Vía REL
En una búsqueda fatídica por paliar las secuelas del divorcio de sus padres y formar una familia feliz, Mónica fue empujada al aborto: tardó años en encontrar la paz gracias a María y la fe y es testigo de cómo el aborto supone la verdadera coacción y destrucción de la mujer.
Desde hace unos días la polémica se ha desatado en torno a las medidas provida propuestas en Castilla y León (España) para que médicos y madres escuchen el latido fetal antes de realizar abortos. Oír el corazón del hijo que va a ser asesinado supone, según sus críticos, una forma de coacción a la madre. Sin embargo, cada vez son más las mujeres como Mónica Armas que, tras haber abortado, relatan las duras consecuencias de una mala decisión, la añoranza del hijo que nunca tendrán o también que la verdadera coacción es el «secuestro emocional» de una sociedad que impulsa y favorece el aborto.
Para esta madrileña residente en Valencia, su historia de dolor, sanación y perdón comenzó entre felices recuerdos de la infancia donde la familia y la fe lo eran todo para ella, recordando siempre «la alegría» de asistir a Misa con sus abuelos.
«Siendo muy pequeña, un día acompañaba a mi abuela a comulgar y le pregunté que qué era eso que daba el sacerdote. `El pan del cielo´, me dijo ella. `Pues corre, corre, que se acaba´», rememora Mónica en el programa Cambio de Agujas.
La felicidad hecha añicos por el divorcio: «Todo se tambalea»
Pero con 13 años, la seguridad, estabilidad y felicidad que inundaban la vida de Mónica desde que tenía recuerdos estallaron en pedazos con el divorcio de sus padres. «Tuve una ruptura interna muy grande, empecé a sentir que todo se tambaleaba y que la roca donde descansaba, se había roto», relata.
Las consecuencias de esa decisión marcaron de por vida Mónica y su hermano. En primer lugar, afectó a la vida de fe y oración de la joven, que fue abandonando progresivamente, sustituyéndolas por la introspección, la tristeza y el enfado. Destruida por dentro, Mónica tuvo desde entonces la necesidad de suplir ese vacío. Y para ello estaba dispuesta a todo.
«Ese sentimiento hizo que yo buscara en grupos espirituales ajenos a la Iglesia como el yoga esa unión grupal y a partir de los 18 años, en la facultad, veía que todas mis amigas tenían novio y yo quería tener una familia», explica.
Mónica buscó y buscó un novio con el que casarse y tener una familia, pero «no cuajaba» ninguno y decidió rebajar sus expectativas. «Decidí que podía mendigar el amor de cada persona que se me acercara, acercarme y disfrutar sin lealtad, compromiso o felicidad«, explica. Explica que «una profunda luz interior» la mantuvo siempre en alerta y sabía que «algunas cosas no las hacía bien», aunque en muchas ocasiones «acallaba esa voz».
Secuestrada por el miedo y empujada al aborto
Pero el novio llegó. Con él estuvo 9 años y se llegó a casar, pero también fue el momento en el que su vida tocó fondo, cayendo en un pozo del que solo Dios podría salvarla.
Una noche, con 22 años, Mónica soñó con un niño correteando en pañales junto a ella. Emocionada, le propuso a su novio la posibilidad de tener una familia, pero recibió la negativa como un jarro de agua helada. «Dijo que éramos muy jóvenes, que yo estaba estudiando la carrera y eso me llevó a una gran tristeza y a endurecer el corazón», explica.
Aquella respuesta determinó por completo su reacción al saber, poco después, que estaba embarazada: «Como él había depositado en mí esa desesperanza, también germinó en mí y nada me dijo a mi alrededor que [el embarazo] era una alegría o una bendición. En lugar de ser una alegría, lo vi como un problema y el miedo se instaló en mi corazón».
Su novio fue el primero que formó parte de lo que Mónica recuerda como un «secuestro emocional» al proponerle el aborto. También lo fue la «incoherencia» de su ginecóloga que, desde un despacho repleto de fotografías de bebés sonrientes, la guió en el proceso del aborto hasta la misma clínica a la que debía acudir. Todo lo que observaba a su alrededor era una «ayuda a normalizar» el aborto del que iba a formar parte.
