifica?

Y, hay que insistir en esto: la sentencia de 16 años de prisión en contra de Blanco, Astudillo, Cortés, Bracho, Meléndez y Negrín, no los alcanza solo a ellos: se proyecta sobre cada uno de nosotros, de forma inequívoca. Se alza sobre nuestras vidas como una amenaza cierta, próxima, inminente.

Como sabemos, el derecho a la protesta está garantizado por el artículo 68 de la Constitución Nacional, con el solo requisito de que las mismas sean pacíficas y sin armas. Nada más. Si esto es así, ¿cómo se explica, en la más elemental lógica jurídica y de los hechos, que estos 6 venezolanos hayan sido “enjuiciados” por un tribunal dedicado al terrorismo (en un país donde el único terrorismo que existe es el terrorismo de Estado)?

El trasfondo de estas medidas son evidentes, y están conectados con una cadena de hechos que vienen empeorando, desde hace años: deterioro constante de los salarios y las condiciones laborales; persecución y ataques a los dirigentes sociales, sindicales y gremiales; represión masiva de las protestas de los trabajadores, en todo el territorio nacional, incluso a jubilados y pensionados; pérdida sistemática de conquistas y reivindicaciones; aumento de la precariedad laboral en el propio Estado; politización de las obligaciones laborales (un trabajador del sector público es alguien obligado a marchar y a demostrar lealtad política, a riesgo de ser despedido o de verse gravemente discriminado; sometimiento de los trabajadores a la arbitrariedad de los jefazos del PSUV, de militares rojos e incompetentes, de aliados de la narcoguerrilla que detentan cargos en la administración pública, y de tantos enemigos que tienen en el régimen, quienes solo aspiran a trabajar y a vivir dignamente.

Solo me queda una afirmación por hacer: si la causa de Blanco, Astudillo, Cortés, Bracho, Meléndez y Negrín no adquiere las proporciones de una lucha nacional e internacional; si no se logra la movilización de los sindicatos en países de América Latina; si las fuerzas de oposición; si los grupos de la sociedad civil; si las universidades; si los sindicatos del todo el país no alcanzan un acuerdo y se establecen como objetivo la liberación de estos seis venezolanos, la aberrante sentencia no será reversada y la vida de esos hombres y de sus familias quedará lesionada para siempre.

Por Miguel Henrique Otero en El Nacional

El 9 de mayo, Provea (Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos, organización fundada en 1988) presentó su informe correspondiente al año 2022. Se trata de un trabajo al que ciudadanos de cualquier actividad deberían dedicarle algo de su tiempo. Hay que advertir que la ambición del reporte es amplia: en su recorrido hay aproximaciones a la situación en que se encuentran 14 derechos, no solo los civiles y políticos, sino también los económicos, sociales y culturales. Trae, además, un revelador documento, un estudio del economista Ronald Balza Guanipa, “El nuevo modelo económico y los derechos humanos en Venezuela, 2022”, en el que analiza, entre otros aspectos, la opacidad y ausencia de consulta en el proceso que, de forma paulatina, ley tras ley, ha ido consolidando el presidencialismo en Venezuela. En lo que sigue comentaré, de modo parcial, algunos de los indicadores que el informe señala.

Una de las virtudes del material es la recopilación de información lograda por el equipo que lo produjo: a pesar de la ausencia de estadísticas oficiales -tema al que dediqué mi artículo de la semana pasada-, Provea construye una visión panorámica del estado de las cosas en Venezuela, en materia de derechos humanos, usando y ordenando información proveniente de numerosas fuentes.

