Por Tanvi Ratna en FOXBusiness
Los titulares dicen que la cumbre de Alaska entre el presidente Donald Trump y Vladimir Putin fue sobre Ucrania. Los comentaristas en Bruselas y Washington repiten los debates de siempre: ¿Fue Trump demasiado blando con Moscú? ¿Socavó a Kiev?
Pero ese encuadre pierde de vista el panorama mayor.
La administración Trump ya ha fijado los términos de la competencia del siglo XXI: la mayor amenaza a largo plazo para Estados Unidos no proviene de Rusia, sino de China. Desde sanciones drásticas al acceso de Pekín a chips avanzados de inteligencia artificial, hasta el intercambio de garantías de seguridad estadounidenses por alineamientos en Medio Oriente y el Indo-Pacífico, Trump ha estructurado consistentemente la política exterior en torno a contener el ascenso chino. En ese contexto, su acercamiento a Rusia no es una distracción. Es un intento deliberado de dar coherencia a una estrategia “América primero”, que lo enfrenta al viejo consenso globalista aferrado a la agenda UE–Ucrania.
Europa y la guerra en Ucrania
Para Europa, la guerra en Ucrania se presenta como la “línea de frente de la democracia”. Bruselas, con el respaldo de Kiev, insiste en un enfrentamiento indefinido con Rusia: sanciones máximas, compromisos más profundos con la OTAN e integración permanente de Ucrania en el orden occidental. Es una visión ambiciosa, pero que se da a costa de Estados Unidos.
La expansión de la OTAN aumenta las garantías de defensa que Washington debe asumir. El colapso demográfico y económico de Ucrania hace improbable la restauración plena de su territorio, dejando a EE.UU. con una carga abierta. Y en lo económico, ha sido Europa —no Estados Unidos— la que ha soportado el mayor golpe por la disrupción energética y comercial desde 2022. Mientras tanto, EE.UU. ha ganado con las exportaciones de gas natural licuado y sigue relativamente protegido. Lo que busca Bruselas es claro: atar más profundamente a EE.UU. a los asuntos continentales como garante último, aunque eso desvíe a Washington del escenario que definirá el siglo.
La jugada rusa de Trump
La apuesta de Trump hacia Rusia va en dirección opuesta. No se trata de indulgencia, sino de realismo, en línea con su doctrina de “China primero”. Hoy Rusia es el eslabón débil en la estrategia de Pekín. La dependencia de Moscú del capital, los mercados y la cobertura diplomática china ha crecido dramáticamente. Pekín ha explotado esa situación para obtener fuertes descuentos en petróleo ruso, afianzar el comercio en yuanes y asegurar la alineación de Moscú con sus posiciones geopolíticas. Dejar eso sin control significaría que la “entente euroasiática” encierra a EE.UU. en una confrontación con dos potencias nucleares al mismo tiempo.
El objetivo de Trump es fracturar ese eje. Sus herramientas son transaccionales, pero claras. En lo económico, ha insinuado aperturas en energía, transporte ártico y minerales críticos que reducirían la dependencia rusa de Pekín y crearían oportunidades de cadenas de suministro para la industria estadounidense. En lo militar, ha administrado la ayuda a Ucrania con cuidado —Patriots, Bradleys, HAWKs— lo suficiente para contener la línea, pero no un cheque en blanco que agote arsenales o arriesgue una escalada directa. Y en lo diplomático, ha combinado incentivos condicionales con sanciones duras: todo alivio atado a pasos verificables de Rusia —alto al fuego, desescalada y distanciamiento de Pekín— con sanciones reactivables siempre en reserva.
Coherencia con la estrategia hacia China
Esta estrategia se alinea con todo lo demás que ha hecho la administración Trump. Washington ya cortó el acceso de China a los semiconductores más avanzados de IA, bloqueó su uso de recursos de computación en la nube que alimentan sus laboratorios y buscó reestructurar las cadenas de suministro de tierras raras a través de aliados desde Australia hasta África. En Medio Oriente, Trump ha intercambiado garantías de seguridad estadounidenses por alineamientos en petróleo y tecnología, enmarcándolo explícitamente como parte de la competencia con China. En Asia, expandió derechos de base en Filipinas y Guam, citando la agresión china en el Mar del Sur de China. Visto así, su acercamiento a Rusia no es una ruptura, sino la continuación del mismo diseño.
El momento de Putin
Para Putin, la cumbre de Alaska llega en un momento de fuerza y vulnerabilidad a la vez. Moscú ha logrado modestas ganancias en Ucrania y ha visto crecer en 17% sus ingresos petroleros interanuales a inicios de 2025. Pero enfrenta crecientes presiones financieras. Su demanda prioritaria es una reincorporación gradual al sistema SWIFT, comenzando con Rosselkhozbank.
Mientras tanto, Trump ha duplicado los aranceles a bienes indios hasta 50%, citando explícitamente las compras de petróleo ruso por parte de India, y ha amenazado con sanciones de hasta 100% a cualquier país que compre crudo ruso con descuento —una advertencia dirigida directamente a China. Moscú entiende que esta es una palanca seria: Washington puede exprimir sus ingresos no solo bloqueando exportaciones, sino forzando descuentos más profundos a través de terceros.
Ahí es donde está la oportunidad. Si Trump logra canalizar a Rusia hacia acuerdos transaccionales —cooperación limitada en energía, Ártico y minerales— y despegar siquiera parcialmente a Moscú de Pekín, EE.UU. gana espacio estratégico. Al reducir su sobreextensión en Europa, libera recursos para el Indo-Pacífico, donde se decidirá el desenlace del siglo.
La elección real para EE.UU.
Esa es la verdadera disyuntiva. La primera opción es seguir el guion UE–Ucrania: sanciones permanentes, expansión infinita de la OTAN y un enfrentamiento abierto que sirve a la agenda europea mientras desvía la atención estadounidense. La segunda es el curso realista de Trump —no confianza, no apaciguamiento, sino apalancamiento frío: usar la debilidad rusa para fracturar su vínculo con China, y asegurar que EE.UU. enfrente solo un gran desafío de poder, no dos.
Anchorage, entonces, no fue sobre concesiones. Fue sobre coherencia. Trump ya ha reformulado la política exterior de EE.UU. en torno al desafío chino. Su jugada con Rusia forma parte de ese mismo marco. La reunión de Alaska debe entenderse no como una traición a Ucrania ni un regalo a Putin, sino como una apuesta estratégica para reconfigurar el tablero y permitir que EE.UU. luche —y gane— la competencia que realmente importa.
Tanvi Ratna es analista de políticas y ingeniera con una década de experiencia en el arte de gobierno en la intersección de geopolítica, economía y tecnología.