Vía REL
Distintas investigaciones demoscópicas revelan que muchos católicos creen en la reencarnación, algo incompatible con la fe en Jesús.
Marco Vanzini , profesor de Teología en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, analiza este fenómeno y explica las diferencias con la resurrección en un artículo del número de marzo de Il Timone:
Resurrección de la carne y reencarnación: las separa un abismo
Una película reciente [Róise y Frank], que ha tenido un cierto éxito, tiene como protagonista a Róise, una viuda que ha renunciado a la vida pero que cree que un perro callejero es la reencarnación de su marido Frank, quien era un amante del hurling, deporte tradicional irlandés. La película, singular en algunos aspectos, evidencia una convicción que, en realidad, es muy común: la creencia en la reencarnación.
Una encuesta realizada en Estados Unidos ha revelado que el 33% de los adultos cree en la reencarnación; entre ellos, el grupo mayoritario (38%) lo forman los católicos. La situación no es muy distinta en Italia, donde, según una encuesta publicada por Avvenire en 2012, el 17,1% de los católicos practicantes afirma no tener dudas sobre la reencarnación.
Sin detenernos en las causas de esta situación, centremos nuestra atención sobre el contenido de la creencia en la reencarnación y la diferencia radical respecto a la verdad fundamental de la fe cristiana: la resurrección como destino de vida eterna para el hombre, anunciada desde los comienzos por la Iglesia de los Apóstoles, testigos de Cristo resucitado.
Efectivamente, más allá de la aparente semejanza, la doctrina de la reencarnación es muy distinta a la de la resurrección. Mientras ésta, bien entendida, se revela como el cumplimiento del deseo de vida y de comunión que alberga el corazón humano, la reencarnación es una concepción triste del destino del hombre, incapaz de dar a la vida el impulso de la esperanza. Veamos por qué.
Necesidad de purificación
Los orígenes de la doctrina de la reencarnación se remontan a los más antiguos de la transmigración de las almas (metempsicosis), originaria de la India, que presumiblemente pasó a la religión órfica y de aquí a alguna corrientes de la filosofía griega, como el pitagorismo. En tiempos modernos, por influencia de Oriente, reaparecieron en Occidente concepciones reencarnacionistas en corrientes influenciadas por la teosofía, la antroposofía y el espiritismo. El variado movimiento New Age ha contribuido en gran medida a su difusión actual.
El motivo en el que se basa esta concepción parece ser de naturaleza ética: la necesidad de una purificación del alma, que descuenta su pena por culpas y comportamientos equivocados, de los cuales se purifica en sucesivas reencarnaciones. Así es la concepción hinduista-budista, en la que el alma debe liberarse a través de sucesivas purificaciones del samsara, el cielo de las reencarnaciones al que está sometida.
No solo alma
Una primera diferencia respecto a la visión cristiana es que el fin del proceso de las sucesivas reencarnaciones es la liberación definitiva del vínculo con la materia (orfismo y platonismo), o bien la salida del mundo con su sufrimiento (budismo), o la ilusión de la multiplicidad para alcanzar la fusión con lo divino, con el Uno-Todo en el que la personalidad individual se disuelve y se pierde como una gota en el océano (hinduismo).
La resurrección, significativamente designada como «resurrección de la carne» desde los primeros símbolos de la fe cristiana, es, en cambio, la plena y definitiva unión de alma y cuerpo en la unidad de la persona. Contra toda espiritualización de tipo platónico y todo reduccionismo de tipo materialista, los cristianos, convencidos de que Cristo ha muerto verdaderamente, siempre han creído, con San Pablo, que Él, el Señor, «transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso» (Fil 3,21). Y la relación con el Dios que es Trinidad de Personas no será una fusión, sino más bien una unión personal en el amor-comunión, que conserva y exalta el «tú» del hombre frente al «Tú» del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
En realidad, cada relación con las personas amadas y con todos los hombres se cumplirá y «salvará» definitivamente, vivificada por el Amor divino que llenará nuestros corazones. Y si es verdad que el cuerpo del hombre tiene sentido solo en un contexto material, entonces la resurrección corpórea de Cristo y la nuestra con Él comportará la transfiguración de toda la creación, llamada a ser «liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21). El destino que se nos ha prometido y ya se ha anticipado en la resurrección del Hijo de Dios hecho hombre no es la salida del mundo hacia la nada o una desesperada despersonalización, sino la transformación de este mundo en el mundo de Dios y de los hijos de Dios (cfr. Ap 21-22).
Una vez para siempre
Una segunda diferencia consiste en el hecho de que la reencarnación ocurre más de una vez, mientras que la resurrección sucede solo una vez de manera definitiva, como una sola es la muerte. Si en la visión cristiana la resurrección constituye la realización plena de la vida terrenal y el cumplimiento de nuestras decisiones, la doctrina de la reencarnación lleva a relativizar, además del valor del cuerpo, el valor global de la vida -de esta vida- y a despojar de sentido las elecciones humanas, eliminando la responsabilidad respecto a la seriedad del bien y del mal.
Además, el valor ético asociado a la condición en la que vive un individuo una determinada existencia terrena (la forma corpórea en la que nos reencarnamos estaría en proporción a los méritos adquiridos en la existencia precedente) puede corroborar una cultura que justifica y acentúa las desigualdades sociales y las castas. Pero, sobre todo, lo que se disminuye de inmediato es el valor de las relaciones personales, dado que estas, incluso las más profundas y sagradas como las familiares, se pierden con el sucederse de las reencarnaciones individuales. Tal vez Máximo el Confesor no se equivocaba cuando definió la reencarnación «una muerte perpetua» porque la persona, sin relaciones auténticas, no puede vivir.
A este respecto es sumamente significativo pensar que «la ocupación» fundamental de Jesús, en las horas inmediatamente sucesivas a su resurrección, parece ser la de ir a ver a sus amigos y discípulos, a los que llama aún de manera más íntima «mis hermanos» (Jn 20, 17), para darles cercanía, consuelo y un profundo gozo por su presencia en medio de ellos (cfr. Jn 20, 20).
El Evangelio es experiencia
En la base de estas diferencias hay una que es incluso más decisiva, que ya ha surgido en las líneas anteriores. Parecería que se oponen dos concepciones humanas, dos «teorías» más o menos sensatas sobre lo que nos espera más allá del velo de la muerte. No es así. La reencarnación, sí, es una concepción mítica revisada posteriormente en términos filosóficos, fruto admirable del deseo humano de iluminar el destino futuro y dar sentido a la existencia, si bien el resultado deja mucho que desear.
En cambio, la fe cristiana en la resurrección de la carne es algo muy distinto. Es una concepción radicalmente nueva, que aparece de repente en la historia porque la afirman, no místicos o filósofos, sino pescadores de Galilea convencidos, a pesar de sus arraigadas convicciones judías, de haber sido testigos de la resurrección corpórea de su Maestro muerto en la cruz. No es el fruto de un pensamiento filosófico-religioso, sino de una experiencia tan real y concreta como lo es el cuerpo del Resucitado que ellos pudieron ver, tocar y abrazar. Esta fe en la resurrección dio a los apóstoles de Jesús la fuerza interior no solo para anunciar al mundo la belleza y la concreción de la salvación cristiana, sino también para dar la vida a fin de que este anuncio fuera para todos, también para nosotros: Evangelio, «buena noticia».
Traducción de Verbum Caro.