Comienzo por aquí: en el período que va del trienio 2014-2016 al trienio 2019-2021, de acuerdo con las mediciones de la FAO, el indicador de subalimentación en Venezuela se duplicó. Esto significa que al menos 6,5 millones de personas (y es probable que el número sea todavía mayor) se alimentan mal y transcurren sus días en condiciones de hambre. Entre las causas de esta terrible realidad está, por una parte, la caída de la producción agropecuaria nacional: 50%, disminución gravísima, entre 2012 y 2022. A esto hay que sumar la devastación que producen los fenómenos entrecruzados de la inflación y las prácticas especulativas de los importadores de alimentos. Este dato lo dice todo, habla del absoluto fracaso del régimen y sus políticas (estas no son palabras de Provea, sino mías): el poder adquisitivo del salario mínimo no alcanza ni siquiera al 2% -es de 1,6%- del valor de la canasta básica de consumo. Repito: 1,6% del valor de la canasta básica. En otras palabras: hambre extendida, desnutrición cada vez más peligrosa, enfermedad, debilitamiento de las capacidades personales, hundimiento del ánimo de la sociedad. Copio un párrafo del informe: “En materia nutricional, la escasa información oficial sobre 917 parroquias evaluadas deja ver que más de la mitad presentaron niveles de severidad de la desnutrición inaceptables en la población con mayor vulnerabilidad, entre ellos niños y niñas, mujeres embarazadas, madres en lactancia, adultos mayores y personas con discapacidad”.

Los datos que el informe aporta con relación al derecho a la educación constituyen otro ámbito que cabe calificar como de gran desastre. El panorama, sobre el que es simplemente imposible obtener cifras y estadísticas oficiales, es el de un conjunto de factores, actuando al mismo tiempo, que están enrumbando al país hacia una especie de colapso estructural del sistema de educación pública (esto lo afirmo yo, no Provea). No consignaré aquí ninguna cifra, pero sí los hechos en curso, enmarcados todos en una pregunta general.

¿Qué destino, qué proyección, qué posibilidades puede tener una sociedad y una nación, en la que, de forma mayoritaria y creciente, menos de dos tercios de la población en edad escolar asiste a clases; en la que se reduce el número de horas que los estudiantes de Educación Básica y Educación Media reciben clases; en la que hay indicadores de calidad que señalan gravísimas deficiencias en el aprendizaje de los instrumentos básicos del conocimiento -lengua y matemáticas-, en porcentajes superiores a 60% del alumnado; en la que la infraestructura escolar está cada día más deteriorada, donde hay escuelas que presentan riesgos reales y diversos para alumnos, docentes y trabajadores; y en la que los docentes reciben por su trabajo salarios que no es posible calificar sino con la palabra miserable?

Y debo añadir aquí otra pregunta imprescindible: ¿qué rumbo, qué expectativas, qué potencialidad puede tener una sociedad donde las fallas de los servicios públicos son recurrentes en amplias zonas del territorio -electricidad, agua, Internet-, mientras en buena parte del planeta se avanza en digitalización de los modelos educativos? ¿Qué perspectivas puede albergar una nación donde el poder soluciona los problemas propios de cualquier sistema educativo reduciendo lo que ofrece en calidad y cantidad?

Vuelvo al informe de Provea, consignando algunos hechos y cifras: destrucción de los derechos laborales; salario promedio de 6 dólares; 19,7 millones de personas viviendo en estado de pobreza multidimensional; 7,3 millones de personas han salido del país en búsqueda de oportunidades; asesinatos de dirigentes sindicales; asesinatos de líderes indígenas; migración forzada del pueblo warao hacia Brasil y Guyana; asedio y desprotección del pueblo yukpa sometido a la violencia de grupos paramilitares y narcoguerrilleros; casi 96.000 denuncias de violaciones del derecho a la salud en el sistema hospitalario; las pensiones a los jubilados se han reducido a un monto equivalente a 6 dólares mensuales; “el gobierno afirmó haber construido 3.906.257 viviendas entre 2014 y 2022; nuestros datos revelan que solo se construyeron 130.856 viviendas”; 2.203 violaciones como torturas, tratos crueles, allanamientos, amenazas y otras (68,6% más que en 2021); altísimas tasas de impunidad; 121 detenciones arbitrarias, 5 desapariciones forzadas, predominio de la persecución de dirigentes sindicales y sociales; 824 personas asesinadas por policías y militares durante el 2022.

Repito aquí lo que tanto he dicho y continuaré difundiendo: el de Maduro es un régimen cuya naturaleza consiste en la violación sistemática y masiva de todos los derechos humanos, y en la construcción de una forma de vida donde desaparece la ciudadanía y se establece una condición de súbditos del régimen: personas indefensas, sin representación ni derechos.

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