Por Ricardo Israel
El debate público de Estados Unidos tiene hoy características que lo acercan mucho a situaciones que se identifican más bien con América Latina que con su tradición política.
Empecé a darme cuenta de este fenómeno después que me trasladara a vivir al país del norte en abril de 2019. Lo sentí casi en forma inmediata a través de los medios de comunicación, donde tenía que mirar al menos dos canales de TV (ej. FOX y CNN), no para escuchar opiniones distintas, sino solo para enterarme de la totalidad de las noticias. Esta cobertura sesgada y parcial de la información era una novedad, en comparación a todas mis estadías anteriores como docente.
El transcurso del tiempo no ha hecho sino confirmar esa impresión inicial, y hoy, no tengo duda alguna que un fenómeno nuevo se ha enraizado y muy profundamente en todo lo que tiene que ver con su democracia.
De partida polarización y una aceptación selectiva de la violencia política, dependiendo de su origen. Y con una expresión electoral cada vez más acentuada, la del voto en contra, no a favor de alguien, sino el que parece más útil para castigar a aquel que más me disgusta, sea Trump, Hillary o algún otro. Y la prueba final de que el problema es grave, lo representa el hecho que cada sector se niega a ver algún defecto en su lado y descarga la totalidad de la culpa en su adversario.
Parece raro en un país que más bien exporta modas que las importa, pero algo de lo que prima en política parece sacado directamente del sur. A lo que hay que sumar algo que aquí se agregó: la censura selectiva desde las grandes tecnológicas a quienes su opinión no gustaba. Y dado su poder, me da miedo, mucho miedo.
Impresiona como se ha impuesto una polarización que impide que se tomen decisiones de consenso o bipartidistas, y que conduce a cambios bruscos, prácticamente en todas las materias, dependiendo quien sea el inquilino de la Casa Blanca. No se trata de la selección entre alternativas propia de una democracia, sino una perversión de esta, ya que hay una verdadera guerra cultural, con visiones contrapuestas del pasado y del futuro, toda vez que sus elites han dejado de compartir una narrativa común.
Estados Unidos no solo parece tener dudas en torno a su rol de superpotencia, sino también acerca de la superioridad de su sistema, por ejemplo, en comparación al chino, lo que es difícilmente auspicioso, cuando sin duda alguna este enfrentamiento va a marcar la geopolítica del siglo XXI. A pesar de ello, USA carece hoy de políticas de Estado en una variedad de temas estratégicos e internacionales, sirviendo como ejemplo el caso de la América Latina, en comparación, a otras regiones.
Si durante la guerra fría, USA estaba llena de certezas sobre las ventajas de su sistema político (democracia) y económico (capitalismo de libre mercado), hoy está llena de dudas, partiendo por el sistema electoral y su confiabilidad. Así, no deja de llamar la atención que en el 2016 (la “trama rusa”) y en el 2020 (¿quién gano?), aun hoy los perdedores no aceptan el resultado, lo que afecta la legitimidad con la que amplias capas de la población lo perciben: situación que también pasa con elecciones de gobernadores, por ejemplo, Stacey Abrams el 2018 en Georgia.
Aunque no existan evidencias que respalden las teorías conspirativas, no basta con rechazarlas como noticias falsas, dada su persistencia y la cantidad de personas que las creen.
Mas aun, como parte de la polarización, el sistema educacional es objeto de múltiples cuestionamientos, desde los niveles primarios hasta los posgrados, con lo que solo se ha logrado incrementar el debate y los cuestionamientos a lo que se percibe más bien como un adoctrinamiento, lo que es una novedad de las últimas décadas, toda vez que la educación ha ingresado al debate partidista en elecciones, tal como ocurrió en varios estados, en la última de este 2022.
Lo anterior apunta a un empobrecimiento del debate público, a sospechas generalizadas de manipulación, y la arrogancia fatal de pensar que una supuesta excepcionalidad podría evitar que este deterioro progresivo termine afectando, tanto la salud económica del país como al propio sistema democrático. Es simplemente arrogante suponer o pensar que el país puede estar inmune a un fracaso, solo porque lo intentan estadounidenses, en una situación que también se ha dado en algunos países latinoamericanos, donde en fechas diferentes,
electorados argentinos, venezolanos o chilenos, pensaron que ideas y procesos que han fracasado en todas partes, ahora si irían a tener éxito, simplemente porque son ellos los que las intentaron. Los (malos) resultados son conocidas.