Un dolor sin límite: «Lo tiraron a un cubo»
Una vez llegó a la clínica fue cada vez más consciente de cómo «todo empujaba» a cometer el aborto en su situación, «incluso estando dentro del quirófano», donde presenció íntegramente la macabra escena al recibir únicamente anestesia local.
«Cuando estás ahí, te das cuenta de que no hay marcha atrás. El vacío es indescriptible. A mi hijo lo tiraron a un cubo. Todo esto se grabó en mi corazón y desde entonces mi vida fue un silencio poblado de aullidos, una zona muerta y un vivir en una profunda tristeza», relata. El aborto, dice, «es una herida muy grande con secuelas de por vida. Cuando una madre desecha un hijo, el dolor es inenarrable, un dolor que el mundo permite«.
Mónica no tardó en comprobar que «todo lo que hay alrededor» del aborto es «muerte, dolor y destrucción». La relación con su novio, con el que se casó, terminó en una dolorosa ruptura y posterior nulidad y recuerda que, pese a «tenerlo todo», el vacio, la desesperanza, la incertidumbre y finalmente la depresión se convirtieron en su sombra, sin que el reiki y la Nueva Era pudiesen darle la paz que prometían.
«Si existes, ayúdame»
En plena depresión, recuerda un extraño sueño en el que su abuelo la acompañaba a Misa en una iglesia de Madrid. Nada mas despertarse, acudió a la iglesia con la que había soñado y frente a un gran crucifijo, rezó tras años de noche espiritual: «Si es verdad que existes, ayúdame«.
Recuerda que entonces cayó desplomada en el reclinatorio, arrodillada ante el crucifijo, encontrando buena parte del consuelo que necesitaba. Comenzó a asistir cada día a rezar a la Iglesia y entonces, explica, «empezaron a pasar cosas».
Tras conocer al que hoy es su «hermano espiritual», Mónica retomó en su día a día prácticas olvidadas hacía muchos años como el rezo del rosario -que aprendió gracias a YouTube-, la adoración eucarística o la devoción mariana. Pronto quedó «enganchada» a la «calma interior» que la invadía al rezar cada día, pero lo que realmente cambió su vida fue viajar junto a su padre, también converso, a Medjugorje.
Una orden de María para obtener el perdón y la paz
Padre e hija subían el conocido y afilado Monte Križevac o de la Cruz, junto a la Colina de las Apariciones, cuando de pronto la joven escuchó una voz «dulce pero firme» que le decía: «Descálzate».
«Yo subía con la soberbia del mundo, diciendo que estaba incómoda, que yo subiría más rápido, sin disfrutar del camino. Quería llegar ya arriba», relata. Y respondió que no lo haría. La voz se repitió hasta en dos ocasiones, pero Mónica hizo caso omiso.
Inquieta, la tercera vez que rehusó recibió el Vía Crucis en la IX estación, Jesús cae por tercera vez, a la que acompañaban unas preguntas invitando a la reflexión. Una de ellas la derrumbó: «¿Por qué, hijos míos, abortáis al hijo en el seno materno?«.
«En ese momento entré en shock porque yo había abortado. Se me quitó un velo y recordé perfectamente aquel evento tan terrible y horrible con una nitidez increíble. Enmudecí y sentí como unos brazos me sostenían. Había paz, como cuando un padre te sostiene cuando vas a caer, y yo pedía misericordia. La herida se abría, todo lo que había sufrido se hizo más grande, y me descalcé«, relata.
A partir de ese instante, las heridas del aborto que Mónica define como «inenarrables» fueron sanando en su propia alma. «Dios vino a por mí. A través de la confesión, me devolvió la esperanza. Yo vivía en la muerte y Él me dio la vida», afirma. A través de la confesión, Mónica ha regresado a la Iglesia y hoy es consciente de que «la diferencia entre estar vivo o muerto es muy grande». Todo consiste, concluye, «en darle un sí a Dios. Él es amor, un amor que no recordaba».