Si a estos procesos se le agregan dosis de lawfare, es decir, usar al sistema y a la institucionalidad legal tan solo para dañar o deslegitimar al adversario, el resultado solo puede ser negativo, ya que -tal como ya está ocurriendo- se politiza la justicia, la policía, hasta el FBI, entre otras instituciones, además de coincidir con resultados electorales, donde crecientemente la emoción predomina sobre la razón y la narrativa o relato lo hace sobre los hechos.
Estados Unidos no es un país cualquiera sino la todavía superpotencia del mundo, donde estos procesos internos y su expresión en política internacional, han creado un cuadro donde progresivamente pierde el respeto de otros países y desciende de los primeros lugares en los rankings mundiales de calidad de vida.
La polarización ha tenido como consecuencia esperable una situación conocida en América Latina y otros países, cual lo es la desaparición del centro político y las dificultades para llegar a acuerdos y para resolver por esa vía las diferencias naturales que existen en toda sociedad. El resultado es el retroceso en la calidad del sistema democrático, la falta de respeto a la ley y la violencia política, precisamente por razones ideológicas.
La violencia se usa no solo para manifestarse, siendo quizás peor que no exista una condena unánime y automática, al estar mediatizada por la hipocresía, es decir, en el caso que esa violencia sea cometida por quienes piensan igual que yo, sería aceptable, rechazándose en forma selectiva solo cuando la hacen los adversarios. Y la aceptación de la violencia, siempre, siempre degrada a la democracia, ya que son antónimos en una sociedad sana.
Este proceso USA lo está viviendo desde hace años, no solo por Trump sino también por todo lo que se hizo para impedir o dificultar la legitimidad de su gobierno. Es el caso de la violencia, la que no parte con el ataque de una turba al Congreso el 6 de enero del 2020, sino que fue precedida por meses de ataques constantes a instituciones federales y públicas, a las fuerzas de orden, con copamientos de ciudades como Portland y muchas otras, por movimientos tales como Antifa o Black Lives Matter, además de propuestas para quitarles los fondos a las policías a nivel local, dada su dependencia de las alcaldías, y con respaldo en figuras, medios y empresas importantes del país.
Es posible que se haya desperdiciado una oportunidad, donde después del 6 de enero y como consecuencia de la gravedad de lo que ocurrió, pudo haber tomado todas estas situaciones y haberlas abordado en forma integral por una comisión bipartidista del más alto nivel, para revisar la profundidad de lo que le estaba pasando al país en su conjunto.
Creo que se equivocaron al crear una comisión solo anti-Trump, representando a un sector, con lo que no creo que pueda cumplir su tarea, salvo indisponer o complicar a Trump. Quizás se le hubiese perjudicado más como parte de un contexto más amplio que el actual, interpretable como de persecución a su persona, por parte de sus partidarios, que no son pocos, sino muchos.
En otras palabras, ambos sectores caen en conductas destructivas atribuyéndose el monopolio de la superioridad moral, y que ellos representarían el bien y sus adversarios no podrian ponerse al mismo nivel, ya que representarían el mal, y de ahí, la dificultad para dialogar, debido a la mutua descalificación previa, en lo que es indudablemente una lectura que dificulta la democracia.
El simple intercambio de ideas propio de la democracia se dificulta no solo por el intercambio de insultos, sino por su “weaponizacion”, es decir, la conversión de argumentos en armas, las que se lanzan, no para convencer, sino para destruir al contradictor, lo que no se asocia con los padres fundadores, sino más bien con juristas y politólogos como Karl Schmitt, quien nunca renegó de sus simpatías totalitarias y quien aseguraba que la política consistía en doblegar al enemigo, más que convencer al adversario. Ejemplo de ello es la facilidad con la que en USA hoy se descalifica al que no piensa igual, llamándolo “fascista” o “populista”, igual como ocurre en otros países, y -he ahí lo grave- sin que aun remotamente lo sean.
Este clima más que tener ganadores y perdedores con nombre y apellido, se manifiesta en forma sistémica con la democracia y las libertades entre los perdedores, es decir, aquello que permitió ganar la Guerra fría.
Al respecto, una pregunta final: ¿si estos procesos han generado siempre, en todo país, un deterioro democrático, porque el caso de USA podría ser diferente?